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– Soy el agente especial al cargo Booth -anunció el agente medio calvo-. Ya conoce al agente especial Ruiz. Le presento al señor Nardozzi. Es del Departamento de Justicia y conoce su caso.

– ¿Mi caso…?.

Raab se obligó a esbozar una sonrisa dubitativa mientras miraba los gruesos expedientes con algo de recelo, sin creerse la palabra que acababa de oír.

– Vamos a hacerle unas cuantas preguntas, señor Raab -empezó el agente hispano, Ruiz-. Vuelva a sentarse, por favor. Le aseguro que será mucho más fácil si contamos con su plena colaboración y se limita a responder sincera y sucintamente.

– Desde luego -asintió Raab, y se volvió a sentar.

– Y vamos a grabarlo, si le parece bien -dijo Ruiz, poniendo una grabadora estándar de casete encima de la mesa-. Es también por su seguridad. En cualquier momento, si lo desea, puede pedir la presencia de un abogado.

– No me hace falta abogado -dijo Raab negando con la cabeza-. No tengo nada que ocultar.

– Eso es bueno, señor Raab -le respondió Ruiz con un guiño afable-. Cuando la gente no tiene nada que ocultar, este tipo de cosas suele salir mejor.

El agente sacó un montón de papeles del expediente y los ordenó de un modo determinado encima de la mesa.

– ¿Ha oído hablar de Paz Export Enterprises, señor Raab? -empezó volviendo la primera página.

– Claro -confirmó Raab-. Es una de mis mayores cuentas.

– ¿Y qué servicio les presta exactamente? -preguntó el agente del FBI.

– Compro oro para ellos; en el mercado abierto. Pertenecen al sector de los artículos de regalo o algo así. Lo envío a un intermediario en nombre suyo.

– ¿Argot Manufacturing? -terció Ruiz volviendo una página de sus notas.

– Sí, Argot. Mire, si se trata de eso…

– Y Argot ¿qué hace con todo el oro que usted les compra? -lo volvió a interrumpir Ruiz.

– No sé. Son fabricantes. Lo transforman en chapado de oro, o lo que les pida Paz.

– Artículos de regalo -dijo Ruiz con cinismo al tiempo que levantaba la vista de sus notas.

Raab le devolvió la mirada.

– Lo que hagan con él es asunto suyo. Yo me limito a comprar el oro para ellos.

– ¿Y cuánto hace que suministra oro a Argot en nombre de Paz? -preguntó el agente especial Booth tomando las riendas del interrogatorio.

– No estoy seguro. Tendría que consultarlo. Puede que seis, ocho años…

– Entre seis y ocho años. -Los agentes se miraron-. Y después de todo ese tiempo, señor Raab, ¿no tiene usted ni idea de qué productos fabrican con el oro que les envía?

Sonaba a pregunta retórica; pero parecían esperar una respuesta.

– Fabrican muchas cosas. -Raab se encogió de hombros-. Para distintos clientes. Joyas. Cosas chapadas en oro, adornos de escritorio, pisapapeles…

– Pues consumen bastante oro -dijo Booth, recorriendo con la mirada una columna de números- para hacer un puñado de adornos de escritorio y pisapapeles, ¿no le parece? El año pasado más de una tonelada. A unos seiscientos cuarenta dólares la onza, eso son más de treinta y un millones de dólares, señor Raab.

La cifra cogió por sorpresa a Raab. Sintió que una gota de sudor le recorría la sien. Se humedeció los labios.

– Ya le he dicho que yo me dedico a las transacciones. Firmamos un contrato y yo lo único que hago es suministrar el oro. Mire, tal vez si me dijeran de qué va todo esto…

Booth le devolvió la mirada como desconcertado, con una sonrisa cínica que a Raab le pareció que ocultaba algo. Ruiz abrió su carpeta y sacó más hojas. Fotografías; en blanco y negro, de veinte por veinticinco. Todo eran imágenes de objetos cotidianos como sujetalibros y pisapapeles y varias herramientas básicas: martillos, destornilladores, azadas…

– ¿Reconoce alguno de estos objetos, señor Raab?

Por primera vez, Raab sintió que el corazón empezaba a disparársele. Negó con la cabeza recelosamente.

– Recibe pagos de Argot, ¿verdad, señor Raab? -Ruiz lo cogió desprevenido-. Sobornos.

– Comisiones -lo corrigió Raab, irritado por el tono de voz del agente.

