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Por lo general, cuando le disgustaba su aspecto -que incluso su propia madre describía como «mono»-, se decía a sí misma que debía sentirse agradecida por unos rasgos nada desdeñables: unos bonitos ojos color miel, pestañas gruesas y un cutis suave con una decena de pecas más o menos. Pero ninguna dosis de pensamiento positivo podía evitar que la imagen que le devolvía el espejo la horrorizara. Se puso a ocultar un par de rizos detrás de las orejas y a alisar la falda, pero las puertas del ascensor se abrieron antes de que consiguiera reparar al menos una parte del estropicio.

Las 11.09.

Delante de ella había una pared de cristal en la que, con letras doradas, rezaba: CHAMPION. GESTIÓN DEPORTIVA. Recorrió deprisa el pasillo alfombrado y abrió una puerta con asa de metal. En la zona de recepción había un sofá de piel y sillones a juego, fotos de ocasiones deportivas enmarcadas y un televisor de pantalla grande en el que se veía un partido de béisbol sin sonido. La recepcionista tenía el cabello corto de un gris acerado y unos labios muy finos. Reparó en el aspecto descuidado de Annabelle a través de unas gafas de lectura metálicas de color azul.

– ¿En qué puedo ayudarla?

– Soy Annabelle Granger. Tengo una cita con la Pi… Con el señor Champion.

– Me temo que llega tarde, señorita Granger.

– Sólo diez minutos.

– Diez minutos era todo el tiempo que el señor Champion podía dedicarle.

Sus sospechas se vieron confirmadas. Había aceptado verla sólo porque Molly insistió, y no quería quedar mal con la esposa de su mejor cliente. Echó un vistazo desesperado al reloj de la pared.

– En realidad, sólo me he retrasado nueve minutos. Me queda un minuto.

– Lo siento. -La recepcionista le dio la espalda y empezó a teclear en el ordenador.

– Un minuto -suplicó Annabelle-. Es todo lo que pido.

– Me temo que no puedo hacer nada.

Annabelle necesitaba ese encuentro, y lo necesitaba ya. Giró sobre sus tacones y corrió hacia la puerta al otro extremo de la sala de recepción.

– ¡Señorita Granger!

Entró como una exhalación en un pasillo abierto con sendos despachos a los lados, uno de ellos ocupado por dos jóvenes con traje y corbata. Ignorándolos, se dirigió hacia una imponente puerta de caoba situada en el centro de la pared trasera y giró el pomo.

El despacho de la Pitón era del color del dinero: paredes lacadas en jade, alfombra gruesa de color musgo, y muebles tapizados en distintos tonos de verde resaltados con cojines rojo sangre. Detrás del sofá colgaba una colección de fotos periodísticas, junto con una señal en metal blanco oxidado y el nombre BEAU VISTA impreso en letras mayúsculas negras algo descoloridas. Adecuado, considerando los ventanales que dominaban el lago Michigan a la distancia.

La propia Pitón estaba sentada detrás de un elegante escritorio en forma de U, su sillón de respaldo alto orientado hacia la vista del lago. Al alcance de la mano tenía un ordenador de sobremesa de última generación, un pequeño portátil, un BlackBerry y un sofisticado teléfono negro con suficientes botones como para hacer aterrizar un Jumbo. Junto al teléfono descansaban unos cascos de ejecutivo. La Pitón hablaba directamente al auricular.

– El sueldo del tercer año parece prometedor, pero no si rescinden antes el contrato -dijo en una voz resonante y clara con acento del Medio Oeste-. Sé que es un riesgo, pero si firmas por un año podemos jugar en el mercado libre. -Annabelle sólo alcanzaba a ver una muñeca fuerte y bronceada, un reloj sólido y unos dedos largos sujetando el auricular-. En cualquier caso, eres tú quien tiene que tomar la decisión, Jamal. Lo único que puedo hacer es aconsejarte.

