Raab abrió los ojos como platos.
Era el hombre de la foto, Berroa; con una ropa con la que Raab nunca lo había visto. No llevaba chaqueta de cuero y vaqueros, sino traje.
Y placa.
– Creo que ya conoce al agente especial Espósito, ¿verdad, señor Raab? Pero si necesita que le refresquen la memoria, siempre podemos poner las grabaciones de sus reuniones, si le parece.
Raab levantó la mirada, con el semblante pálido. Lo habían pillado. La había jodido.
– Como le hemos dicho al principio -dijo el agente Ruiz, empezando a recoger las fotos con una sonrisita-, este tipo de cosas suele salir mejor cuando la gente no tiene nada que ocultar.
5
Kate por poco pierde el tren de las 12.10 en Fordham para ir a casa de sus padres en Larchmont. Se metió en el último vagón cuando las puertas estaban a punto de cerrarse.
No alcanzó más que a coger unos cuantos enseres personales y, por el camino, dejar un críptico mensaje para Greg.
– Ha pasado algo con Ben. Voy para casa. Te avisaré cuando sepa algo más.
Hasta que el tren no hubo salido de la estación y Kate se enfrentó al vacío del vagón propio de aquella hora del día, no cayó en la cuenta -o, mejor dicho, se estrelló en la cuenta- de lo que había dicho su madre.
El FBI había detenido a su padre.
Si no le hubiera notado el pánico en la voz, habría creído que se trataba de alguna broma. Blanqueo de dinero, conspiración… Era un disparate. Su padre era una de las personas más íntegras que conocía.
Claro que de vez en cuando se las arreglaba para llevarse alguna comisión, o cargaba alguna que otra comida familiar en la cuenta de la empresa o amañaba algún que otro impuesto… Todo el mundo lo hacía.
Pero la ley RICO… instigación a actividades empresariales delictivas… el FBI… No tenía ni pies ni cabeza. Conocía a su padre; sabía qué clase de hombre era. De ninguna manera podía…
Kate compró el billete al revisor y luego apoyó la cabeza en la ventana, tratando de recobrar el aliento.
Su padre siempre decía que para él la reputación lo era todo. En ella se basaba su negocio. No disponía de comerciales, ni de un elaborado programa de arbitraje ni de un cuarto trasero repleto de vendedores reventándose a trabajar. Se tenía a sí mismo. Tenía sus contactos, sus años en el sector. Tenía su reputación. ¿Qué podía contar más que su palabra?
Kate recordaba que una vez se había negado a gestionar una gran operación inmobiliaria -una cifra que alcanzaba los siete ceros-, sólo porque el albacea se la había ofrecido también a un competidor amistoso de la misma calle y a papá no le hacía gracia que pareciera que había negociado en contra de su amigo para llevarse el encargo.
Y en otra ocasión había aceptado, al cabo de dos años, la devolución de un diamante de ocho quilates de una venta privada en la que había ejercido de agente. Sólo porque algún tasador sinvergüenza que el comprador había conocido más tarde insistía en que la piedra estaba algo gastada. Una venta de siete cifras. ¿Gastada? Hasta Em y Justin le dijeron que era una locura. ¡La piedra era la misma! Lo que pasaba es que aquella mujer ya no la quería.
El tren de la línea Metro-North pasó traqueteando por delante de las obras del Bronx. Kate se encogió en el asiento. Estaba preocupada por él, por cómo debía de sentirse. Cerró los ojos.
Era la mayor, por seis años. ¿Cuántas veces le había dicho su padre el vínculo especial que eso creaba entre ellos? «Es nuestro secretillo, corazón.» Hasta tenían su propio saludo personal. Lo habían visto en alguna película y con él se habían quedado: un gesto con el dedo.
Ella era algo distinta del resto de la familia. Tenía los ojos grandes y era guapa; todo el mundo le decía siempre que se parecía a Natalie Portman. El cabello, castaño claro, le llegaba a los hombros. El resto de los miembros de la familia eran más gruesos, y morenos. Y esos profundos ojos verdes… ¿de dónde salían? «Esos cromosomas majaras -explicaba siempre Kate-. Ya sabes, el Y dominante-recesivo, que salta una generación.»
