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– En serio, creo que le gustará Rachel.

– Me gusta Gwen.

– Eso es porque ella le rechazó. No había mucha química entre los dos.

– Está muy equivocada. Vaya si la había.

– No acabo de entender por qué necesita una esposa precisamente ahora. Tiene usted a Bodie, tiene ayudantes, y puede contratar a una asistenta que se ocupe de esas comidas y fiestas improvisadas. En cuanto a lo de tener críos… Es difícil educarlos con el móvil siempre pegado a la oreja.

Ya iba siendo hora de poner a Campanilla en su sitio. Se recostó en la silla y dejó que sus ojos se posaran en los pechos de Annabelle.

– Se olvida del sexo.

A ella le llevó unos segundos más de la cuenta responder.

– Eso también puede contratarlo.

– Querida -dijo, arrastrando las palabras-, no he tenido necesidad de pagar por el sexo en toda mi vida.

Ella se sonrojó, lo que le llevó a creer que por fin la tenía donde quería… hasta que la vio apuntar orgullosamente al cielo con su naricilla.

– Lo que viene únicamente a demostrar lo desesperadas que llegan a estar algunas.

– ¿Lo dice por experiencia?

– Es lo que opina Raoul. Mi amante. Es muy perspicaz.

Él sonrió, y en aquel momento se le pasó por la cabeza que hacía mucho tiempo que no se lo pasaba tan bien con una mujer. Si Annabelle Granger fuera unos centímetros más alta, un rato largo más sofisticada, algo más organizada, menos mandona y más inclinada a adorarle tendida a sus pies, habría sido la esposa perfecta.

6

Alguien ocupó el asiento al lado del suyo en el compartimento de primera clase, pero él estaba demasiado ensimismado con la hoja de cálculo que había desplegado en su portátil como para prestarle atención. No fue hasta que el auxiliar de vuelo advirtió que se apagaran los dispositivos electrónicos que tomó conciencia de aquel perfume turbio y sutil. Levantó la vista y se topó con un par de inteligentes ojos azules.

– ¿Portia?

– Buenos días, Heath. -Se recostó contra la cabecera-. ¿Cómo demonios se las arregla para soportar estos vuelos de madrugada?

– Se acaba uno acostumbrando.

– Voy a fingir que le creo.

Lucía una especie de vestido envolvente de color lila, como de seda, ajustado y sin mangas, con una rebeca púrpura abotonada a la altura de los hombros y una cadena de plata al cuello con tres diamantes engastados. Era una mujer muy bella, culta y con talento, y le gustaba hacer negocios con ella, pero no la encontraba sexy. Cultivaba una imagen demasiado estudiada, demasiado agresiva. Podría decirse que era una versión femenina de sí mismo.

– ¿Qué la lleva a Tampa? -preguntó, pese a que conocía la respuesta.

– El clima no, desde luego. Hoy se alcanzarán allí los treinta y cuatro grados.

– Ah, ¿sí? -Heath no se preocupaba del tiempo a menos que afectara al resultado de un partido.

Ella le dedicó una sonrisa pensada para encandilar. Le habría funcionado de no ser porque él poseía una sonrisa similar que empleaba con idéntico propósito.

– Después de su llamada de anoche -dijo Portia-, decidí que teníamos que evaluar el punto en el que estamos y considerar qué ajustes deberíamos hacer. Le prometo no ponerle la cabeza como un bombo durante todo el vuelo. Nada resulta más molesto que verse atrapado en un avión con alguien que no para de hablar.

Si una de sus casamenteras debía prepararle una encerrona en un avión, hubiera preferido que fuera Campanilla. A ella habría podido amedrentarla para que le dejara en paz. El aspecto que lucía Portia esa mañana no tenía nada que ver con un impulso repentino de visitar Tampa. Él le había explicado el nuevo arreglo por teléfono la noche anterior y le colgó antes de que pudiera reponerse del disgusto. Era evidente que ya se había recuperado.

Se conformó con una chachara intrascendente hasta que estuvieron en el aire, pero una vez les sirvieron el desayuno empezó a preparar el terreno para ir al grano.

