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Sonrió. Contuvo las lágrimas. Había un nombre grabado bajo la foto.

Pilar.

86

A Kate le llevó varios días sentirse preparada para volver a verlo. Unos días para ponerse otra vez al día con la medicación y estar fuerte de nuevo.

Se reunió varias veces con la policía y el FBI para contar lo que había sucedido en el laboratorio. Todo lo que había sucedido, esta vez. Reprodujo esos últimos momentos más de cien veces. ¿Podía haber apretado ese gatillo? ¿Podía haberlo apretado él? La entristecía inevitablemente. Al menos ya se había acabado. La deuda de Raab estaba saldada. Él la había criado. Por un lado, aún lloraba por él, independientemente de lo que hubiera hecho.

Él estaba en lo cierto. «No puedes borrar veinte años de un plumazo.»

Kate y Greg quedaron para tomar un café en el Ritz, una cafetería que había en la esquina de su loft.

– Esta vez no habrá secretos -prometió Greg.

Y Kate estuvo de acuerdo. No tenía claro lo que sentía. No tenía claro si lo que Mercado le había dicho cambiaba las cosas. Lo único que Greg dijo fue:

– Sólo quiero que me des la oportunidad de demostrarte lo que siento.

¿Y qué sentía ella?

Kate llegó unos minutos tarde, tras tomar el tren en Long Island. Él seguía pareciéndole guapo, con el pelo castaño despeinado, vestido con un largo abrigo de lana y bufanda. Kate sonrió: esa sangre latina, ¡si no era más que noviembre!

Al verla, Greg se levantó. Ella se le acercó.

– Dichosos los ojos -la saludó, sonriendo.

Ella le devolvió la sonrisa. La primera vez que él había intentado utilizar esa expresión en inglés, en su segunda cita, había dicho algo así como «Me duelen los ojos».

Pidieron y él trajo la bandeja hasta la mesa.

– Con un poco de canela, ¿no?

Kate asintió. Llevaban haciendo lo mismo cuatro años. Él, por fin, había aprendido.

– Gracias.

Al principio, hablaron de cualquier cosa. De Fergus, que la echaba de menos, claro. Y ella también lo echaba de menos. De la factura de la luz, que ese mes había subido mucho. De una de sus vecinas de la escalera, que había tenido gemelos.

– ¿Cómo te llamas? -lo interrumpió Kate.

Clavó la mirada en sus ojos color agua de mar. En ellos podía leerse una expresión lastimera y algo culpable, como si dijeran: «Kate, esto está acabando conmigo».

– Ya sabes mi apellido -respondió Greg-. Es Concerga. La hermana de mi madre se casó con alguien de la familia Mercado hace diez años. Es la esposa de Bobi, el hermano menor.

Kate asintió al tiempo que cerraba los ojos. Había estado conviviendo con un extraño todos esos años. Nunca había oído hablar de esa gente.

«¿Y qué siento yo?»

– Te juro que nunca quise que nada te hiciera daño, Kate. -Greg le tendió la mano-. Sólo me dijeron que te vigilara. Me mandaron aquí a la escuela. Al principio no era más que un favor. No para tu padre, Kate, te lo juro, sino para…

– Lo sé, Greg -lo interrumpió Kate-. Mercado me lo contó. Me lo contó todo.

Todo cuanto tenía que saber.

Greg le asió la mano con los dedos.

– Ya sé que sonará muy cursi, pero siempre te he querido, Kate. Desde el día que te conocí. Desde que te oí pronunciar mi nombre por primera vez. En el templo…

– Te lo destrocé, ¿verdad? -dijo Kate, sonrojándose-. «Greygori…»

– No. -Greg sacudió la cabeza. Tenía los ojos brillantes de lágrimas-. A mí me sonó a música celestial.

Kate lo miró fijamente. Se echó a llorar, incapaz de contenerse. Era como si todo lo que había estado guardándose durante ese año -la caída en desgracia de su padre, la muerte de su madre entre sus brazos, conocer a su verdadero padre- brotara incontrolablemente. Greg se sentó junto a ella en el reservado y la envolvió entre sus brazos. Ella dio rienda suelta al llanto.

– Kate, ¿podrás volver a confiar en mí alguna vez? -Greg la estrechó, apoyando la cabeza en el hombro de ella.

Ella sacudió la cabeza.

– No lo sé.

