¿Cómo podía resistirse? Observó la partida. Los guerreros esgrimían espadas y pancartas. Los elefantes se amontonaban. Los caballos de los generales se encabritaban. Los consejeros se deslizaban como si los hicieran sobre cojinetes. Los emperadores avanzaban con energía y las peligrosas reinas se movían hacia delante con un curioso, tambaleante e inseguro andar.
Muy impresionante, aunque no cabía duda de que era un holograma. Los colores resultaban demasiado pálidos. Los rojos y los blancos tenían un aspecto perlado e iridiscente, y las figuras carecían de solidez aunque fuesen tridimensionales y mostraran bellos detalles. De vez en cuando parpadeaban y se desvanecían un instante.
Dos ejércitos fantasmas, pensó Anna. ¿Por qué luchaban?
—¿Eso no es muy caro?—preguntó.
—¿El tablero? Sí. Pero en el espacio no hay muchas cosas en las que gastar dinero. Me gustan el ajedrez y los juguetes caros.
Gislason siguió jugando hasta que el avión comenzó su descenso. Entonces apagó el tablero. Las diminutas y fantasmales figuras se desvanecieron. Plegó el tablero y lo dejó a un lado mientras el avión se posaba… en el agua. Estaba segura. El aparato redujo la marcha, giró y finalmente se detuvo. La puerta que tenían delante, la que conducía al lugar donde estaba la cafetera, se abrió. Salió el soldado de las cejas azules.
—Debemos movernos con rapidez, teniente. La capa de nubes empieza a rasgarse.
Gislason asintió y se puso de pie.
—¿Miembro?
Ella siguió a ambos hasta la puerta exterior. Cejas Azules la abrió y se zambulló en la oscuridad. Anna lo oyó chapotear.
—Un metro de profundidad —dijo—. Y está fría.
—Miembro —dijo Gislason.
Anna saltó, tocó el agua y enseguida fondo. La arena se movió bajo sus pies. Empezó a caer y el soldado la cogió.
—¿Se encuentra bien, miembro?
—Sí.
Caminaron lentamente hasta la orilla, seguidos por Gislason. Cuando llegaron a tierra firme, ella volvió la vista atrás. En la puerta había otro soldado, esta vez una mujer. Cerró la puerta y la luz que salía del avión se apagó. Un instante más tarde vio una linterna en la mano del soldado de las cejas azules. La enfocó por delante de ellos, sobre una playa rocosa.
—Vamos.
Ella volvió a seguirlo como si estuviera en medio de un sueño. La luz de la linterna hizo visibles las piedras y luego la vegetación musgosa. Ascendieron por una pendiente. Alrededor de ellos había objetos, aproximadamente de la misma altura que las personas, pero estaban inmóviles y en silencio. ¿Qué eran?, pensó Anna. El soldado levantó su linterna y enfocó el haz de luz sobre un árbol lleno de tocones. Una gruesa pelusa cubría el tronco y las ramas. No tenía hojas.
—¿Dónde estamos? —preguntó Anna—. ¿En la mitad sur del continente?
—Creo que no puedo decírselo —respondió Gislason.
Si hubiera sido de día, podría haber buscado animales con caparazón y garras. Pero tales animales eran diurnos. Tanto ellos como sus depredadores necesitaban el calor del sol.
La luz de la linterna mostró un acantilado que se extendía por delante de ellos, bajo y de piedra oscura y desigual, con una abertura por la que entraron: una cueva poco profunda. Al fondo había una puerta. Anna la habría pasado por alto incluso con luz de día. Estaba muy bien disimulada.
El soldado empujó y la puerta se abrió. Más allá de ésta se extendía un pasillo de hormigón, con tubos encendidos en el cielo raso. La luz que proyectaban era pálida y tenía un matiz azul.
—Bienvenida a Camp Freedom{Freedom significa literalmente libertad. (N. de la T.)} —anunció el soldado.
XIV
Entraron: primero Anna, luego Gislason y por fin el soldado, que cerró la puerta. Por el lado interior era de metal y tenía una rueda. El soldado la hizo girar como si estuviera cerrando la antigua cámara acorazada de un banco.
—Avance por el pasillo —le indicó Gislason.
