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Estaba segura de estar viendo a su abuelo.

Kate sonrió. Rosa era guapa. Morena, de aspecto europeo y altivo. Todo cuanto Kate sabía de ella era que le encantaban la música y el arte.

Y encontró más fotografías. Una era de Rosa a caballo en el campo, con una chaqueta de montar anticuada y botas, y el cabello recogido en trenzas. Y otra, en un tranvía, en una ciudad que Kate no reconoció, con un bebé en brazos que identificó como su padre. Vio los rasgos familiares en su rostro de niño. Los rasgos de ella… Casi se le saltaron las lágrimas, lágrimas de alegría. ¿Por qué las habían escondido? Eran fascinantes. Le estaban descubriendo la historia de una familia, una familia que nunca había conocido.

Kate miró de cerca el rostro aún no plenamente definido del hombre que la había criado. ¿Qué costaba menos de aceptar, se preguntó a sí misma, que estuviera muerto por ahí, asesinado por traición, o que estuviera vivo, oculto tras abandonar a su familia y cometer ese horrible crimen?

Kate hizo un montón con las fotos y las viejas cartas. Fuera había un agente del gobierno en un coche sin matrícula, protegiéndola. A lo mejor Ben había ido a reunirse con Margaret Seymour. A lo mejor tenía que hablarle de algo. Pero no la había matado. Kate conocía a su padre. Le bastaba con mirar esas fotos para vérselo en la cara.

Estaba segura.

Kate empezó a meterlo todo otra vez en el sobre y, al hacerlo, cayó una de las últimas fotos del montón.

Era una instantánea pequeña y descolorida de su padre cuando era joven. Parecía hecha con una vieja Kodak. Rodeaba con el brazo a otro hombre unos años mayor que él y que Kate no reconoció. No pudo sino reparar en lo mucho que se parecían.

Estaban de pie delante de una gran puerta de madera. Parecía la entrada a una quinta, o tal vez a una vieja estancia, a un rancho, con montañas al fondo. Detrás había algo escrito: «Cármenes, 1967». Entonces debía de tener unos dieciocho años.

«Cármenes»… ¿Dónde estaba eso? ¿En España?

Kate volvió a poner la foto boca arriba. Al fondo, sobre la puerta, había escrito un nombre. Trató de descifrarlo; eran letras de madera, algo oscurecidas, difíciles de leer. Se la acercó más y entornó los ojos.

Se le heló la sangre.

Volvió a fijarse, esforzándose por leer el nombre casi ilegible. «No puede ser.» Corrió al escritorio donde tenían una lupa. Abrió el cajón de arriba. Cogió la lupa y despejó la mesa, ahora ya con el corazón acelerado. Apoyó la lupa en la foto y miró fijamente.

No a los dos hombres que había en primer plano, sino por encima de ellos, sin aliento, completamente incrédula.

Al nombre que había en la puerta.

Le entraron ganas de vomitar. Sintió que le temblaba cada hueso del cuerpo. Miró de cerca el rostro juvenil de su padre, el hombre que un día habría de criarla. En ese momento se dio cuenta de que no sabía quién era. Nunca lo había sabido. Ni de lo que era capaz. Ni lo que podía haber hecho.

El nombre que aparecía en la puerta, por encima de la cabeza de su padre, era Mercado.

TERCERA PARTE

36

A pesar de que había oscurecido, el hombre que iba al volante se dio cuenta de que el paisaje cambiaba. Ya había dejado muy atrás las praderas de Indiana y Ohio. La interestatal recorría los valles, cada vez más profundos, del paisaje de colinas de Pensilvania en dirección al este.

«Sólo unas horas más.»

El conductor puso la radio para combatir la fatiga. Llevaba tantas horas conduciendo que había perdido la cuenta. Recorrió con el dial los programas de entrevistas nocturnos y las emisoras de música country hasta encontrar una de viejos éxitos que le gustara. Sonaba Have you ever seen the rain? de Creedence Clearwater Revival.

A Benjamin Raab le escocían los ojos.

Ahora se llamaba Geller. Era el nombre con el que vivía desde hacía un año.