Puede que lo que el anciano le había dicho al final cambiara las cosas, sólo un poco. La manera en que la había mirado, sin ya nada en su vida que proteger, y le había dicho, en paz: «Tuve que elegir».

Puede que todos tuviéramos que elegir, pensó Kate. Puede que todos tuviéramos un sitio, en algún lugar entre la certidumbre y la fe, la verdad y las mentiras. Entre el odio y el perdón.

Un Código azul.

– No sé. -Kate levantó la cara de Greg hasta la suya-. Lo intentaremos.

Greg la miró, eufórico.

– Prométeme que nunca más nos ocultaremos nada el uno al otro -dijo ella-. Se acabaron las mentiras.

– Te lo prometo, cariño, se acabaron las mentiras.

La estrechó entre sus brazos y Kate pudo sentir en su abrazo lo emocionado que estaba.

– Por favor, vuelve, Kate -le rogó-. Te necesito. Y creo que a Fergus le gustaría saludarte.

– Sí -asintió. Se secó las lágrimas con el dorso de la mano-. A mí también me gustaría saludarlo, me parece.

Se levantaron y salieron a la Segunda Avenida. Greg la rodeó con el brazo.

Kate dejó caer la cabeza sobre el hombro de él mientras caminaban. Todo le era familiar. Su vida. Rosa's Foods, el pequeño colmado donde compraban. La tintorería coreana. Era como si llevara mucho tiempo fuera y ahora estuviera en casa.

Al girar en la calle Siete, Kate se detuvo. Sonrió.

– Entonces, ¿hay algo más que quieras decirme antes de entrar, ahora que hemos puesto las cartas sobre la mesa?

– ¿Sobre la mesa?

– Antes de abrir esa puerta, Greg. Porque cuando lo hagamos, empezaremos de nuevo. Quiénes somos. Adónde vamos a partir de aquí. Nunca podremos volver atrás. Es un regalo, Greg, una oportunidad de pasar página y dejar atrás el pasado. Una última oportunidad.

– Sí, hay algo. -Greg agachó la cabeza. Tomó a Kate por los hombros y la miró fijamente a los ojos-. No sé si te lo he dicho nunca -bromeó-, pero la verdad es que no aguanto a los perros.

87

– Y así están las cosas. -Kate se encogió de hombros, asiendo con los dedos el puño cerrado de Tina, en su habitación individual del hospital-. Ya hace dos semanas. Nos estamos centrando en lo de la confianza. No me ha fallado, Tin. No sé, creo que igual sale bien.

Kate acarició el rostro terso y pálido de su amiga. A Tina le temblaban los párpados. De vez en cuando, movía la boca. Sin embargo, era algo a lo que ya se habían acostumbrado. En las últimas semanas, su estado había mejorado. Le había descendido la presión intracraneal. Ya no llevaba la cabeza vendada y tampoco el tubo para respirar. Ya respiraba sola. Según la escala de Glasgow, su estado comatoso se había incrementado hasta 14. Los médicos estaban casi seguros de que despertaría. Dentro de un mes o cualquier día.

Pero entonces, ¿qué? Ésa era la pregunta que nadie podía responder.

– Vuelvo a estar en el laboratorio -dijo Kate. Recorrió con la mirada extraviada los monitores que había junto a la cama de Tina: la curva amarilla estable de su pulso, la lectura de su tensión-. Me siento bien. Packer me ha mandado acabar lo de Tristán e Isolda. Doscientas sesenta y cuatro pruebas, Tin. ¿No te parece increíble? Estamos empezando a escribir un artículo. La P &S Medical Review nos lo va a publicar. Y he estado trabajando en la tesis. Más vale que muevas el culo. Como tardes mucho más, cuando te despiertes me tendrás que llamar «doctora».

Kate sintió que le tiraban de la mano. Según los médicos, no era más que un reflejo. Pasaba a menudo. Kate miró a su amiga. Le temblaron los párpados.

Habían pasado tantas cosas… ¿cómo iba Kate a contárselo todo?

– Se me hace raro, Tin -dijo Kate mirando por la ventana-, pero lo llevo bien, lo que le pasó a papá. Por lo menos se ha acabado. De un modo extraño. Seguramente Greg me hizo un favor. Papá tuvo su merecido. Pero lo que yo me pregunto es si lo hubiera apretado, Tin. Aquel gatillo, si no hubiera llegado Greg. Y creo que la respuesta es sí. Lo habría hecho. Era mi padre quien estaba ahí tendido. Lo habría hecho… ¡por él!