Algunos de los recuerdos más felices de su infancia habían transcurrido en esa cocina, sobre todo durante los veranos en que iba allí de visita una semana entera. Nana y ella solían sentarse a esa misma mesa a hablar de lo humano y de lo divino. Su abuela no se había reído jamás de sus sueños e ilusiones, ni siquiera cuando Annabelle cumplió los dieciocho y anunció que tenía el propósito de estudiar teatro y convertirse en una actriz famosa. Nana operaba sólo con posibilidades. Pero no se le ocurrió señalar que Annabelle no poseía ni la belleza ni el talento para triunfar en Broadway.
Sonó el timbre, y ella acudió a abrir la puerta. Hacía años que Nana había convertido el salón y el comedor en la recepción y la oficina de Bodas Myrna. Al igual que su abuela, Annabelle vivía en el piso de arriba. Desde la muerte de Nana, Annabelle había repintado y modernizado la zona de oficina del comedor con un ordenador y una distribución más eficiente de las mesas.
La vieja puerta principal tenía un óvalo central de cristal esmerilado, pero el borde biselado le permitió distinguir la figura distorsionada del señor Bronicki. Hubiera querido fingir que no estaba en casa, pero él vivía al otro lado de la calle, de forma que la habría visto entrar a Sherman. Aunque Wicker Park había perdido a muchos de los más viejos en pro de su aburguesamiento, todavía había quienes resistían y seguían viviendo en las mismas casas donde criaron a sus familias. Otros se mudaron a una residencia para ancianos cercana, y otros más vivían en las calles, más baratas, de la periferia. Todos y cada uno de ellos habían conocido a su abuela.
– Hola, señor Bronicki.
– Annabelle. -Era de constitución enjuta y fibrosa, y tenía unas cejas grises como los pelos de una oruga, con una inclinación mefistofélica. El pelo que le faltaba en la cabeza brotaba en abundancia de sus orejas, pero le gustaba ir muy peripuesto y llevaba camisas deportivas de manga larga y zapatos de cordones embetunados hasta en los días más calurosos.
Le lanzó una mirada furiosa desde debajo de sus satánicas cejas.
– Se suponía que tenías que llamarme. Te he dejado tres mensajes.
– Era lo próximo que iba a hacer -mintió-. He estado fuera todo el día.
– Bien que lo sé. Correteando por ahí como una gallina sin cabeza. Myrna tenía por costumbre quedarse en casa para que la gente pudiera dar con ella. -Tenía el acento de alguien de Chicago He toda la vida y la agresividad de un hombre que se ha pasado la vida conduciendo un camión para la compañía del gas. Entró en la casa como una tromba, casi apartándola-. ¿Qué vas a hacer respecto a mi situación?
– Señor Bronicki, su acuerdo era con mi abuela.
– Mi acuerdo era con Bodas Myrna. «Los mayores son mi especialidad», ¿o ya has olvidado el lema de tu abuelita?
¿Cómo iba a olvidarlo, si estaba escrito en todas y cada una de las docenas de tacos de notas amarillos que Nana había desperdigado por la casa?
– Ese negocio ya no existe.
– Chorradas. -Hizo un gesto de impaciencia abarcando la zona de recepción, en la que Annabelle había reemplazado los gansos de madera, los centros de flores de seda y las mesitas de lechera de Nana por unas cuantas piezas de cerámica mediterránea. Como no podía permitirse cambiar las butacas y sofás de volantes, les había añadido cojines con un estampado provenzal muy alegre en rojo, azul cobalto y amarillo, que se complementaba con la pintura nueva, fresca aún, color ranúnculo.
– No cambia nada porque hayas añadido unos pocos cachivaches -dijo él-. Esto sigue siendo una agencia matrimonial, y tu abuelita y yo teníamos firmado un contrato. Con garantía.
– Firmó usted ese contrato en 1989 -observó ella, y no era la primera vez.
– Le pagué doscientos dólares. En efectivo.
– Teniendo en cuenta que la señora Bronicki y usted estuvieron casados casi quince años, yo diría que ya ha amortizado su inversión.
