– Claro que no, campeón.
Su padre lo atrajo hacia él, acarició su espeso cabello castaño y miró por encima de su hombro a Kate.
– Nadie de esta familia va a ir a la cárcel.
8
Luis Prado no era hombre de muchas preguntas.
Llevaba cuatro años en Estados Unidos. Según sus papeles, estaba allí para visitar a una hermana, pero era falso. No tenía familia en el país.
Había venido a trabajar. Lo habían escogido por el modo en que se manejaba en su país, y lo que hacía, lo hacía muy bien.
Se encargaba de algunos asuntos para los Mercado. Trabajos sucios, de esos que se hacen obligado por un juramento. Sin mirar a la gente a la cara, como si fuera transparente. Sin preguntar por qué.
De ese modo había salido de las barriadas de Cármenes y había podido enviar dinero a su mujer y a sus hijos… más del que jamás habría podido imaginar si se hubiera quedado en las barriadas. Así es como pagaba los elegantes trajes que llevaba y las mesas privadas en las salas de salsa… y las mujeres que allí conocía de vez en cuando y que lo miraban con orgullo.
Era lo que lo distinguía de los desesperados [3] de su país. Hombres sin ningún valor. Sin importancia. Nada.
El chófer, un chaval con pinta de gallito llamado Tomás, jugaba con el dial de la radio del Cadillac Escalade mientras conducía.
– ¡Ja! -Tamborileó con las manos en el volante al ritmo invariable de la salsa-. José Alberto. El Canario.
El chaval no tendría más de veintiún años, pero ya se había estrenado y era capaz de conducir por el interior de un edificio si tenía que salir por el otro lado. No tenía miedo y era bueno, aunque tal vez algo imprudente, pero eso era justo lo que necesitaba ahora. Luis ya había trabajado antes con él.
Salieron del Bronx por el norte. Atravesaron una serie de barrios que nunca habían visto; sitios que, cuando Luis era pequeño y vivía en su país, se ocultaban tras verjas altas, con guardias en las entradas. Tal vez, pensaba Luis al pasar, si cumplía los encargos y jugaba bien sus cartas, algún día viviría en una casa como ésas.
Tras dejar la autopista, recorrieron la carretera prestando mucha atención. Volvieron sobre ella para asegurarse de conocer los semáforos, las curvas. Habría que volver a pasar por aquella ruta, rápido, cuando se fueran.
La cosa se remontaba a muy atrás, pensó Luis. Primos, hermanos. Familias enteras. Todos hacían el mismo juramento. Fraternidad. Si tenía que morir por su trabajo, que así fuera. Era un vínculo de por vida.
Bajaron por una calle oscura y sombreada, se detuvieron delante de una gran casa y apagaron las luces del coche. Alguien paseaba un perro a la orilla del agua. Esperaron hasta que dejó de estar a la vista y comprobaron los relojes.
– Vamos, hermano. -Los dedos de Tomás tamborileaban sobre el volante-. ¡A bailar salsa!
Luis abrió la cartera que tenía a los pies. Su jefe había dado instrucciones muy precisas para este trabajo y lo que había que hacer exactamente. A Luis tanto le daba. No conocía a la persona. Para él ni tan siquiera tenía nombre. Sólo le habían dicho que podían hacer daño a la familia, y con eso bastaba.
Con eso ya estaba todo dicho.
Luis nunca pensaba mucho en los detalles cuando se trataba de trabajo. De hecho, al salir del coche, delante de la lujosa y bien iluminada casa, y sacar la pistola automática TEC-9 con un cargador extra, sólo se le cruzó una palabra por la mente: maricón [4]; esto es lo que pasa cuando le haces daño a la familia.
9
Kate decidió quedarse esa noche en casa de sus padres. Su madre estaba hecha polvo y se encerró en la habitación; Emily y Justin parecían traumatizados. Kate hizo cuanto pudo por tranquilizarlos. Su padre nunca les había fallado, ni una sola vez, ¿no? Esta vez no estaba segura de que se lo creyeran. A eso de las nueve, Em conectó su iPod y Justin volvió a su videojuego. Kate descendió a la planta baja.
