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Con la camiseta de neopreno bien pegada al cuerpo, se volvió a mirar la estela que iba dejando, como huellas de esquíes perfectamente marcadas en la nieve.

Palada…

No les creía. A los agentes del WITSEC. ¿Cómo iba a creerles? Ni siquiera podían demostrarle si su padre estaba vivo o muerto.

Había crecido con él. Él le había dado su amor, fuera lo que fuera lo que había hecho. Siempre iba a verla remar, siempre la animaba. La ayudó a superar su enfermedad. Le enseñó a luchar.

En alguien tenía que creer, ¿no?

Los del WITSEC estaban ocultando algo. En pocas palabras, la habían utilizado para llegar hasta él. «No sabes lo que está en juego en este caso.»

El dolor del pecho se volvió más intenso. «Sí que lo sé.»

Kate llegó hasta los acantilados del otro lado de Baker Field, a algo más de kilómetro y medio. Entonces dio media vuelta y aceleró el ritmo mientras avanzaba a contracorriente.

Ahora cada cuatro latidos.

Su madre también sabía algo, pensó Kate. «Hay cosas que ya llevo mucho tiempo guardándome, y ahora debes saberlas.»

¿El qué? ¿Qué trataba de decirle?

No era justo que Kate tuviera que estar separada de ellos: Sharon, Justin y Em. No era justo que tuvieran que pasar por esto sin ella.

En el río también había dos equipos de la Universidad de Columbia entrenando. El embarcadero de Peter Jay Sharp, donde guardaba su bote, estaba a poca distancia.

Kate se aplicó al máximo en los últimos doscientos metros.

Aumentó la velocidad hasta alcanzar el ritmo que tenía en la universidad, con los muslos impulsando la marcha y el cuerpo balanceándose hacia delante y hacia atrás en el interior del bote. Entonces la embarcación comenzó a deslizarse cortando limpia y uniformemente la superficie del agua con la quilla.

Más deprisa.

Aumentó el ritmo hasta hacer una palada cada tres latidos, moviendo piernas y brazos al unísono de modo impecable.

Kate sintió que los músculos de la espalda se le tensaban, que su pulso se aceleraba y el fuego le ardía en los pulmones.

En los últimos cincuenta metros, emprendió un esprint total. Kate miró a su espalda: ya tenía delante el cobertizo del embarcadero. Palada, palada… Kate hizo una mueca; le ardían tanto los pulmones que parecían estar a punto de estallarle.

Finalmente bajó el ritmo, y la elegante embarcación se deslizó por la imaginaria línea de meta. Kate soltó los remos y se llevó las rodillas al pecho con un gesto de dolor. Se subió las Oakleys hasta la frente y dejó caer la cabeza sobre los brazos.

«Pero ¿qué clase de bestia se han creído que es?»

Volvió mentalmente a la imagen de las horribles fotos de la escena del crimen. Esa pobre mujer golpeada y asesinada. ¿Qué podía saber ella que hubiera llevado a su padre a hacerle eso? ¿Qué razón podía tener? Era un disparate; tanto daban los hechos.

De repente empezó a asustarse. Toda su vida la asustaba.

Kate subió los remos y dejó que el bote llegara solo hasta el cobertizo del embarcadero. Había vuelto la voz; la voz en su interior que con tanta vehemencia había defendido a su padre hacía apenas un día.

Sólo que esta vez le decía algo distinto. Una duda que no lograba disipar.

«¿Quién diablos eres, papá?»

«¿Quién?»

El vigilante estaba de pie en la orilla. Se había subido al capó del coche, con los prismáticos enfocando el río, y tenía la mirada fija en la muchacha.

La había seguido muchas veces y la había visto sacar la embarcación de rayas azules en medio de la neblina de las primeras horas de la mañana. Siempre a la misma hora: las siete. Los miércoles y los sábados. La misma ruta. Lloviera o tronara.

«No eres muy lista, chica [6].»

Masticó una bola de hojas de tabaco que tenía en el carrillo.

