Eran palabras que escocían, pero Portia ni pestañeó.
– Tengo una vida estupenda -dijo con frialdad-. Y no voy a pedir disculpas por exigir excelencia. Es evidente que tú no estás preparada para darla, así que vacía tu mesa. -Se dirigió a la puerta y se la sostuvo abierta.
SuSu estaba furiosa y lloraba, pero no tuvo los arrestos de decir nada más. Sujetándose el vestido por delante, salió como una flecha del despacho. Portia cerró la puerta con cuidado, asegurándose de evitar dar un portazo, y luego se recostó en ella y cerró los ojos. Las palabras airadas de SuSu habían dado en el blanco. Ella había supuesto siempre que a los cuarenta y dos años tendría todo lo que quería, pero pese a todo el dinero ganado y los halagos cosechados, el orgullo de sentirse realizada aún le era esquivo. Tenía docenas de amistades, pero ningún amigo del alma, y su matrimonio había sido un fracaso. ¿Cómo pudo ocurrir, cuando había esperado tanto y elegido con tanto cuidado?
Carlton había sido una pareja perfecta -una pareja Power-, educado, rico y triunfador. Habían estado en la lista de las parejas más solicitadas de Chicago, invitados a las mejores fiestas, presidido una importante fundación benéfica. Su matrimonio habría debido funcionar, pero apenas duró un año. Portia nunca olvidaría lo que dijo él el día que la dejó: «Estoy agotado, Portia… Estoy tan preocupado por que me cortes la polla que no puedo ni dormir a gusto por las noches.»
Fue una pena que no lo hiciera, porque, al cabo de tres semanas, él se había mudado con una organizadora de eventos de veintitrés años con cabeza de chorlito, implantes de pecho y una permanente y ridícula risita.
Portia vertió media botella de Pellegrino en una de las copas de Villeroy & Boch que Inez guardaba junto a su escritorio. Tal vez SuSu comprendiera algún día el terrible error que había cometido al no aprovecharse de que ella estuviese dispuesta a ser su mentora. O tal vez no. A Portia no le llovían precisamente las notas de agradecimiento ni de sus antiguas empleadas ni de las mujeres a las que intentaba asesorar.
El dossier de Heath Champion yacía sobre su mesa, y se sentó a estudiarlo. Pero mientras contemplaba la carpeta, vio el papel pintado de teteras doradas de la cocina de la casa en que había crecido allá en Terre Haute, Indiana. Sus padres, de clase trabajadora habían estado satisfechos con sus vidas: la ropa de almacenes de saldos, las mesitas ornamentales de madera de imitación, los cuadros al óleo producidos en serie comprados en las ventas de algún artista famoso en el Holiday Inn. Pero Portia siempre había anhelado más. Con la paga se compraba revistas como el Vogue o el Town & Country. En el panel de corcho de su habitación pegaba fotos de hermosas casas y mobiliario elegante. Cuando iba al instituto, asustaba a sus padres con los ataques de histeria que le aquejaban si no sacaba sobresaliente en algún examen. Durante toda su infancia, fantaseó con que era víctima de una de esas infrecuentes confusiones de bebés en las maternidades, ignorando el hecho de que había heredado los ojos y el color de la piel y el pelo de su padre.
Se enderezó en su silla y tomó otro sorbo de Pellegrino antes de volver a centrarse en lo que debía, encontrar a la esposa perfecta para Heath Champion. Puede que hubiera perdido dos clientes ilustres y un no menos ilustre marido, pero no volvería a fallar. Nada ni nadie iba a impedirle emparejar a éste.
4
La profunda voz masculina retumbó con desagrado en el auricular.
– Tengo otra llamada. Dispone de treinta segundos.
– Tiempo insuficiente -replicó Annabelle-. Es necesario que nos sentemos los dos para que me pueda hacer una idea más concreta de lo que anda buscando. -No gastó saliva en pedirle que rellenara el cuestionario que tantas horas le había llevado perfeccionar. La única forma de conseguir la información que precisaba era sonsacársela.
