– De acuerdo, Heath -dijo-. Si esto es lo que necesita, me aseguraré de que salga bien.
– Justo lo que quería oír.
El auxiliar de vuelo recogió sus bandejas, y él sacó su ejemplar del Sports Lawyers Journal. Pero el artículo sobre responsabilidad extracontractual y violencia en el deporte no consiguió retener su atención. Pese a todos sus esfuerzos por hacerla fácil, la búsqueda de una esposa se le estaba complicando por momentos.
– Me gusta -le dijo Heath a Annabelle la noche del lunes siguiente, cuando Rachel se fue del Sienna's-. Es divertida. Lo he pasado bien.
– También yo -dijo Annabelle, aunque eso no tuviera en realidad mayor importancia. Pero la presentación había ido mejor de lo que se había atrevido a esperar, entre muchas risas y animada conversación. Los tres compartieron sus prejuicios en cuestión de comidas (Heath ni tocaba carne de vísceras, Rachel odiaba las olivas y Annabelle no podía con las anchoas). Contaron historias embarazosas de sus años de universidad y debatieron sobre los méritos de las películas de los hermanos Cohen (a Heath le encantaban, a Rachel y Annabelle no). A Heath no pareció importarle que Rachel no fuera una espectacular belleza del calibre de Gwen Phelps. Tenía tanto el refinamiento como el coco que él buscaba, y no hubo interrupciones por culpa del móvil. Annabelle permitió que los veinte minutos se alargaran a cuarenta.
– Buen trabajo, Campanilla. -Sacó su BlackBerry y tecleó un recordatorio para si mismo-. La llamaré mañana para quedar con ella.
– ¿En serio? Estupendo. -Sintió una cierta desazón.
Él levantó la vista de la BlackBerry.
– ¿Pasa algo?
– Nada. ¿Por qué?
– Se le ha quedado una cara rara.
Ella recuperó la compostura. Ahora era una profesional y podía manejar la situación.
– Sólo estaba imaginándome las entrevistas que concederé a la prensa cuando Perfecta para Ti se cuele en el ránking de las quinientas empresas más boyantes.
– Nada inspira tanto como una chica con un sueño. -Volvió a guardarse la BlackBerry en el bolsillo y sacó el clip atestado de dinero. Ella torció el gesto. Él la imitó.
– ¿Y ahora qué pasa?
– ¿No tiene una bonita y discreta tarjeta de crédito escondida por ahí?
– En mi negocio, la cosa va de hacer ostentación. -Exhibió un billete de cien dólares y lo dejó en la mesita.
– Lo decía sólo porque, como creo haberle comentado, la asesoría de imagen forma parte de mi trabajo. -Vaciló un momento, consciente de que debía medir sus palabras-. En algunas mujeres… mujeres con una determinada educación… las ostentaciones gratuitas de riqueza pueden provocar cierto rechazo.
– Créame, no provocan rechazo en los chavales de veintiún años que se han criado con vales de alimentos.
– Entiendo lo que dice, pero…
– Ya lo he cogido. El clip de los billetes para los negocios, la tarjeta de crédito para cortejar a las mujeres. -Se guardó de nuevo en el bolsillo el controvertido objeto.
Ella le había acusado de vulgaridad, básicamente, pero él, en lugar de ofenderse, parecía haber archivado la información tan desapasionadamente como si le hubiera dado la previsión meteorológica para el día siguiente. Consideró sus impecables modales a la mesa, su forma de vestir, sus conocimientos de comida y vinos. Todo aquello era evidentemente parte de su formación, en la misma medida que el incumplimiento contractual o el Derecho constitucional. ¿Quién era exactamente Heath Champion, y por qué empezaba a gustarle tanto?
Se puso a doblar la servilleta del cóctel.
– Y… en cuanto a su verdadero nombre…
– Ya se lo dije. Campione.
– He estado investigando un poco. Hay una D en medio.
– Maldita la falta que le hace saber a qué corresponde.
– A algo malo, pues.
