– Me conformaría con un colín.
– La semana pasada hablaba por teléfono con un cliente que juega con los Bills. Se acaba de comprar su primera casa, y comentó que admiraba mi buen gusto y le agradaría que pudiera ayudarle a elegir algunos muebles. Vamos a ver, yo soy su agente, no su interiorista. Diantre, no tengo ni puta idea de decoración; ni siquiera he amueblado mi propia casa. Pero el tío ha roto con su novia, se siente solo, y al cabo de dos horas yo estaba en un avión camino de Buffalo. No le puse excusas. No le envié a un mandado. Fui personalmente. ¿Y sabe por qué?
– ¿Descubrió su ignorada pasión por el estilo rústico francés?
El arqueó una ceja.
– No. Porque quiero que mis clientes entiendan que siempre estoy por ellos. Cuando firman un contrato conmigo, firman con alguien que se preocupa por todos los aspectos de su vida. Y no sólo cuando las cosas vienen bien, también cuando se ponen feas.
– ¿Y si no le caen bien? -Con la pregunta pretendía lanzarle una pequeña pulla, sugerir que era él quien no le caía bien a ella, pero él se la tomó en serio, lo que ya le venía bien. Tenía que terminar con esta extraña tendencia a ponerle en su sitio. Su futuro dependía de que le hiciera totalmente feliz, no se trataba de sacarle de sus casillas.
– Nunca firmaría con un cliente que no me cayera bien -dijo él.
– ¿Le caen bien todos? ¿Todos y cada uno de esos deportistas egocéntricos y autoindulgentes y escandalosamente bien pagados? No le creo.
– Les quiero como a hermanos -replicó él con una sinceridad sin fisuras.
– Qué mentiroso.
– ¿Eso cree? -Le dirigió una sonrisa inescrutable y a continuación se puso en pie para recibir a la segunda figurante de Portia Powers, que hacía su aparición en aquel momento.
– ¿Aún no se lo ha aprendido de memoria?
Portia dio un brinco al oír aquella voz masculina profunda y muy intimidante. Giró sobre sus talones en el trozo de acera ante la ventana del Sienna's y observó al hombre que se había plantado junto a ella. Eran poco más de las diez, y aún había gente caminando por la calle, pero se sintió como si la hubieran arrastrado a un callejón oscuro a medianoche. Era un matón, enorme y amenazador, con la cabeza rapada y los ojos azules y translúcidos de un asesino en serie. Un despliegue escalofriante de tatuajes tribales decoraba los rudos músculos que asomaban bajo las muy ajustadas mangas de su camiseta negra, y su cuello grueso y musculoso era el de un hombre que no se había andado con chiquitas en su vida.
– ¿Nadie le ha explicado que está feo espiar a la gente? -dijo.
Portia llevaba una hora dando vueltas a la manzana, deteniéndose cada vez que pasaba delante del restaurante a fingir que estudiaba el menú. Si miraba por encima, alcanzaba a ver la mesa a la que estaba sentado Heath, junto con Annabelle Granger y las dos mujeres con las que le había concertado citas esa noche. Normalmente, no se le habría pasado por la cabeza estar presente en una cita de presentación -pocos clientes se lo pedían alguna vez-, pero se había enterado de que él quería que Granger estuviera, y eso era algo que Portia no podía tolerar.
– ¿Quién es usted? -dijo, fingiendo una valentía que no sentía.
– Bodie Gray, guardaespaldas del señor Champion. Que estoy seguro que estará muy interesado en saber lo que andaba usted haciendo esta noche.
A ella se le tensaron los músculos de la zona lumbar. Aquello se pasaba de humillante.
– No he hecho nada en absoluto -repuso.
– No es la impresión que yo tengo.
– Por otra parte, no es que sea usted una autoridad en gestión matrimonial, ¿o sí? -Le miró con frialdad, esforzándose al máximo por hacerle apartar la vista-. ¿Qué tal si se ocupa usted de sus asuntos y deja que yo me ocupe de los míos?
Sus ayudantes habrían corrido a buscar refugio, pero él ni siquiera pestañeó.
– Los asuntos de Champion son asunto mío.
