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– ¿Qué vas a hacer? -preguntó su padre.

– No pienso dispararte, Ben, si eso es lo que crees. El hombre que tenías apostado fuera está muerto. Como los otros. Ya ha habido bastantes muertes, ¿no te parece? Sharon, Eleanor, mi mujer… como tú has dicho, basta de mentiras.

– Y entonces ¿qué quieres?

Su padre lo miró torvamente.

– ¿Que qué quiero? -La mirada de Mercado se posó en Kate-. Lo que quiero es que Kate escuche.

Mercado dio un paso más, con la mirada fija y penetrante.

– ¿Qué iba a decirle Sharon, Ben? Ahora sólo estamos los tres. ¿Qué es lo que no querías que Kate supiera?

Raab recorrió rápidamente la estancia con la mirada y avanzó hacia Kate. Ella se daba cuenta de la desesperación que se había apoderado de él. Tal vez se proponía utilizarla como rehén. Ahora sería capaz de cualquier cosa.

– Tú eres el del colgante, Óscar. Tú eres quien, por lo visto, tiene la verdad a su favor. Y estás armado.

Entonces Mercado hizo algo que sorprendió a Kate. Dejó el arma en un taburete cercano y se quedó allí de pie, con las manos vacías.

– Ahora ya no me queda más que la verdad, Ben. Díselo. ¿Qué te daba miedo que descubriera? Eso es todo lo que ella quiere saber.

Kate se daba cuenta de que Mercado no esperaba salir de allí con vida.

– ¿Decirme el qué, papá?

Su padre no respondió.

Mercado sonrió.

– No, no creo ni que te importara, ¿verdad que no, Ben? Porque tú en ningún momento apuntaste a Sharon, ¿a que no? -Tenía la mirada firme pero serena-. ¿Verdad, hermano? Es la hora de la verdad, hermano. ¡Díselo! Merece saberlo.

Se produjo un silencio inquietante.

La mirada de Óscar Mercado traspasó a Kate, que no sabía si había oído bien. De pronto cayó en la cuenta. Se volvió hacia su padre.

– ¿A mí…?

Más que una pregunta, fue un balbuceo. Se quedó mirando fijamente a su padre tratando de enfrentarse a la confusión.

– ¿Querías matarme a mí? ¿Por qué?

En ese momento, su padre alargó la mano a su espalda y cogió la pistola. Mercado se quedó de pie, devolviéndole la mirada. No hizo nada por defenderse.

Cuando se disparó el arma, Kate gritó.

– ¡No!

La bala hirió a Mercado en el muslo derecho. Le fallaron las rodillas y cayó al suelo.

– Díselo, Ben. Fue porque me haría daño a mí, ¿no es cierto? Eso era lo único que querías: hacerme daño a mí… La sangre se limpia con sangre, ¿no es ése el credo? Así que, ¿qué iba a decir Sharon? Venga, díselo, Ben. Es el momento.

Mercado levantó la vista y miró casi con ternura a Kate, que seguía ahí, boquiabierta.

– Dile lo del colgante, Benjamín. Es el momento. Es verdad… -Sonrió a Kate mientras su padre lo apuntaba con el arma-. Sí que guarda secretos, Kate. Tu madre quería que algún día fuera tuyo, ¿verdad, Ben? Tu madre, Kate -no dejaba de mirarla, con los ojos brillantes-, no era Sharon, pequeña.

83

Kate nunca había sentido nada parecido al vacío que en ese momento la invadió.

¿Había oído bien?

Por un instante se quedó con los ojos clavados en Mercado. Luego bajó la mirada en silencio, como baja la mirada la víctima de una bomba, aturdida por la conmoción de la sacudida, observando un miembro que de repente ya no está, tratando de comprender si lo que acaba de pasar es real.

– Díselo, Benjamín. -Mercado levantó los ojos hacia él-. Dile lo capaz que eres de hacer daño a alguien de tu propia familia, a alguien que finges amar.

El padre de Kate volvió a apretar el gatillo. El arma lanzó un destello y otro disparo volvió a herir a Mercado, esta vez en el hombro.

Kate arremetió contra él, tratando de detenerle.

– ¡No, papá, no!

Mercado se desplomó hacia atrás. Se sostuvo con una mano. Kate se quitó la sudadera y lo envolvió con ella a modo de torniquete.

