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Los animales ya estaban lo bastante cerca para tocarse entre sí. Los zarcillos urticantes quedarían contenidos, crispándose de vez en cuando. Para estos animales era muy difícil no agredirse mutuamente. Anna estaba casi segura de que en ese punto los zarcillos de apareamiento aún estaban recogidos. Pero pronto —al cabo de unos cuantos días— quedarían extendidos. El intercambio de material en ese momento era muy breve; y después quedaba el largo y lento proceso de la desunión, no en el sentido físico, que resultaba fácil y concluía casi de inmediato, sino en el emocional. Una vez más estaba utilizando palabras cargadas de contenido, estaba interpretando.

Durante varios días más los animales repetirían su mensaje de tranquilidad y sus declaraciones de identidad. Yo soy yo. No tengo intención de hacer daño. Poco a poco los colores se desvanecerían; los ritmos se harían más lentos; las pautas se volverían más erráticas; uno a uno, los seudosifonóforos saldrían al océano.

Se detuvo y contempló la bahía. Adoraba los animales. No soportaba la idea de no publicar. ¿Quién era Nicholas para ella? Un desconocido, un traidor. Le diría que sí a la comandante.

Regresó a su habitación a paso vivo, temerosa de cambiar de idea, y llamó una y otra vez hasta que localizó a la comandante.

Cuando le dio la respuesta, el rostro severo se iluminó con una sonrisa.

—Fantástico. Venga al recinto esta noche. Hay alguien que quiero que conozca. Creo que le caerá bien. Una cosa más, miembro: a partir de este momento, desde la conversación que mantuvimos esta mañana, todo lo que le diga es secreto.

Anna asintió.

Se metió en la cama y se quedó tendida, sin poder pegar un ojo. No era una situación deseable. Se estaba metiendo en algo éticamente ambiguo y posiblemente estúpido y que, sin duda, ocurría a espaldas de ella. Al cabo de un rato se adormiló y tuvo pesadillas en las que aparecían la barca de investigación y montones de tentáculos.

La despertó la alarma del reloj. Se levantó y se dio una ducha, se vistió y fue hasta el recinto. Ahora se hacía de noche muy temprano y el cielo estaba lo suficientemente oscuro para que se vieran las estrellas. Sobre su cabeza brillaba el centro de una galaxia, una banda de luz pálida. Se veían dos gigantes gaseosos: uno exactamente encima de ella (rojizo), el otro por encima del recinto (amarillo).

El guardián de la puerta tenía un nombre. Otro soldado la condujo hasta el despacho de la comandante: una habitación amplia, cubierta de paneles que no podían ser de madera pero que la imitaban muy bien. En una pared había un holograma de la Tierra vista desde el espacio, con nubes blancas que se deslizaban y todo el planeta girando muy lentamente.

No había escritorio, sólo cuatro sillas bajas y cómodas que rodeaban una mesa pequeña. Sobre ésta había un servicio de té de plata y tres tazas de porcelana. Era lo último que Anna esperaba encontrar. Tal vez no acababa de entrar en el mundo del espionaje. Tal vez aquello era El País de las Maravillas o la Tierra de Oz.

Miró a la comandante. No se había convertido en Mad Hatter ni en Scarecrow, y el hombre menudo sentado en la silla de al lado tenía un aspecto absolutamente corriente.

—Éste es el capitán Van —anunció la comandante—. Es uno de nuestros traductores.

Él se puso de pie. Se estrecharon la mano y se sentaron. La comandante sirvió té. Era de color marrón oscuro. Hindú. Una bandeja contenía bocadillos pequeños. La comandante se los ofreció.

El capitán Van dijo:

—La comandante tiene un curioso sentido del humor. Si va a trabajar con nosotros, será mejor que lo sepa. Pero no afecta a la calidad de su trabajo.

La comandante sonrió y se comió el bocadillo, y luego cogió un ordenador con pantalla.

—Todo lo que voy a decirle y lo que va a decirle el capitán es secreto. Está protegido formalmente, con sellos y llaves y el código «confidencial». Ahora bien, en algunos casos esto nunca tendría que haber sido así. El material no es delicado y jamás lo ha sido. En otros casos, el material fue delicado hace veinte años, pero ya no lo es. En unos cuantos casos vamos a transmitirle información que realmente no queremos que se filtre. En todos los casos, si habla, se meterá en un lío. ¿Comprendido?

Anna asintió y cogió otro diminuto bocadillo. Estaban deliciosos.

La comandante encendió la pantalla.

—Muy bien. Una nave llamada Free Market Explorer desapareció hace veinte años. —Sonrió—. Por el nombre podría parecer un carguero. Era una nave de larga distancia, muy veloz, la mayor que teníamos en ese momento, y desapareció en el espacio hwar. Siempre supusimos que había sido destruida.

»Una de las personas que viajaban a bordo del Free Market Explorer era un hombre llamado Nicholas Sanders. Era un capitán del servicio de información militar. No tendría que haberlo sido. No tenía la personalidad adecuada. Pero en ese momento era una de las pocas personas que hablaba con verdadera fluidez la principal lengua hwar.

—Y es el hombre que está aquí —concluyó Anna.

La comandante asintió.

—No disponemos de una identificación definitiva, pero estoy casi segura. Sanders tenía veintiséis años cuando su nave desapareció. Ahora tendría cuarenta y siete, y creo que ésa es aproximadamente la edad de nuestro Nicholas. Ha vivido durante veinte años tras las líneas enemigas.

—¿Le apetece un poco más de té? —preguntó el capitán Van.

Anna asintió.

El capitán sirvió el té y la comandante prosiguió:

—Tendré que explicarle algo sobre el problema de reunir información en esta… ¿cómo llamarlo? Nunca se ha declarado una guerra. Y nunca libramos una verdadera batalla. Durante cerca de cuarenta años se han realizado viajes de exploración, misiones de espionaje, y de vez en cuando ha habido alguna escaramuza.

Bajó la vista y observó la pantalla.

—Existen varios problemas. Para empezar, la inmensidad del espacio y la naturaleza de la travesía FTL. No tenemos ninguna garantía de que los alienígenas vinieran desde algún lugar cercano. Pensamos, aunque no estamos seguros, que se expandieron muy rápidamente desde su sistema de origen, como hicimos nosotros. Creemos que estamos buscando dos esferas enormes y casi vacías que han entrado en contacto, que se están tocando ligeramente. He dicho que las esferas están vacías. Están llenas de estrellas: miles, tal vez millones; y estamos buscando quizás una docena de mundos habitados.

Una buena oradora, pensó Anna, aunque seguía teniendo la sensación de estar en una fiesta delirante. Se debía a la combinación de distancias enormes y bocadillos diminutos, y al menudo capitán sentado en silencio, casi dormido. Empezaba a parecerse a un lirón.

—Éstos son unos problemas —puntualizó la comandante—. Problemas de escala. Los otros problemas tienen que ver con la psicología.

»Los alienígenas son paranoicos o cuidadosos, o tal vez otra cosa que no comprendemos, algo completamente ajeno. La primera vez que los vimos estaban preparados para la guerra. Nos esperaban, a nosotros o a algún otro enemigo. Sus naves y sus estaciones estaban armadas y contaban con trampas explosivas. Nunca hemos capturado una nave que conservara el sistema de navegación intacto.

»Y siempre han existido problemas para interrogar a los alienígenas, a los pocos que hemos podido capturar. Al principio no teníamos forma de hablarles. Finalmente, logramos decodificar… ¿sería el término correcto?… su lengua principal. Nicholas Sanders formaba parte del equipo que lo hizo. Tiene una gran facilidad para los idiomas.