Sus pasos retumbaron levemente. Anna no oyó nada salvo el zumbido de un sistema de circulación de aire. Unos cien metros más adelante llegaron a otra puerta. El soldado la abrió. Al otro lado había luces brillantes y se oía una melodía. Anna reconoció la canción. Había sido un éxito cuando ella llegó por primera vez al límite de la Confederación: Vivir en el límite de la Confederación. Ya no recordaba el nombre del grupo. Habían aparecido y desaparecido como un cometa. Pero aquella canción era fantástica: la mejor descripción que había oído de lo que suponía vivir «Donde nadie ha estado antes que yo / y todas las reglas son nuevas» y «los mensajes de la Tierra se convierten en ruido».
Sin embargo, en ese momento la música estaba demasiado alta y no logró entender las palabras. Un sistema de sonido que no era nada del otro mundo.
—¿Qué ocurre? —preguntó Gislason.
El soldado de las cejas azules se encogió de hombros.
Este otro pasillo tenía puertas a ambos lados. Pasaron junto a unas cuantas, todas cerradas, y finalmente llegaron ante una que estaba abierta. Gislason la cogió del brazo y la hizo entrar.
Un despacho corriente, con una mujer de aspecto corriente sentada detrás de un escritorio. Ni siquiera llevaba mohawk; el pelo —grueso, rizado y negro— le cubría la cabeza… Llevaba ropa de calle en lugar de uniforme militar: chaleco azul marino y blusa plateada del cuello alto. La corbata era oscura y estrecha y estaba sujeta con una aguja plateada con forma de delfín.
Gislason cerró la puerta. El volumen de la música bajó notablemente.
—¿Por qué hacen tanto ruido?
—Tenemos problemas con el aislamiento acústico —respondió la mujer—. Entre las habitaciones y el pasillo. En ningún otro sitio. No se oye nada de una habitación a otra, y el sonido no se filtra al exterior. Me he asegurado muy bien de eso. Pero teniendo en cuenta la situación, la música no me parece mala idea. —Hizo una breve pausa—. Y ayuda a levantar la moral. Nos recuerda que estamos luchando por la civilización humana. Usted debe de ser la miembro Pérez.
—Así es. Me gustaría saber exactamente en qué me he metido. ¿Dónde estoy? ¿Qué es este lugar? ¿Y qué ocurrirá con mi barca? ¿Acaso el enemigo, me refiero a los hwarhath, no será capaz de localizarla? ¿Qué pensarán cuando la encuentren vacía?
—No voy a contestar a todas sus preguntas —aseguró la mujer—. Le hablaré de la barca. A estas alturas… —miró el reloj—, debería estar hundida.
—¿Qué?
—Lo único que encontrará el enemigo serán los restos de un naufragio; la barca estará demasiado hundida para sacarla. Si la localizan o la llevan a la superficie, ¿qué pruebas encontrarán? —miró a Gislason.
—Las de un incendio originado en la galera —respondió—. Una avería eléctrica en la cafetera. Las llamas llegaron a los tanques de combustible y… ¡bum!
—Hijo de puta —dijo Anna.
—No tiene motivos para creer que la madre del teniente Gislason es en modo alguno responsable de la actual conducta de éste —puntualizó la mujer—. El enemigo no encontrará ningún cadáver, por supuesto. En el mar ocurren esas cosas. La corriente se los lleva. ¿Quién sabe adónde van a parar? Aunque siempre es posible que los cadáveres aparezcan tiempo después.
—¿Qué? —preguntó Anna.
—Un cadáver —dijo la mujer en tono tranquilizador—. No el suyo, por supuesto. El de Sanders. Preferiríamos conservarlo vivo. Sin embargo, debería ser posible conseguir la mayor parte de la información en una semana, o dos, o tres. Después de eso, podríamos liquidarlo, si resulta necesario.
¿Quién era aquella persona? Anna pensó rápidamente en los monstruos famosos de los dos últimos siglos. Nadie había demostrado con certeza que el doctor Menguele hubiese muerto. Pero al cabo de ciento noventa años… Y el coronel Peterson estaba enterrado bajo un monumento de granito negro, después de haber dedicado su vida (como decía la inscripción) a la causa de la salud pública de Estados Unidos.