– Guapa -le decía su padre tomándole el pelo-; no entiendo cómo has salido tan lista.
Apoyada en el cristal, Kate pensó en cuántas veces había acudido en su ayuda.
En ayuda de todos.
En cómo salía antes del trabajo para ir a casa y llegar a tiempo a sus partidos de fútbol del instituto. En una ocasión incluso adelantó un día un vuelo de vuelta de Asia, cuando su equipo llegó a las finales del distrito. O cómo conducía por todo el nordeste para asistir a los torneos de squash de Emily -estaba clasificada entre las primeras del campeonato de alevines del condado de Westchester- y lograba aplacarla cuando ese famoso temperamento suyo alcanzaba sus máximas cotas al perder un partido difícil.
O los tiempos de Brown, después de que Kate enfermara, cuando ella empezó con lo del remo y él conducía hasta allí los fines de semana para verla remar.
Kate siempre había creído que su padre era un tipo entregado a su familia porque en su juventud él no había disfrutado mucho de la suya. Su madre, Rosa, había llegado de España cuando él era niño. Su padre había muerto allí, de un accidente con un tranvía o algo así. Lo cierto es que Kate nunca había sabido gran cosa de él. Y su madre también había muerto joven, cuando él empezaba a pagarse los estudios en la Universidad de Nueva York. Todo el mundo admiraba a su padre: en el club, en su empresa, sus amigos… Por eso aquello no tenía ni pies ni cabeza.
«¿Qué coño has hecho, papá?»
De pronto, Kate empezó a sentir como si le estallara la cabeza. Notó la familiar sensación de presión atravesándole los ojos, la sequedad en la garganta seguida de un repentino cansancio.
«Mierda.»
Sabía qué podía venir después. Siempre le pasaba con la tensión. Le bastó un segundo para reconocer los síntomas.
Revolvió el bolso en busca del Accu-Chek, su medidor sanguíneo. Se la habían diagnosticado a los diecisiete años, en el último curso del instituto: Diabetes. Tipo 1. Así como suena.
Al principio Kate se había deprimido un poco. Su vida cambió radicalmente. Tuvo que dejar de jugar a fútbol. No se presentó a las pruebas de acceso a la universidad. Los sábados por la noche, cuando todo el mundo salía a comer una pizza o de fiesta, ella tenía que controlar estrictamente su dieta.
Y una vez incluso había caído en un coma hipoglucémico. Estaba en la cafetería del instituto empollando para un examen cuando los dedos se le empezaron a entumecer y se le cayó el bolígrafo de la mano. Kate no sabía qué le pasaba. Empezó a ver las caras algo borrosas; trató de gritar «¿Qué demonios pasa?».
Lo siguiente que recordaba era que se había despertado en el hospital al cabo de dos días, enganchada a lo que debía de ser una docena de monitores y tubos. De eso ya hacía seis años. En este tiempo había aprendido a lidiar con ello, aunque aún tenía que pincharse dos veces al día.
Kate se clavó la aguja del Accu-Chek en el índice. El instrumento digital marcaba 282. Lo normal en ella era unos 90. Madre mía, estaba por las nubes.
Hurgó en el monedero hasta encontrar el kit. Siempre tenía uno de recambio en el frigorífico del laboratorio. Sacó una jeringuilla y el frasco de Humulin. El vagón del tren no estaba abarrotado; no había ninguna razón para no hacerlo ahí mismo. Levantó la jeringuilla y la introdujo en la insulina, extrayendo el aire: 18 unidades. Kate se arremangó el jersey. Para ella era pura rutina. Llevaba seis años haciéndolo dos veces al día.
Se clavó la aguja en la parte blanda del vientre, bajo el tórax. Apretó suavemente.
Qué lejos parecía ahora aquella inquietud inicial sobre lo que implicaba vivir con diabetes. Había entrado en Brown. Se había centrado en otra cosa, había empezado a pensar en la biología. Y allí empezó a remar. Al principio sólo para hacer ejercicio pero con el tiempo, remar imprimió a su vida un nuevo sentido de la disciplina. En tercero -aunque sólo medía 1,65 y apenas pesaba 52 kilos- había quedado segunda en la liga All-Ivy de individuales.