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– Cuestión de semántica. Mis horarios son irregulares, y mi agenda varía sin previo aviso. Su trabajo consistirá en apechugar con todo ello. Aplacará susceptibilidades cuando tenga que cancelar una cita a última hora. Hará compañía a las damas cuando vaya a retrasarme, las tendrá entretenidas si he de responder a una llamada. Si las cosas van bien, usted desaparecerá. Si no, hará desaparecer a la chica. Ya se lo dije. Me esfuerzo mucho en mi trabajo. No quiero tener que esforzarme también en esto.

– Básicamente, espera de mí que le encuentre novia, que la corteje y que la conduzca de la mano hasta el altar. ¿O tengo que ir también a la luna de miel?

– Eso sí que no. -Le dirigió una sonrisa desganada-. Puedo ocuparme de eso yo sólito.

Algo en el aire que los separaba echaba chispas, algo que seducía Y embriagaba, al menos en su imaginación hambrienta de sexo. Tomó un sorbo de agua y asumió el devastador descubrimiento de que se sentía atraída por él, pese a sentir deseos de darle en la cabeza con aquella botella de cerveza. Bueno, ¿y qué? Él era un seductor nato, y ella simplemente humana. No sería un problema a menos que ella lo permitiera.

Se tomó su tiempo para pensárselo. Aunque detestaba la idea de estar permanentemente a su disposición, este arreglo le daría un mayor control, aparte de duplicar potencialmente sus ganancias. Parejas Power sólo firmaba contratos con hombres, mientras que Perfecta para Ti prestaba servicio tanto a hombres como a mujeres, de forma que podría hacerse con magníficas clientas entre los descartes de Heath. A Melanie, por ejemplo, podía emparejarla con el ahijado de Shirley Miller, Jerry. Era guapo, no le iba nada mal profesionalmente y tenían hijos más o menos de la misma edad. El hecho de que Jerry no se contara de momento entre sus clientes no significaba que Annabelle no pudiera incorporarlo a su nómina.

– Portia Powers no accederá a esto jamás -dijo.

– No va a tener elección.

«Como no la tengo yo», pensó Annabelle. Pero eso no era del todo cierto. Sí que tenía elección. Por desgracia, plantearla sería contraproducente.

– Debería rescindir su contrato con ella y dejar que yo me ocupe de todo.

– Ella tiene acceso a mujeres a las que usted no tiene -replicó él-. Lo más probable es que sea ella quien encuentre a la que yo acabe eligiendo.

– ¿Y lo de esta noche sería una muestra impagable de su buen criterio?

– ¿Lo de esta noche sería una muestra impagable del suyo?

Ahí le había dado. Jugueteó con un champiñón.

– No se le escapa, supongo, que sabotear a sus candidatas favorecería mis intereses. Ganar prestigio para Perfecta para Ti me hace más falta incluso que el dinero.

– Me doy por avisado, Mata Hari.

– No está tomándome en serio.

Él levantó una ceja.

– Usted me dijo que volviera a ver a Melanie.

– Sólo porque mi nivel de glucosa en la sangre estaba bajo mínimos. Ahora que he comido, veo claro que es, con mucho, demasiado decente para usted.

– Tómese un respiro, Annabelle. -Le dispensó su sonrisa de serpiente-. Usted es una de esas personas maldecidas con la virtud de la integridad. Y yo, una de esas personas lo bastante listas como para aprovecharse de ello.

No había gran cosa que ella pudiera responder a eso, de modo que volvió a concentrar su atención en las vieiras.

***

Hacía mucho tiempo que Heath no disfrutaba viendo comer a una mujer, pero Annabelle sabía apreciar una buena comida. Una expresión extática arrebató su rostro mientras se introducía otro champiñón en la boca. Con la punta de la lengua, limpió un pequeño resto de salsa que había quedado en el arco del labio. La mirada de Heath se deslizó a lo largo de su cuello, hacia su clavícula y más abajo, hasta aquellos pechitos de gallina pintada…

– ¿Qué? -Ella sostuvo el tenedor a media altura, y unas leves arrugas fruncieron su frente.