– ¿De qué está hablando? -Se volvió hacia Mercado-. ¿Qué es eso de mi madre?

– Era una mujer guapa, ¿verdad, Ben? Naturalmente, mi vida no era como para criar a un hijo, ¿a que no? Iba a ir a la cárcel; estaría lejos mucho tiempo. Y mi esposa estaba enferma. ¿No es así? De diabetes, ¿verdad?

Miró dulcemente a Kate. Y, de pronto, ella recordó la primera vez que hablaron en el parque, cuando le habló de una esposa que había muerto de diabetes hacía muchos años.

– ¿Mi madre…?

– Tenía que elegir, ¿no, Ben? ¿Cómo iba a dejar al bebé solo, sin una madre… ni una familia? -Posó la mano sobre la de Kate. La tenía fría-. Y el padrazo perfecto siempre fuiste tú, ¿verdad, Benjamín?

– En todos los sentidos.

La boca del cañón volvió a destellar y Mercado cayó rodando hacia atrás, agarrándose el costado.

Kate se dio cuenta de que estaba viendo cómo mataban lentamente a su verdadero padre.

– Creí que hacía lo que era mejor para ti -dijo Mercado a Kate-. Y estuviste protegida todos estos años…

– Hasta que tú empezaste a traicionar a tu familia -lo interrumpió Raab-. Hasta que olvidaste quién eras.

– Tenía que elegir -dijo Mercado mirando en dirección a Kate.

Raab tiró del percutor.

– ¡Y, por lo tanto, hermano, yo también!

– ¡No!

Kate se abalanzó sobre él y lo cogió del brazo, pero él la tomó de la muñeca como si estuviera hecha de trapo y la apartó de un empujón, lanzándola contra el mostrador del laboratorio. Una bandeja de tubos se estrelló contra el suelo.

– Yo envié a Greg -dijo Mercado-. No para espiarte, pequeña. Para cuidarte, para protegerte, Catalina. Ahora ya sabes por qué.

Kate asintió. De pronto, su mirada se posó en el mostrador.

– Ya ves, Benjamín, mira lo que has perdido -continuó Mercado-, todo cuanto llevabas dentro del corazón. Mírala… ¿Valía la pena? Este juramento tuyo. ¿Adónde irás ahora?

– Puedo volver -respondió Raab, al tiempo que apuntaba con la boca del arma a los ojos del anciano-. Pero hermano, tu tiempo se ha acabado. No tienes adónde ir más que al infierno.

– No, papá -dijo Kate, con firmeza.

Sus palabras lo hicieron volverse. Ella tenía la pistola en la mano y le estaba apuntando directamente. Sacudió la cabeza.

– Aún no.

84

Raab sostenía la pistola contra la cabeza de su hermano, con el dedo en el gatillo. Y Kate sostenía su arma con ambas manos. No tenía ni idea de lo que haría.

Entonces, poco a poco, Raab soltó el percutor y bajó el arma.

– No irás a dispararme, ¿verdad, gorrión?

– Kate, sal -le dijo Mercado-. Deja que haga lo que tiene que hacer.

– ¡No!

Kate fulminó a Raab con la mirada, tratando de luchar contra la imagen de cuanto había creído y amado una vez. Todo el daño que ese hombre había causado iba a acabarse. Aquí. Sacudió la cabeza y le apuntó el pecho con la pistola.

– No pienso correr.

– Bájala -le dijo Raab-. Nunca he querido hacerte daño, Kate. Tiene razón. Ya puedes salir.

– No; ya me has hecho daño, papá. Nada en el mundo podría reparar el daño que has hecho.

Hubo una pausa calculada en los ojos de Raab.

Y entonces, con una sonrisa que la hizo estremecerse, Raab volvió a apuntar a Mercado en la cabeza.

– ¿No irás a dispararme, verdad, cariño? ¿A quien te ha querido todos estos años? ¿A quien te ha criado? Eso no puedes cambiarlo, Kate, sientas lo que sientas ahora. No por este…

Raab empujó a Mercado con el pie y el anciano rodó por el suelo.

– Por favor, no me obligues a hacer algo horrible, papá -dijo Kate. Las lágrimas le surcaban las mejillas.

– Vete -dijo Mercado-. Por favor…

Un charco de sangre empezó a formarse en el suelo.