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– ¿Detención…? -De repente había gente con placas del FBI por todas partes. Habían reunido a todos los empleados y les estaban ordenando desalojar la oficina-. ¿Y de qué demonios se me acusa?

– Blanqueo de dinero, cooperación e instigación a actividades delictivas, y conspiración para estafar al gobierno de Estados Unidos -leyó en voz alta el agente-. ¿Qué me dice, señor Raab? Nos incautaremos del contenido de esta oficina como prueba material para el caso.

– ¿Cómo?

Antes de que alcanzara a pronunciar otra palabra, el segundo agente, un joven hispano, lo obligó a volverse, le juntó bruscamente los brazos a la espalda y lo esposó delante de toda la oficina.

– ¡Esto es un disparate! -exclamó Raab retorciéndose y tratando de mirar al policía a la cara.

– Ya lo creo -rió el agente hispano. Le arrebató de las manos los folletos de viajes-. Lástima -dijo guiñando un ojo y volviéndolos a tirar sobre el escritorio-. Tenía muy buena pinta ese viaje.

2

– Mira estos pequeñines -murmuró Kate Raab, mientras observaba detenidamente por el potente microscopio Siemens.

Tina O'Hearn, su compañera de laboratorio, se inclinó sobre el aparato.

– ¡Caray!

En medio de la reluciente luminiscencia que creaba la lente de alta resolución se veían dos células ampliadas y resplandecientes. Una era el linfocito, el glóbulo blanco defectuoso con un anillo de partículas peludas que sobresalía por su membrana. La otra célula era más fina, con forma de garabato y un gran punto blanco en el centro.

– Es el chico Alfa -dijo Kate, corrigiendo poco a poco el aumento-. Los llamamos Tristán e Isolda. Fue idea de Packer. -Cogió una minúscula sonda metálica del mostrador-. Y ahora mira esto…

Cuando Kate lo pinchó, Tristán se abrió paso hacia el linfocito más denso. El glóbulo defectuoso se resistía, pero la célula con forma de garabato volvía una y otra vez, como si buscara un punto débil en la membrana del linfocito. Como si atacara.

– A mí me parecen más bien Nick y Jessica -rió Tina, inclinada sobre la lente.

– Fíjate.

Como si la hubiera oído, la célula con forma de garabato daba la impresión de estar explorando los bordes peludos del glóbulo blanco hasta que las dos jóvenes presenciaron cómo la membrana atacante parecía penetrar en la de su presa y ambas se fusionaban en una sola célula más grande, con un punto blanco en el centro.

Tina levantó la vista.

– ¡Ay!

– Quien bien te quiere te hará llorar, ¿verdad? Es una línea progenitiva de células madre -explicó Kate, levantando la vista del microscopio-. El glóbulo blanco es un linfoblasto, lo que Packer llama el «leucocito asesino». Es el agente patógeno de la leucemia. La semana que viene veremos lo que pasa en una solución plasmática similar a la sangre. Voy a anotar los resultados.

– ¿Haces esto todo el día? -dijo Tina frunciendo el ceño.

Kate soltó una risita. Bienvenida a la vida en la placa de Petri [2].

– Todo el año.

Kate llevaba ocho meses trabajando como investigadora en la Facultad de Medicina Albert Einstein del Bronx para el doctor Grant Packer, cuya labor sobre la leucemia citogenética empezaba a dar de qué hablar en los círculos médicos. Estaba becada por la Universidad de Brown, donde ella y Tina habían sido compañeras de laboratorio en el último curso.

Kate había sido buena estudiante, pero no una «empollona», como recalcaba siempre: tenía veintitrés años y le gustaba pasarlo bien, probar restaurantes nuevos e ir a discotecas; desde los doce años hacía snowboard mejor que casi todos los chavales y tenía un novio, Greg, que llevaba dos años de médico interino en el Centro Médico de la Universidad de Nueva York. Se pasaba casi todo el día inclinada sobre un microscopio, anotando datos o trasladándolos a ficheros digitales, pero ella y Greg -cuando conseguían verse- siempre bromeaban diciendo que con una rata de laboratorio en su relación ya era suficiente. Aun así, a Kate le encantaba su trabajo. Packer empezaba a destacar en el seno de la comunidad científica y Kate tenía que reconocer que trabajar con él era la mejor opción que se le había presentado en mucho tiempo.