¿O era Skinner, el que ponía en su carné de conducir? Tanto daba. Eran nombres que nunca recuperaría. En el trabajo, Raab siempre se jactaba de que la capacidad de preparación era uno de sus puntos fuertes.

Y llevaba mucho tiempo preparándose para lo que ahora estaba haciendo.

Raab vio su rostro fugazmente en el espejo retrovisor. Sus ojos habían perdido la ternura y la luz de los últimos veinte años. Su sonrisa… no sabía ni tan siquiera si se acordaba de cómo sonreír. Ahora todo eso pertenecía al pasado, estaba enterrado en las arrugas de su viejo rostro.

Su antigua vida.

Era consciente de que había hecho cosas que ellos nunca entenderían. Había actuado llevado por una parte de sí mismo que nunca había compartido con ellos. Lo desagradable… también formaba parte de todo aquello. «Aquello» se había llevado cuanto tenía. Pensó en el daño que les había hecho a todos. Todas las falsedades que había tenido que llevar a cuestas. Le dolían. Le dolían, hasta que se obligó a olvidar. A enterrarlo en el pasado. Aún ahora le dolían.

Pero bueno, el pasado nunca muere, ¿no?

Raab recordaba a Kate cogiéndole la mano aquella noche, después de que todo se destapara: «Sólo quiero saber si la persona que ha entrado esta noche por esa puerta es la misma que he conocido toda mi vida».

Y cómo él la había mirado y había respondido: «Soy el mismo hombre».

Soy el mismo hombre.

Un Chevy Blazer con matrícula de Pensilvania lo adelantó a gran velocidad. Le recordó el juego con el que se entretenía su familia cuando emprendía largos viajes.

«¡Veo una P!» El Keystone State, el «estado clave» como solía llamarse a Pensilvania. Casi oía a Justin gritar desde el asiento trasero: «¡Ahí hay una N!». Y a Emily responder: «Nueva Hampshire. "¡Libertad o muerte!"».

Una sonrisa asomó a los labios de Raab. Recordó a Justin y a Em peleándose, como púgiles en el ring, hasta que quedaba claro que Justin se había aprendido de memoria los cincuenta estados y Em lo acusaba de hacer trampas y ponía los ojos en blanco diciendo que, de todos modos, era una bobada de juego para críos…

Lo invadió una sensación de absoluta soledad y aislamiento. Los echaba a todos mucho de menos. Pero aun así, no dudaría. Haría lo que tenía que hacer. Tal vez algún día lo entenderían.

Tal vez incluso lo perdonarían. No había sido quien creían que era, pero nunca había mentido.

La familia, les había dicho una y otra vez; lo más importante es siempre la familia.

Raab se colocó tras un camión, en el carril de la izquierda. Una I. Illinois.

¡La tierra de Lincoln!, casi se oyó gritar.

La sangre se limpiaba con sangre, pensó. Ése era el código, la ley que regía su vida. Ése era él. Había acciones que debían enmendarse. No pararía hasta que estuviera hecho.

La cacería no había hecho más que empezar.

La familia seguía siendo lo más importante.

37

Al día siguiente, Kate apenas pudo trabajar.

Se esforzó lo indecible por apartarlo de su mente: el torrente de preguntas suscitado por la foto de su padre que había descubierto la noche anterior. Miró por el microscopio y anotó el ritmo al que se dividían las células madre, la citosis fagocítica de Tristán e Isolda. No obstante, lo único que veía era el rostro de su padre delante de aquella puerta, y el letrero con aquel nombre escalofriante.

Ahora Kate entendía que buena parte de su vida había sido una enorme mentira.

Tras ver la foto, había buscado en internet la ciudad de Cármenes. No estaba en España, como creía. Estaba en Colombia.

Colombia. De donde eran los Mercado.

En ese instante, todo en la vida de Kate había cambiado. Quería creer en él, pensar en él tal y como era antes. Sin embargo, por segunda vez, vio en su padre a alguien distinto de la persona que siempre creyó conocer. No a una víctima, sino a alguien con un pasado… un pasado que nada tenía que ver con el suyo, con un secreto terrible e importante que ocultar. Un secreto que lo cambiaba todo. Y le daba miedo. La aterraba.