Él recobró la compostura de inmediato.

– Me estaba preguntando por su próxima candidata. ¿De verdad tiene a una esperando turno?

Ella sonrió y apoyó un codo en la mesa.

– Sí. Y es muy especial. Lista, atractiva, divertida.

– Exponiéndome a sufrir el azote de su ira: hay miles de mujeres que encajan con esa descripción. Yo busco a una que sea extraordinaria.

Los ojos color miel de Annabelle se pusieron en alerta naranja.

– Las mujeres extraordinarias tienden a enamorarse de hombres que están por ellas. Lo que prácticamente excluye a cualquier tipo que se excusa en mitad de una conversación para responder al teléfono como ha hecho usted esta noche.

– Era una emergencia.

– Sospecho que en su caso siempre lo es. No se ofenda.

El deslizó el dedo por el borde de su jarra.

– Habitualmente no siento la necesidad de defenderme, pero en esta ocasión voy a hacer una excepción, y puede usted disculparse cuando haya terminado.

– Ya veremos.

– Esta noche, un jugador al que fiché hace un par de años ha hecho un lazo con su Maserati alrededor de un poste de teléfonos. La que me ha llamado era su madre. Ni siquiera es cliente mío; firmó con otro representante. Pero llegué a conocer un poco a sus padres. Gente muy maja. Él está en cuidados intensivos… -Apartó su plato del borde de la mesa con el pulgar-. La llamada era para decirme que no creen que llegue a mañana. -Clavó los ojos en ella-. Dígame usted qué era más importante: ¿charlar de naderías o consolar a esa madre?

Ella le miró fijamente. Luego se echó a reír.

– Se lo acaba de inventar.

Rara vez conseguía nadie pillarle a contrapié, pero Annabelle Granger acababa de hacerlo. Le dirigió su mirada más gélida.

– Es interesante que encuentre tan divertida la desgracia ajena.

A ella se le formaron arruguitas en las esquinas de los ojos, y en sus iris bailaron salpicaduras de oro.

– Se lo ha inventado de cabo a rabo.

Él trato de hacerle apartar la mirada -algo que se le daba extremadamente bien-, pero ella parecía tan satisfecha de sí misma que acabó por rendirse y reír.

Ella le miró con aire de suficiencia.

– Tengo dos hermanos que son también adictos rematados al trabajo, de forma que estoy más que familiarizada con los trucos que emplean los hombres de su calaña.

– ¿Soy de una calaña?

– De una calaña evidente.

– Por fin lo entiendo todo… -Apoyó el codo en la mesa, se frotó la comisura de los labios y la escrutó por encima del dorso de su mano-. Pobre, patética Annabelle. Todos esos desaires improcedentes a los que me ha sometido, los comentarios insidiosos… Un simple caso de sentimientos desplazados. La consecuencia de crecer a la sombra de sus formidables hermanos. ¿Fue muy doloroso sentir que pasaban de usted? ¿Todavía le duelen las cicatrices cuando llueve?

Ella soltó un bufido, sorprendentemente sonoro para venir de una mujer tan menuda.

– Rezaba para que pasaran de mi. Ballet, piano, equitación, hasta esgrima, por Dios. ¿A quién se le ocurre obligar a sus hijos a aprender esgrima? Las girl scouts, la orquesta, clases particulares si por casualidad bajaba de notable, incentivos pecuniarios por apuntarse al club que fuera, con pluses si además me presentaba para ocupar algún cargo. Y a pesar de todo me las arreglé para sobrevivir, aunque sigan torturándome.

Acababa de describir la infancia soñada por él. Retazos de recuerdos barrieron su mente. La voz de borracho de su padre… «Deja ese puto libro y ve a comprarme tabaco.» Cucarachas corriendo a esconderse bajo la nevera, cañerías que goteaban agua teñida de óxido sobre el suelo de linóleo. El olor de desinfectante-un buen recuerdo- cuando alguna de las novias del viejo intentaba adecentar la casa, y después el inevitable golpe de aquella puerta metálica alabeada, cuando se iba hecha una furia.

Annabelle arrimó la última vieira al borde del plato y alzó la vista hacia él.