– Además de sus comisiones. -Ruiz, sin apartar los ojos de él, deslizó otra hoja sobre la mesa-. Las comisiones en el mercado de materias primas rondan el uno y medio, como mucho el dos por ciento, ¿no? Las suyas llegan hasta el seis, incluso el ocho, señor Raab, ¿no es así?

Ruiz no dejaba de observarlo. De pronto, a Raab se le secó la garganta. Se dio cuenta de que estaba jugueteando con los gemelos de oro de Cartier que Sharon le había regalado cuando cumplió los cincuenta y paró en seco. Su mirada iba y venía de uno a otro agente, tratando de adivinar lo que tenían en mente.

– Como ha dicho, usan bastante oro -respondió-. Pero lo que hagan con él no es asunto mío. Yo me limito a suministrárselo.

– Lo que hacen con él -la voz del agente Booth se volvió firme, estaba perdiendo la paciencia- es exportarlo, señor Raab. Esos artículos de regalo, como usted los llama, no están hechos de acero o latón ni chapados en oro. Son sólidos lingotes de oro, señor Raab. Están pintados y tratados para que parezcan objetos cotidianos, como sospecho que sabrá. ¿Tiene idea de dónde acaban estos artículos, señor Raab?

– En algún lugar de Sudamérica, creo. -Raab trató de recobrar la voz, agarrotada en lo más profundo de su garganta-. Ya se lo he dicho, me limito a comprar el oro para ellos. No sé si acabo de entender lo que pasa.

– Pasa, señor Raab -Booth le miró a los ojos- que ya tiene un pie metido en un buen montón de mierda y nos gustaría saber si también tiene el otro. Dice que lleva trabajando con Argot entre seis y ocho años. ¿Sabe de quién es la empresa?

– De Harold Kornreich -respondió Raab, más convencido-. Conozco bien a Harold.

– Entendido. ¿Y qué hay de Paz? ¿Sabe quién está al frente?

– Creo que se llama Spessa o algo así. Victor. Nos hemos visto unas cuantas veces.

– Pues Victor Spessa, cuyo verdadero nombre es Victor Concerga -Ruiz le acercó una de las fotos-, no es más que socio ejecutivo de Paz. Los estatutos, que el agente Ruiz le está mostrando ahora mismo, son de una sociedad de las Islas Caimán, la BKA Investments, Limited. -Ruiz esparció unas cuantas fotos más sobre la mesa. Fotos de vigilancia de hombres con inconfundible aspecto hispano-. ¿Le suena alguna de estas caras, señor Raab?

Entonces Raab empezó a preocuparse de verdad. Una gota de sudor frío le recorrió lentamente la espalda. Cogió las fotos, las miró de cerca, una por una. Negó con la cabeza, temblando.

– No.

– Victor Concerga. Ramón Ramírez. Luis Trujillo -fue enumerando el agente del FBI que llevaba la batuta-. Estos individuos constan como los principales directivos de BKA, consignataria de los objetos cotidianos en que se convierte su oro. Trujillo -agregó Ruiz empujando hacia Raab una foto donde aparecía un hombre bajo y fornido con traje subiendo a un Mercedes- es uno de los gestores más importantes de la familia Mercado, del cártel colombiano.

– ¡Colombia! -repitió Raab, con los ojos saliéndosele de las órbitas.

– Y vamos a hablar claro, señor Raab. -El agente Ruiz le guiñó el ojo-. No se trata precisamente de aficionados.

Raab lo miraba fijamente, boquiabierto.

– El oro que usted, señor Raab, compra para Paz, se funde y moldea en objetos caseros de uso común, luego se enchapa o se pinta y se devuelve a Colombia, donde se convierte de nuevo en lingotes. Paz no es más que una tapadera; pertenece en su totalidad al cártel de Mercado. El dinero que le pagan a usted por sus… «transacciones», como usted las llama, procede del negocio del tráfico de estupefacientes. El oro que usted suministra -continuó el agente, abriendo más los ojos- es el modo en que lo envían a su país.

– ¡No! -Raab se levantó de un salto, esta vez con la mirada ardiente y desafiante-. No tengo nada que ver con eso. Lo juro. Suministro oro. Nada más. Tengo un contrato. Victor Concerga vino a mí, como muchos otros. Si lo que pretende es asustarme, muy bien, ya lo ha conseguido. ¡Le ha salido bien! Pero colombianos… Mercado… -Negó con la cabeza-. De eso nada. ¿Qué demonios se ha creído que está pasando aquí?