Además, Kate creía que su verdadera marca distintiva consistía en el hecho de ser la única persona que conocía capaz de recitar el Ten Stages of Cellular Development de Cleary y que además tuviese un tatuaje de la doble hélice del ADN en el trasero.

– Citosis fagocítica -explicó Kate-. Mola bastante la primera vez que lo ves, pero espera a que sean mil veces. Ahora mira lo que pasa.

Se volvieron a inclinar sobre el microscopio doble. Sólo quedaba una célula: Tristán, la más grande y con forma de garabato. El linfoblasto defectuoso casi había desaparecido.

Tina, impresionada, dejó escapar un silbido.

– Eso mismo en modelo vivo es premio Nobel seguro.

– Igual en diez años. Personalmente, me conformaría con una tesina de licenciatura -respondió Kate sonriendo.

En ese momento, su móvil empezó a vibrar. Pensó que sería Greg, a quien le encantaba enviarle fotos divertidas de las visitas, pero al mirar la pantalla sacudió la cabeza y volvió a meterse el móvil en el bolsillo de la bata.

– Madre sólo hay una… -suspiró.

Kate llevó a Tina a la biblioteca, donde había unas mil repeticiones de la línea de células madre en formato digital.

– ¡La obra de mi vida!

Le presentó a Max, la niña de los ojos de Packer: el microscopio citogenético de dos millones de dólares que separaba los cromosomas en las células y hacía posible todo lo demás.

– Antes de que acabe el mes te sentirás como si salieras con él.

Tina lo observó y se encogió de hombros, como dando su aprobación.

– Los he visto peores.

Fue entonces cuando volvió a sonar el móvil de Kate. Lo sacó. Otra vez su madre. En esta ocasión se trataba de un mensaje de texto.

«Kate, ha pasado algo. ¡Llama a casa enseguida!»

Kate se quedó mirando el teléfono. Nunca antes había recibido un mensaje así. No le gustaba cómo sonaban esas palabras. Hizo un repaso mental a las posibilidades… y todas eran malas.

– Perdona, Tina, pero tengo que llamar a casa.

– No te preocupes. Empezaré a darle palique a Max.

Presa de los nervios, Kate marcó el número de la casa de sus padres en Larchmont. Su madre descolgó el teléfono al primer tono. Kate le notó la voz preocupada.

– Kate, es tu padre…

Algo malo había pasado. Se estremeció de miedo. Su padre nunca había estado enfermo; estaba en plena forma. Si tenía un buen día, hasta podía aguantar un partido de squash con Em.

– ¿Qué ha pasado, mamá? ¿Está bien?

– No lo sé… Acaba de llamar su secretaria. Han detenido a tu padre, Kate. ¡Lo ha detenido el FBI!

3

Le quitaron las esposas en el cuartel del FBI de Foley Square, en Lower Manhattan, y lo llevaron a un estrecho cuarto de paredes desnudas donde había una mesa de madera, unas sillas metálicas y un par de carteles de «Se busca» con las esquinas dobladas y sujetos con chinchetas a un tablón de anuncios que colgaba de la pared.

Raab se sentó y clavó la mirada en un pequeño espejo que sabía que era falso, de esos que salen en las series policíacas de la tele. También sabía lo que debía decirles. Lo había ensayado una y otra vez: se trataba de algún error disparatado; él no era más que un hombre de negocios que no había hecho nada malo en toda su vida.

Al cabo de unos veinte minutos se abrió la puerta. Raab se levantó. Entraron los mismos dos agentes que lo habían detenido seguidos de un joven delgado con traje gris y pelo muy corto que puso un maletín sobre la mesa.

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[2] Recipiente redondo de fondo bajo usado en los laboratorios para el cultivo de bacterias y otros microorganismos. (N. de la T.)