Había ido al piso, rogando por que ella volviera a casa, con la esperanza de que sus súplicas surtieran algún efecto. Había dormido en el sofá, aunque apenas había pegado ojo. Se había despertado varias veces, al parecerle oír la llave de ella en la puerta, sus pasos.
Pero siempre era Fergus moviendo o empujando el cuenco del agua durante la noche.
¿Cómo iba ella a volver a confiar en él?
Era verdad, desde luego, todo lo que se había destapado al caer el libro y abrirse: que le había ocultado un terrible secreto, que había fingido ser quien no era. «¿Para quién trabajas, Greg?» Todo era verdad, salvo su acusación de que para él aquello no era más que un deber o un trabajo.
Ni por un segundo la había engañado respecto a lo que sentía.
¿Qué podía decirle que no le hubiera dicho ya? Que todo eso escapaba a su control. Que había pasado mucho tiempo atrás, antes de conocerse. Una parte de él que trataba de negar fingiéndose un simple doctor, un marido fiel, su mejor amigo. Apoyándola mientras pasaba por el trago de saber quién era su padre… ¡Cuántas veces había rezado por que la verdad nunca se revelara!
Sin embargo, las peleas por cuestiones de sangre nunca quedan enterradas. Ellos también eran su familia.
Aun así, siempre la había amado; siempre había hecho cuanto podía por protegerla. En eso no le había mentido jamás. ¿Cómo iba a dolerle tanto el corazón si no era verdad?
Le avergonzaba el linaje de sangre que lo había llevado a hacer eso. Le avergonzaba la deuda que debía saldar. No obstante, si no lo hubiera hecho no habría sido más que un chaval de la calle. No una persona formada en Estados Unidos, un médico, alguien libre. Qué tonto había sido al pensar durante todo ese tiempo que era otra persona.
Fergus se acurrucó junto a él. Greg arrimó su cara a la del perro y le dio un beso en el morro. Greg sabía que Kate estaba en peligro. Y no podía hacer nada.
De pronto, sonó el móvil. Greg se abalanzó sobre él y levantó la tapa, sin comprobar quién era.
– ¿Diga, Kate…?
Sin embargo, la voz que había al otro lado del hilo era la que más temía. Su corazón se detuvo.
– Ha llegado el momento, hijo -dijo la voz, suave pero inflexible.
79
A Kate sólo se le ocurrió ir a un lugar. Tomó el tren de la línea 5 en Borough Hall, de vuelta a Manhattan, y recorrió todo el trayecto hasta el Bronx. Era domingo por la tarde. No habría nadie. Allí estaría a salvo hasta que decidiera qué hacer. Y llevaba dos días sin inyectarse la insulina.
Kate bajó en la estación de la calle Ciento ochenta, en el Bronx. Le pareció ver al mismo tipo latino con una gorra de los Yankees en quien se había fijado en la estación de Brooklyn, pero no estaba segura. Una vez en la calle, apuró el paso en dirección a la avenida Morris, envuelta en una neblina, sorteando a los compradores dominicales y a las familias que mataban el tiempo en los portales de sus casas.
Vio el edificio de ladrillos azules de tres plantas en los jardines de la facultad de medicina, con la familiar placa de metal sobre la puerta. Su pulso recuperó el ritmo normal.
Laboratorios Packer.
Allí estaría a salvo. Por lo menos de momento.
Kate metió la llave en la cerradura de fuera e introdujo el código de la alarma.
Empujó la puerta y la cerró a conciencia tras ella. Apoyó la espalda en la pared.
No se estaba cuidando y lo notaba. En el tren se había medido el azúcar: 435. «Madre mía, Kate, estás que te sales de la tabla.» Como le subiera un poco más, podía entrar en coma. Parpadeó para vencer la somnolencia y permanecer en guardia. Antes de decidir nada, debía estabilizarse.
Y entonces tomaría la decisión más importante de su vida.
Kate hurgó en el botiquín hasta encontrar una caja de jeringuillas. Las empleaban de vez en cuando para inyectar fluido en las células.
Siempre tenía allí un frasco de Humulin de reserva. Sólo para emergencias. Kate abrió el frigorífico, se arrodilló y rebuscó. En todos los estantes había bandejas con viales de soluciones y tubos transparentes etiquetados. «Vamos, vamos.» Revolvió los estantes, nerviosa.