«El río puede ser peligroso. Y a una chica guapa como tú pueden pasarle cosas malas ahí fuera.»

«Es fuerte», pensó el vigilante, impresionado. En cierto modo la admiraba. Siempre se esforzaba mucho. Le gustaba cuando recorría los últimos metros hasta el final como una campeona. Le ponía ganas. El vigilante rió para sus adentros. Machacaría casi a cualquier tío.

La observó detenerse en el embarcadero, guardar los remos y subir la esbelta embarcación al pantalán. Luego se sacudió el sudor y la sal del cabello.

«Es bonita [7].» En cierto modo, confiaba en no tener que hacerle nunca nada ni causarle daño. Le gustaba observarla. Tiró los prismáticos al asiento del Escalade, junto a la TEC-9.

Pero si tenía que hacerlo, qué lástima… Se metió dentro de la camisa una gran cruz de oro colgada de una cadena.

Ella debería saberlo mejor que nadie. El río es un lugar peligroso.

35

Esa noche Kate se quedó en casa. Durante una temporada, Greg tenía turno de urgencias hasta tarde. Le había prometido que cambiaría el horario para poder estar con ella por la noche; era cuando Kate se sentía más sola.

Se esforzó por llenar el tiempo trabajando en su tesis, El Trypanosoma cruzi y las estrategias moleculares de los patógenos intercelulares que interactúan con sus células huésped. Los tripanosomas eran parásitos que bloqueaban la fusión de lisosomas en la membrana plasmática que contribuía a la reparación celular. Kate sabía que resultaba muy denso, e ilegible… si no eras una de las catorce personas en el mundo a quienes les chiflaba la exocitosis lisosómica.

Pero esa noche Kate no estaba por la labor. Se subió las gafas hasta la frente y apagó el ordenador.

Las dudas sobre su padre no dejaban de asediarla. Qué creer. En quién confiar. ¿Estaba vivo o muerto? Se trataba del hombre con quien había vivido toda su vida, a quien respetaba y adoraba, que la había educado, le había inculcado sus valores, que nunca le fallaba. Ahora no tenía ni idea de quién era ese hombre.

Le vino algo a la cabeza. Kate se levantó y fue hacia el armario de estilo irlandés que habían comprado en un rastro y donde ahora tenían la tele. Se arrodilló y abrió el cajón de abajo. Muy al fondo, debajo de una vieja sudadera de Brown y un montón de manuales y revistas, encontró lo que ella misma había sepultado allí.

El sobre con fotos y recuerdos que había encontrado en el tocador de sus padres hacía más de un año.

Kate nunca había reunido el valor suficiente para mirarlo.

Cerró el cajón, se llevó el sobre al sofá y se acurrucó entre los cojines. Vació el contenido encima del viejo baúl que utilizaban como mesa de centro.

Eran un montón de cosas que nunca había visto. Las cosas de su padre. Algunas instantáneas de él y Sharon cuando iban a la universidad: de finales de los sesenta, con melenas a lo loco y tal. Un par de certificados gemológicos. El programa de su ceremonia de graduación, en 1969.

Y otras cosas que se remontaban mucho más atrás en el tiempo. Kate nunca había visto nada de aquello.

Cartas a su madre, Rosa, escritas con letra de principiante, apenas legible. Del campamento de verano. De los primeros viajes. Kate se dio cuenta de que no sabía gran cosa del pasado de su padre. Sus primeros años eran como una imagen borrosa.

Su madre había llegado de España. Kate no sabía casi nada de su abuelo; había muerto en España cuando Ben era pequeño, por un accidente de coche o algo así. En Sevilla. Allí había una gran comunidad judía.

Kate sacó del montón una fotografía en blanco y negro muy manoseada de una mujer guapa con sombrero elegante, de pie, cogida del brazo de un hombre menudo con un sombrero de fieltro, delante de una cafetería. En España tal vez.

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[6] En español en el original. (N. de la T.)

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[7] En español en el original. (N. de la T.)