La puerta se abrió a su espalda y la recepcionista entró precipitadamente.

– Lo siento, Heath. Se me ha colado.

La Pitón se volvió lentamente en su sillón, y Annabelle sintió como si le hubieran asestado un golpe en el estómago.

Tenía una mandíbula cuadrada y fuerte, y todo en él era la proclamación del hombre con arrestos que se ha hecho a sí mismo…, el tipo duro que había suspendido en seducción las primeras dos veces pero que finalmente había conseguido aprobar el tercer examen. El color de su pelo, grueso y vigoroso, era una mezcla entre portafolios de piel y botella de Budweiser. Su nariz recta transmitía confianza en sí mismo, y sus cejas oscuras, audacia. Una de ellas estaba hendida cerca del extremo por una fina cicatriz pálida. Las líneas bien perfiladas de sus labios sugerían escasa tolerancia con la gente estúpida, una pasión por el trabajo duro rayana en la obsesión y, posiblemente -aunque esto último podía ser producto de su imaginación-, la determinación de poseer un pequeño chalet cerca de Saint Tropez antes de cumplir los cincuenta. De no ser por una vaga irregularidad en sus facciones, habría sido insoportablemente atractivo. En cambio, era un tipo extremadamente guapo. ¿Para qué necesitaba una casamentera un hombre así?

Sin dejar de hablar por teléfono, le dirigió una mirada. Sus ojos eran exactamente del mismo color verde que un billete de cien dólares con los bordes quemados con desagrado.

– Para eso me pagas, Jamal. -Contempló el aspecto desaliñado de Annabelle y lanzó una mirada dura a la recepcionista-. Hablaré esta tarde con Ray. Cuida ese ligamento. Y dile a Audette que le voy a enviar otra caja de grande cuvée Krug.

– Tu cita de las once -explicó la recepcionista tan pronto hubo colgado-. Le dije que había llegado demasiado tarde para verte.

Apartó un ejemplar de Pro Football Weekly. Sus manos eran anchas y tenía las uñas limpias y cuidadosamente cortadas. Aún así, no era difícil imaginarlas pringadas en aceite de motor. Ella observó la corbata azul marino que probablemente costaba más que todo su atuendo y el corte perfecto de su camisa azul pálido, que sólo podía haber sido hecha a la medida para acomodar la amplitud de sus hombros antes de estrecharse hacia la cintura.

– Al parecer, es dura de oído. -Al girarse en su sillón, dejó entrever unos pectorales impresionantes. Incómoda, Annabelle pensó en una clase de ciencias del bachillerato sobre pitones que recordaba vagamente.

Devoraban entera a su presa, empezando por la cabeza.

– ¿Quieres que llame a seguridad? -preguntó la recepcionista.

A él le bastó volver sus ojos de predador hacia ella para desarmarla y dejarla a punto para asestarle uno de esos golpes mortales. A pesar del esfuerzo que había hecho por pulir todas las asperezas, no podía ocultar al camorrista de bar que llevaba dentro.

– Creo que me las podré arreglar solo.

Annabelle experimentó un arrebato sexual…, tan inoportuno, tan fuera de lugar, que tropezó con una de las sillas. Nunca se había sentido cómoda en presencia de hombres excesivamente seguros de sí mismos, y la imperiosa necesidad de impresionar a aquel espécimen en particular hizo que maldijera en silencio su torpeza, además de su aspecto ajado y su cabellera de Medusa.

Molly le había aconsejado que fuera agresiva. «Se ha abierto paso a golpes hasta la cumbre, cliente tras cliente. Heath Champion no conoce otra cosa que la fuerza bruta.» Pero Annabelle no era una persona naturalmente agresiva. Todos se aprovechaban de ella, desde los empleados bancarios hasta los taxistas. Apenas una semana antes había perdido un pulso con un chico de nueve años de edad al que había pillado tirando huevos a Sherman. Incluso su propia familia, especialmente su propia familia, se aprovechaba de ella.