¡Maldita sea! Se dejó caer en el suelo, presa de la frustración. Quizás, cuando ella no estaba, alguien lo habría tirado.
«Vale, Kate, ¿qué piensas hacer?» Al día siguiente, el laboratorio abriría, habría gente. No podía seguir su rutina diaria. Se notaba el corazón el doble de grande y sabía que era por los niveles de glucosa. Podía ir al centro médico; estaba a sólo unas manzanas. Pero tenía que llamar a alguien.
A Cavetti… a la tía Abbie… Ya no podía de ninguna manera seguir sola con aquello. Pensó en Emily y Justin.
De pronto, el pánico se abrió paso en medio de su aturdimiento.
«¿Sabe él dónde están?»
Oh, Dios mío, quizás sí. ¿Dónde iban a estar, si no? De repente, la asaltó una idea aterradora.
Si su padre le había hecho lo que había hecho a su madre, ¿por qué no iba a hacerles daño a ellos?
Recordó lo que había dicho: «Tú no eres la única opción».
Corrió a la mesa y hurgó en el bolso.
Encontró el móvil y recorrió torpemente la agenda de teléfonos. ¿Qué le había dicho? En cualquier sitio, a cualquier hora. ¿A quién coño podía recurrir ahora si no?
Cuando encontró el número de Cavetti, pulsó el botón, nerviosa, sin soltarlo mientras se conectaba a la línea. ¡Quién sabe dónde podía estar! Kate no sabía ni dónde vivía.
Le llevó tres tonos, pero respondió.
– Cavetti.
¡Gracias a Dios!
– ¡Soy Kate! -gritó, suspirando de alivio al oírle la voz.
– Kate. -Notó de inmediato lo nerviosa que estaba-. ¿Qué te ocurre?
– He visto a mi padre. Sé lo que ha hecho. Pero escuche, hay mucho más. Sé lo de Mercado; también lo he visto. Y tengo la impresión de que mi padre me está buscando. Me parece que cree que yo sé dónde está.
– ¿Dónde está quién, Kate? -le preguntó él.
– ¡Mercado! -Ya apenas podía conservar la calma.
– Está bien, está bien -respondió él. Le preguntó desde dónde llamaba. Kate se lo dijo, añadiendo que estaba a salvo. Le dijo que no se moviera de allí, que no saliera. Para nada. Él estaba en Nueva Jersey. Llamaría a Booth y a Ruiz, del FBI-. No abras la puerta a nadie hasta que esté ahí alguno de nosotros, ¿comprendes? Ni a tu padre ni a tu marido. A nadie. ¿Queda claro?
– Sí. Pero hay algo más -le habló de Justin y Emily y de lo que su padre había insinuado. Que tenía más opciones…-. Me temo que va a ir allí, Cavetti. Igual ya está de camino.
– Yo me ocupo. Pero, como te he dicho, Kate, no abras a nadie salvo al FBI. ¿Queda claro?
Cuando Cavetti colgó, Kate buscó el número de tía Abbie. Lo marcó rápidamente y, consternada, oyó responder al contestador. «No estamos en casa…»
Entonces probó con el móvil de Em. Tampoco obtuvo respuesta. Kate empezaba a asustarse.
Dejó un mensaje desesperado. «Em, necesito que tú y Justin vayáis a un lugar seguro. No os quedéis en casa. Id a casa de algún amigo o vecino. Y deprisa. Hagáis lo que hagáis, por favor, no os acerquéis a papá. Si llama, ni habléis con él. Ya os lo explicaré cuando llaméis. Confiad en mí. La policía está en camino.»
Se quedó sentada en el suelo. Seguía marcando una y otra vez el número de tía Abbie, en vano. ¿Y si él ya estaba allí? ¿Y si los tenía? Lo único que podía hacer era esperar.
En el fondo del bolso, Kate volvió a toparse con la pistola que le había dado Cavetti. La sostuvo en la mano. Parecía casi un juguete. ¿Sería capaz de usarla si tenía que hacerlo? ¿Contra su padre? Cerró los ojos.
De pronto, oyó el interfono de la puerta de la calle. «Menos mal; ya están aquí.»