– Horroroso -dijo él secamente-. Mire, Annabelle, crecí en un descampado lleno de caravanas. No en un bonito camping para roulottes: eso habría sido el paraíso. Aquellos trastos no valían ni para chatarra. Los vecinos eran yonquis, ladrones, gente marginal. Mi dormitorio daba a un vertedero. Perdí a mi madre en un accidente cuando tenía cuatro años. Mi viejo era un tipo decente cuando no estaba borracho, pero eso no ocurría a menudo. Me he ganado a pulso todo lo que tengo, y estoy orgulloso de ello. No escondo mi procedencia. La placa metálica mellada que tengo colgada en el despacho, esa que reza BEAU VISTA, estaba en tiempos clavada en un poste que había no lejos de casa. La conservo como recordatorio del largo camino que he recorrido. Pero, aparte de eso, mi negocio es mío, y el suyo consiste en hacer lo que yo le diga. ¿Entendido?
– Jesús, sólo le he preguntado por su segundo nombre.
– No me vuelva a preguntar.
– ¿Desdémona?
Pero él se negó a seguir dándole conversación, y ella se quedó contemplándole la espalda mientras se dirigía a la cocina a presentar sus respetos a Mama.
– Os quiero en los bares todas las noches -anunció Portia a su plantilla a la mañana siguiente. Ramón, el camarero del Sienna's, la había despertado a medianoche con las inquietantes noticias del éxito de Annabelle Granger con su última candidata, y ya no fue capaz de volver a conciliar el sueño. No podía sobreponerse a la impresión de que estaba perdiendo otro cliente importante-. Repartir vuestras tarjetas -dijo a Kiki y a Briana, y también a Diana, la chica que había contratado para sustituir a SuSu-. Recoged números de teléfono. Ya conocéis la rutina.
– Ya hemos hecho todo eso -dijo Briana.
– Pero no lo bastante bien, al parecer, o Heath Champion no habría hecho planes anoche con la candidata de Granger en vez de con una nuestra. ¿Y qué hay de Hendricks y McCall? ¿No les enviamos a nadie más en dos semanas? ¿Qué pasa con el resto de nuestros clientes? Kiki, quiero que pases lo que queda de semana vigilando las agencias de modelos. Yo me ocuparé de las cenas de beneficencia y las boutiques de Oak Street. Briana y Diana, trabajaos las peluquerías y los grandes almacenes. Todas vosotras: por la noche, los bares. De aquí a una semana tenemos que pasar revista a una pila de nuevas candidatas.
– De poco nos va a servir con Heath -masculló Briana-. No le gusta ninguna.
No lo entendían, pensaba Portia mientras volvía a su despacho y repasaba su agenda. No comprendían lo duro que había que trabajar para permanecer en la cumbre. Miró la anotación correspondiente a aquel viernes. En una conversación breve y lacónica, Bodie Gray había fijado su cita para ese fin de semana. Había hecho todo lo posible para no volver a pensar en ello desde entonces. La mera posibilidad de que alguien les viera juntos le provocaba pesadillas. Pero, al menos, no parecía que le hubiera contado a Heath el incidente del espionaje.
Pasó un helicóptero sobrevolando el edificio. Ella se frotó las sienes y pensó en programarse una sesión de hidromasaje. Necesitaba algo que le levantara el ánimo, que le devolviera su seguridad habitual. Pero, mientras se volvía hacia su ordenador, una voz traicionera le susurró que no había en el mundo masajes, tratamientos faciales ayurvédicos o pedicuras con piedras calientes suficientes Para reparar lo que quiera que fuese que había dejado de funcionar en su interior.
Annabelle no podía permitirse cifrar todas sus esperanzas en la cita de Rachel con Heath, de modo que se pasó el resto de la semana paseándose por dos de las principales universidades de Chicago. En la Universidad de Chicago de Hyde Park alternó el merodear por los pasillos de la Facultad de Empresariales con el vagar por las escaleras de la Escuela Harris de Ciencias Políticas. Se acercó además al Lincoln Park, donde pasó la mayor parte del tiempo con las estudiantes de música del Auditorio De Paul. En ambos centros mantuvo los ojos abiertos a la caza de estudiantes agraciadas próximas a licenciarse y bellas integrantes del cuerpo docente. Cuando las encontraba, les entraba directamente y les explicaba quién era y lo que buscaba. Algunas estaban casadas o comprometidas, una era lesbiana, pero la gente adora a las casamenteras, y la mayoría mostró interés en ayudarle. A finales de la semana, tenía dos candidatas estupendas listas para probar si las necesitaba, además de media docena de mujeres que no eran adecuadas para Heath, pero estaban interesadas en contratar sus servicios para sí mismas. Dado que no podían permitirse las tarifas que pretendía cobrar, estableció un descuento para estudiantes.