– Caramba, caramba… El típico mandado solícito.
– A todo el mundo le vendría bien uno. -La agarró del brazo y la empujó hacia el bordillo.
Ella soltó un bufido de consternación.
– ¿Pero qué hace? -Trató de zafarse, pero él no aflojó.
– Voy a invitarla a una cerveza para que el señor Champion pueda acabar de tratar sus asuntos en privado.
– También son asunto mío, y no estoy…
– Ya lo creo que sí. -La llevó entre dos coches aparcados-. Pero si se porta bien, puede que me convenza para que mantenga la boca cerrada.
Ella dejó de forcejear y observó al señor guardaespaldas por el rabillo del ojo. O sea… que estaba dispuesto a vender a su jefe. No sabía cómo se le había ocurrido a Heath contratar a un matón, pero ya que era el caso, decidió aprovecharse de su ingenuidad, porque no quería que se enterara de esto. Si lo hacía, lo tomaría exactamente como lo que era: una muestra de debilidad.
El bar en que se metieron olía a agrio y estaba lleno de humo. Tenía el suelo de linóleo agrietado y, sobre una repisa polvorienta, un filodendro moribundo descansaba entre un par de trofeos moteados de moscas y una fotografía descolorida de Mel Tormé.
– ¿Qué tal, Bodie, qué te cuentas? -exclamó el camarero.
– No me quejo.
Bodie la condujo hasta un taburete. Por el camino, uno de sus zapatos se quedó pegado a algo que había en el suelo. Mientras lo despegaba, se preguntó cómo era posible que existiera un establecimiento tan cutre tan cerca de los mejores restaurantes de Clark Street.
– Dos cervezas -dijo el señor guardaespaldas mientras ella se encaramaba airosamente al taburete contiguo al suyo.
– Un club soda -terció ella-. Con una rodaja de lima.
– Lima no tengo -dijo el camarero-. Pero hay un bote de cóctel de frutas en el almacén.
Al señor musculitos esto le hizo mucha gracia, y al cabo de unos instantes ella contemplaba el contorno desvaído de los restos de una marca de carmín en el borde de una jarra de cerveza. La apartó a un lado.
– ¿Cómo supo quién era yo?
– Encajaba con la descripción que Champion me había hecho.
No preguntó en qué términos la había descrito Champion. Trataba de no hacer preguntas de cuya respuesta no estuviera segura, y estaba claro que algo se había desbaratado en su relación con Heath desde el momento en que apareció Annabelle Granger.
– No pienso disculparme por hacer mi trabajo -dijo-. Heath me paga un montón de dinero por ayudarle, pero no puedo hacerlo como es debido si me mantiene al margen.
– Así que no pasa nada si le cuento que le espía.
– Lo que usted llama espiar lo llamo yo ganarme mis honorarios -dijo ella prudentemente.
– Dudo que él lo vea así.
Ella también lo dudaba, pero no iba a dejarse intimidar.
– Dígame qué quiere.
Le observó mientras él se lo pensaba. Leer en la cara de la gente constituía una parte importante de su trabajo, pero sus clientes eran ricos y tenían una educación, así que, ¿cómo podía saber lo que se escondía tras aquellos ojos azules de picahielo? Odiaba la incertidumbre.
– ¿Y bien?
– Estoy pensando.
Ella abrió el bolso, extrajo dos billetes de cincuenta dólares y se los puso delante.
– Tal vez esto contribuya a aligerar tan difícil proceso.
Él miró el dinero, se encogió de hombros y desplazó su peso para meterse los billetes en el bolsillo. Tenía las caderas mucho más estrechas que los hombros, se fijó ella, y los muslos rotundos y de huesos largos.
– Bien -dijo-. Podemos olvidar todo lo de esta noche, sin duda.
– No sé. Hay mucho que olvidar… incluso para alguien como yo.
Ella le estudió con más atención, tratando de decidir si le estaba tomando el pelo, pero lo encontró insondable.
– Le diré qué haremos -dijo él-. ¿Qué tal si volvemos a hablar del asunto el próximo fin de semana? Digamos que en una semana a partir del viernes. Y vemos entonces cómo están las cosas.