Había una luz encendida en el estudio. Allí estaba su padre con una revista en el regazo, viendo la CNN en la descomunal tele de plasma.
Kate llamó discretamente a la puerta. Su padre levantó la vista.
– ¿Es buen momento para hablar de mi asignación para el alquiler? -Se quedó en el umbral, haciendo una mueca.
En el rostro de su padre se dibujó una sonrisa.
– Si se trata de ti, siempre es buen momento, corazón. -Bajó el volumen de la tele-. ¿Ya te has pinchado?
– Sí -asintió Kate poniendo los ojos en blanco-. Me he pinchado. He ido a la universidad, papá. Prácticamente vivo con un médico. Tengo veintitrés años.
– Vale, vale… -Su padre suspiró-. Ya lo sé… es instintivo.
Kate se acurrucó junto a él en el sofá. Por un momento eludieron lo obvio. Él le preguntó por Greg, por cómo marchaba todo en el despacho.
– Con la citosis fago…
– Citosis fagocitaria, papá. Y es un laboratorio, no un despacho. Algún día estarás orgulloso de mí por lo que hacemos. Pero nunca sabrás pronunciarlo.
Ben volvió a sonreír y dejó la revista.
– Yo siempre estaré orgulloso de ti, Kate.
Kate miró a su alrededor. La sala de estar estaba llena de fotos de todos los viajes que habían hecho. Colgada en la pared, había una máscara de los indios del noroeste que habían comprado cuando fueron a esquiar a Vancouver. Una cesta africana que habían traído de Botswana, adonde habían ido de safari. Kate siempre se había sentido a gusto en esa sala, repleta de los más cálidos recuerdos. Ahora todos esos recuerdos parecían amenazados.
Kate lo miró a los ojos.
– Papá, tú me lo dirías, ¿verdad?
– ¿Decirte el qué, cariño?
Vaciló.
– No sé. Si de verdad has hecho algo malo.
– Ya te lo he dicho, Kate. Mel cree que contamos con buenas posibilidades para enfrentarnos a esto. Dice que la ley RICO…
– No me refiero desde el punto de vista legal, papá. Quiero decir si de verdad has hecho algo malo. Algo que debamos saber.
Se volvió hacia ella.
– ¿Qué es lo que me estás preguntando, Kate?
– No estoy segura. -No le salían las palabras-. Si supieras…
Él asintió, sin apartar los ojos de ella, y entrecruzó las manos. No respondió.
– Es que para mí es importante, papá, saber quién eres. Todas estas cosas, estos viajes, el modo en que siempre hablábamos de la familia… para mí no son simples palabras, fotos y recuerdos. En este momento todos necesitamos creer en algo para pasar por esto, y yo escojo creer en ti porque es en lo que siempre he creído. -Kate sacudió la cabeza-. Ahora mismo no es que me apetezca mucho empezar a buscar a otra persona.
Ben sonrió.
– No hace falta, corazón.
– No me cuesta nada animar a mamá -dijo Kate con los ojos brillantes- y recordarles a Emily y Justin que tú nunca nos fallas… ¡porque nunca lo has hecho! Pero tengo que saber, por encima de todo, papá, que la persona que ha entrado esta noche por esa puerta, y que mañana va a salir a luchar como sé que lo harás, es la misma que he conocido toda mi vida. La persona que siempre creí conocer.
Su padre la miró, luego le tomó la mano y se la masajeó, tal como ella recordaba de cuando estaba enferma.
– Soy el mismo hombre, corazón.
Los ojos de Kate se llenaron de lágrimas. Asintió.
– Ven aquí…
La atrajo hacia sí y Kate apoyó la cabeza en él. La hizo sentir como siempre que estaba entre sus brazos. A salvo. Especial. A miles de kilómetros de cualquier amenaza. Se secó las lágrimas de la mejilla y levantó el rostro hacia él.
– Blanqueo de dinero, conspiración… -dijo mirándolo a los ojos-. No encaja contigo, papá.