A Hugh Sidey, editor de Random House en Gran Bretaña. Todo el mundo necesita que alguien crea en él por primera vez. ¡Ya te encontrarás en la puerta esa caja de vino que te debo desde hace tanto!
A Holly Pera, sargento de homicidios del Departamento de Policía de San Francisco, mi Lindsay Boxer en la vida real, que tuvo la deferencia de compartir conmigo su tiempo y experiencia y me enseñó a pensar como un policía.
Al doctor Greg Zorman, mi cuñado y responsable de personal en el Hospital Lakeside de Hollywood, Florida, corrector médico a mi servicio, quien durante tantos años me ha hecho parecer mucho más listo e ilustrado en medicina de lo que en realidad soy.
A Amy Berkower y Simon Lipskar, de Writers House, que tomaron un bosquejo que había improvisado durante un paréntesis entre libro y libro para Patterson y le dieron alas a mi carrera. Simon, tus perspicaces observaciones sobre lo que está escrito en la página y tu incansable defensa de lo que hay tras ella han hecho de esta transición un viaje fabuloso.
A Lisa Gallagher y David Highfill, de William Morrow/Harper-Collins, por creer tan firmemente en ese bosquejo… ¡y en mí! David, Código azul es una historia mucho mejor gracias a los flujos y reflujos que se suceden según avanza. Pero sobre todo gracias por eliminar -al menos eso espero- el prefijo «co» de coautor de la descripción de mi trabajo para el resto de mi vida. Gracias también a Lynn Grady, Debbie Stier y Seale Ballenger, por su compromiso y por la energía invertida en hacer avanzar el libro.
A mi hermana, Liz Scoponich, y a mi amigo Roy Grossman, los primeros lectores de Código azul, por tomaros en serio esa responsabilidad y por vuestras ideas, de verdad constructivas. Lo mismo va para Maureen Sugden, correctora por excelencia, a quien nunca he conocido, pero cuya impronta se abrió paso con grandes letras en tinta roja y en cada página. (¡En cada maldita página!)
Y gracias atrasadas, desde hace mucho, a Maureen Egen, antigua vicepresidenta y editora de Hachette Group Book (Estados Unidos), por ver algo en aquel primer manuscrito tantas veces rechazado y pasárselo a Jim, hace ya casi diez años.
Sin embargo, este libro contiene sobre todo el espíritu y la fe de tres personas que me pusieron en camino y no dejaron que me apartara de él, ni con los libros ni con la vida:
Jim Patterson, cuya llamada, cuando menos lo esperaba, cambió mi vida como escritor.
Mi esposa, Lynn, cuya fe en mí jamás decayó, y que lleva veinticinco años sin dejar que me desvíe de mi curso.
Y mi madre, Leslie Pomerantz, también por su fe en mí, por esperar pacientemente mientras los créditos que llevaban mi nombre iban pasando de letra diminuta a letra pequeña, y de letra pequeña a letra grande con cada libro. Sospecho que ahora mismo seguramente estará paseándose con éste arriba y abajo y presumiendo de él.
Andrew Gross