– Melanie estuvo encantada de conocerle. Más que encantada. Tengo la fuerte impresión de que se quedó prendada de usted.

– Espero que no. Es una persona muy agradable, pero no me pareció que conectáramos de verdad.

– Sólo pasaron juntos veinte minutos. -Le obsequió con la misma sonrisa comprensiva que empleaba él cuando un cliente se ponía difícil-. Entiendo perfectamente su situación de partida, pero el límite de tiempo que ha establecido crea algunos problemas. Llevo en este negocio el tiempo suficiente para darme cuenta de cuándo dos personas necesitan darse una segunda oportunidad, y creo que Melanie y usted cumplen los requisitos.

– Lo siento, pero eso no va a suceder.

Ninguna arruga perturbó la lisura de su frente, su expresión permaneció imperturbable.

– Mire, esto no va a funcionar. -Portia jugueteó con el envase del yogur en la bandeja de la fruta-. No tengo por norma meterme con la competencia, especialmente tratándose de una empresa de vía estrecha como Bodas Myrna. Quedaría medio mafioso. Pero…

– Perfecta para Ti.

– ¿Cómo?

– Ella la llama Perfecta para Ti, no Bodas Myrna. -No podía imaginar por qué había sentido la urgencia de aclarar este extremo, pero, por algún motivo, le había parecido necesario.

– Una decisión muy sabia -replicó Portia con apenas un tufillo de condescendencia-. Pero déjeme tan sólo que le diga esto: me disgusta que la gente se crea que basta pasarse por Kinko's a hacerse imprimir unas tarjetas para tener una agencia matrimonial. Por otra parte, usted, como representante deportivo, sabe exactamente a qué me refiero.

Con aquello se había apuntado un tanto. Annabelle no tenía una larga experiencia, tan sólo entusiasmo.

Portia puso su bandeja a un lado, pese a que apenas había mordisqueado la esquina de un dadito de melón dulce.

– ¿Ha apreciado alguna deficiencia en nuestros servicios que le llevase a sentir la necesidad de someter a mis candidatas a una extraña? Mentiría si le dijera que no me siento amenazada en absoluto, sobre todo teniendo en cuenta que yo misma me ofrecí a estar presente en las entrevistas.

– No se preocupe por eso. Annabelle carece de instinto asesino. Melanie le gustó más que su propia candidata. Intentó convencerme de que volviera a verla.

Aquello pilló a Portia por sorpresa.

– ¿En serio? Vaya… La señorita Granger es algo rarita, ¿no?

Debió de ser a causa del ruido de los motores, porque por un momento le pareció que había dicho «tiene un polvito», y le asaltó una visión de Annabelle desnuda. Aquella idea lo descolocó. Annabelle le hacía gracia, pero no le ponía. En realidad, no. Puede que hubiera pensado en ella en términos sexuales un par de veces, y le había largado un par de indirectas melosas para ponerla nerviosa. Pero nada serio. Sólo le vacilaba.

El avión entró en una bolsa de aire, y él desvió sus pensamientos nuevamente de la cama a los negocios.

– No espero que se sienta usted cómoda con esto, pero, como le dije anoche, el proceso irá más suave si Annabelle asiste a todas las presentaciones.

El fuego que desprendieron sus ojos le dijo exactamente lo que pensaba Portia, pero era demasiado profesional para dejarse alterar.

– Eso es cuestión de opiniones.

– Ella es un renacuajo, Portia, no un tiburón. Las mujeres se relajan con ella, y yo me hago una idea más clara de quiénes son en menos tiempo.

– Ya veo. Bueno, yo llevo en esto muchos años más que ella. Estoy segura de que podría acelerar esas entrevistas mejor que…

– Portia, usted no puede dejar de resultar amenazadora por mucho que lo intente, y lo digo como el mayor de los cumplidos. Le dije desde un principio que quería ponerme todo esto lo más fácil posible. Pues resulta que Annabelle es la clave, y a nadie le ha sorprendido eso más que a mí.

Ella dejó de oponer resistencia, aunque de mala gana. Tampoco podía él reprochárselo, en realidad. Si alguien invadiera su terreno, también él se lanzaría al ataque.