Él blandió un papel sobado que sacó del bolsillo de sus pantalones y lo agitó ante ella.
– «Si no queda satisfecho le devolveremos su dinero.» Eso dice el contrato. Y no estoy satisfecho. Se me volvió loca.
– Sé que lo pasó usted mal con aquello, y lamento el fallecimiento de la señora Bronicki.
– Lamentándolo no me soluciona nada. No estaba satisfecho ni cuando ella vivía.
Annabelle no podía creer que estuviera allí discutiendo con un hombre de ochenta años sobre un contrato de doscientos dólares que se firmó siendo Reagan presidente.
– Se casó con la señora Bronicki por su propia voluntad -dijo, con toda la paciencia de que fue capaz.
– Las niñatas como tú no sabéis dejar al cliente satisfecho.
– Eso no es cierto, señor Bronicki.
– Mi sobrino es abogado. Podría demandarte.
Ella empezó a decirle que adelante, que lo intentara, pero estaba lo bastante chiflado como para hacerlo.
– ¿Qué le parece esto, señor Bronicki? Le prometo que mantendré los ojos abiertos.
– La quiero rubia.
Ella se mordió el interior del carrillo.
– Comprendido.
– Y no demasiado joven. Nada de veinteañeras. Tengo una nieta de veintidós. Estaría mal visto.
– ¿Está pensando usted en…?
– Treinta sería lo suyo. Con un poco de carne en los huesos.
– ¿Alguna otra cosa?
– Católica.
– Por supuesto.
– Y amable. -Una expresión nostálgica suavizó la inclinación de aquellas cejas feroces-. Que sea amable.
Ella sonrió, haciendo de tripas corazón.
– Veré qué puedo hacer.
Cuando por fin consiguió cerrar la puerta tras él, recordó que había una buena razón para haberse ganado una reputación como la inútil de la familia: llevaba la palabra «prima» escrita en toda la frente.
Y sin duda, demasiados clientes que vivían de la Seguridad Social.
5
Bodie reajustó la velocidad de la cinta continua, aflojando la marcha.
– Cuéntame más de Portia Powers.
Un hilillo de sudor se deslizó hasta empapar el cuello ya mojado de la descolorida camiseta de los Dolphins de Heath mientras volvía a colocar la barra de pesas que había estado levantando en su soporte.
– Ya conociste a Annabelle. Mejórala ochenta veces, y te sale Powers.
– Anabelle es interesante. Uno no sabe bien a qué atenerse con ella.
– Es un bicho raro. -Heath estiró los brazos-. No la habría contratado jamás si no llega a dar en el clavo con Gwen Phelps.
Bodie soltó una risita.
– Todavía te cuesta creer que te rechazara.
– Para una vez que conozco a alguien fascinante, va y no está interesada.
– Qué puta es la vida. -La velocidad de la cinta disminuyó hasta detenerse. Bodie bajó y recogió una toalla del suelo desprovisto de alfombras del salón.
La casa de Heath de Lincoln Park olía aún a construcción nueva. Probablemente porque lo era. Formaba una elegante cuña de piedra y cristal que se adentraba en la calle umbría como la proa un barco. A través de la imponente V de las ventanas del salón, que iban del suelo al techo, podía ver el cielo, árboles, un par de casas decimonónicas restauradas que se alzaban al otro lado de la calle y un parque vecinal bien cuidado y rodeado por una verja de hierro. La terraza de su azotea -que tenía que admitir que sólo había pisado dos veces- brindaba a lo lejos la vista del lago de Lincoln Park.
Cuando encontrara una esposa, le dejaría elegir los muebles. De momento, había montado un gimnasio en el salón, por lo demás vacío, comprado un equipo de audio de última generación, una cama con colchón Tempur y una televisión de plasma con pantalla grande para el salón de prensa del piso de abajo. Todo ello, combinado con las maderas nobles y el mármol rústico del suelo, los armarios hechos a medida, los baños de piedra caliza y una cocina provista de lo último en electrodomésticos de diseño europeo, hacían de esa casa la que había soñado desde que era niño.