– Digámoslo así-contestó él-. La idea que tiene mi futura esposa de pasar un buen rato es sentarse en Soldier Field en enero, con el viento soplando desde el lago a treinta nudos. Es capaz de alimentar a media docena de atletas universitarios con una comida a base de espaguetis sin previo aviso y de hacer dieciocho hoyos jugando al golf con los tees de los hombres sin ponerse en evidencia. Es sexy como un demonio, sabe vestirse y le hacen gracia los chistes de pedos. ¿Alguna cosa más?
– Sólo que cuesta un montón dar con mujeres lobotomizadas hoy en día. No obstante, si es eso lo que desea…
Un resoplido sordo. Si era de irritación o de risa, no pudo discernirlo.
– ¿Le iría bien mañana por la mañana? -preguntó ella, tan jovial como si fuera una de las animadoras con las que sin duda se había citado por docenas en sus días de deportista universitario.
– No.
– Diga usted pues dónde y cuándo.
Oyó entonces un suspiro que combinaba resignación y exasperación.
– He de ver a un cliente en Elmhurst dentro de una hora. Puede usted acompañarme hasta allí. Espéreme delante de mi despacho las dos. Y si no llega puntual, me iré sin usted…
– Allí estaré.
Colgó el teléfono y sonrió a la mujer que se sentaba al otro lado de la mesa de cafetería de metal verde.
– Bingo.
Gwen Phelps Bingham dejó sobre la mesa su vaso de té helado.
– ¿Le has convencido de que rellene el cuestionario?
– Más o menos -contestó Annabelle-. Tendré que entrevistarle en su coche, pero más vale eso que nada. No puedo ir más allá hasta hacerme una idea más concreta de lo que quiere.
– Rubia y con tetas. Asegúrate, y dale recuerdos. -Gwen sonrió y desvió la mirada hacia el conjunto de lirios llenos de hierbajos que marcaban el límite entre su jardín y la callejuela trasera de su dúplex en Wrigleyville-. Tengo que admitir que está bastante macizo… siempre que te vayan los hombres duros y castigadores pero a la vez taaan ricos y exitosos.
– Te he oído.
Ian, el marido de Gwen, asomó la cabeza por la puerta abierta del patio.
– Annabelle, esa enorme cesta de fruta no alcanza ni por asomo a compensarme por lo que me hiciste pasar la semana pasada.
– ¿Y qué me dices del año de canguro gratis que te prometí?
Gwen se dio unas palmadas en su vientre casi plano.
– Has de admitir, Ian, que sólo por eso ya valía la pena.
El siguió paseando por fuera.
– No pienso admitir nada. He visto fotos de ese tío, y todavía tiene pelo.
Ian estaba más susceptible de lo normal en lo tocante a su pelo, que ya raleaba, y Gwen le miró con ternura.
– Me casé contigo por tu cerebro, no por tu pelo.
– Heath Champion fue el número uno de su promoción de Derecho -dijo Annabelle, sólo por meter cizaña-. Así que está claro que también tiene cerebro. Razón por la cual le cautivó tanto nuestra Gwennie.
Ian se negó a morder el anzuelo.
– Por no mencionar el pequeño detalle de que tú le dijiste que era instructora sexual.
– No es cierto. Le dije que era una autoridad en materia de instructoras sexuales. Y he leído su tesis doctoral, así que eso me consta.
– Tiene gracia que no te molestaras en mencionar que ahora ejerce de psicóloga en una escuela de primaria.
– Teniendo en cuenta todo lo demás que no me molesté en mencionar, parecía una cuestión irrelevante.
Annabelle había conocido a Gwen e Ian al poco de dejar la universidad, cuando vivieron en el mismo bloque de apartamentos. A pesar de que perdiera pelo, Ian era un tío enormemente atractivo, y Gwen le adoraba. De no estar los dos tan enamorados, a Annabelle nunca se le habría pasado por la cabeza recurrir a Gwen para aquella noche, pero Heath la había puesto entre la espada y la pared, y la situación era desesperada. Aunque tenía en mente unas cuantas mujeres que presentarle, no estaba segura de que ninguna de ellas le causara el efecto demoledor que necesitaba para garantizar que firmara el contrato. Entonces pensó en Gwen, una mujer que había nacido con ese gen misterioso que hacía que los hombres se derritieran con sólo mirarla.