Heath estuvo fuera de la ciudad toda la semana, y no la llamó. No es que esperara que lo hiciera. Sin embargo, tratándose de alguien que se pasaba el día al teléfono, hubiera pensado que podría dedicar unos pocos minutos a comentar con ella la marcha de las cosas, aun en plan rutinario. En vez de amargarse con ello, se calzó las deportivas, se llegó haciendo jogging hasta el Dunkin' Donuts y se distrajo con un bollo glaseado de manzana.
Heath pasó los cuatro primeros días de la semana viajando entre Dallas, Atlanta y San Luis, pero incluso estando reunido con clientes y directores deportivos, se sorprendía con la cabeza puesta en la reunión en la cumbre que le esperaba el viernes por la tarde en la sede de los Stars. Cuando de los Stars se trataba, intentaba despachar el mayor número de asuntos posible con Ron McDermitt, el director general y principal responsable del equipo, pero, una vez más, Phoebe Calebow había insistido en ser ella quien se viera con él en su lugar. Mala señal.
Heath presumía de estar en buenas relaciones con todos los propietarios de los equipos. Phoebe era la flagrante excepción. Era culpa de él que hubieran empezado mal de entrada. Uno de sus primeros clientes había sido un veterano del Green Bay descontento con el contrato que había negociado su anterior representante. Heath quería demostrar lo duro que era, así que cuando los Stars manifestaron su interés por el tío, Heath jugó un poco Phoebe, haciéndole creer que tenía muchas posibilidades de finarle, cuando él sabía que no era así. Luego hizo valer ese interés por el jugador en las negociaciones con los Packers, utilizándolo orno palanca para forzar un trato más ventajoso para su cliente. Phoebe se puso furiosa, y en una tempestuosa conversación telefónica le había advertido que jamás volviera a utilizarla de aquella manera.
En vez de tomarse en serio sus palabras, se enredó en otra escaramuza con ella unos meses después, a propósito de un segundo cliente, en este caso un jugador de los Stars. Heath había decidido que necesitaba endulzar el último año de un contrato preexistente por tres temporadas, negociado una vez más por un representante anterior, pero Phoebe se negaba en redondo. Al cabo de unas semanas, Heath amenazó con apartar al jugador de los entrenamientos. El tío era su mejor tight end, y puesto que Heath la ponía entre la espada y la pared, ella se descolgó con una respetable contraoferta. Aun así, no era el espectacular nuevo acuerdo que Heath creía que necesitaba para cimentar su reputación como representante dinámico. Les apretó un poco más y mandó al jugador a practicar la pesca de altura el día que el equipo empezaba a entrenar.
Phoebe se subía por las paredes, y los medios de comunicaciones se pusieron las botas magnificando el enfrentamiento entre la roñosa propietaria de los Stars y el nuevo y desenvuelto representante deportivo local. Heath sacó provecho de la popularidad del jugador entre la afición concediendo entrevistas a todas horas y reprochando dramáticamente a Phoebe que diera un trato tan mezquino a uno de sus mejores hombres. Cuando la primera semana de entrenamientos tocaba a su fin, Heath seguía fanfarroneando, tirándose el rollo con los columnistas deportivos y trabajándose mordaces declaraciones para los noticiarios de las diez. Acabó provocando una oleada de indignación que se volvió contra Phoebe. Con todo, ella permanecía firme.
Justo cuando empezaba él a replantearse lo acertado de su estrategia, se produjo un golpe de suerte. El tight end de reserva de los Stars se rompió el tobillo entrenando, y Phoebe se vio obligada a ceder. Heath consiguió el trato exorbitante que quería, pero en el proceso la había dejado mal a ella, que nunca se lo perdonaría. De aquellas experiencias extrajo dos duras lecciones: que una buena negociación es aquella de la que todos salen sintiéndose vencedores; y que un representante de éxito no edifica su reputación humillando a la gente con la que tiene que trabajar.
El recepcionista de los Stars le indicó el camino del campo de entrenamiento, y conforme se acercaba vio a Dean Robillard haciéndole la pelota a Phoebe en el banco de la banda. Renegó entre dientes. Lo último que quería que Robillard presenciase era cómo Phoebe Calebow le desollaba. Dean tenía aspecto de haber salido directamente del Surfer Magazine: barba de tres días, pelo revuelto fijado con gel, shorts de estampado tropical, camiseta y sandalias atléticas. En la esperanza de minimizar los daños colaterales, Heath tomó una decisión rápida y se dirigió a él en primer lugar.
– ¿Es un Porsche nuevo lo que he visto aparcado en tu plaza?
Dean se le quedó mirando a través de los cristales amarillos de iridio de un par de Oakleys de alta tecnología.
– ¿Ese viejo montón de chatarra? No, qué dices. Lo menos hace tres semanas que lo compré.
Heath se las arregló para reírse, pese a que había empezado a erizársele el vello de la nuca. Y no por estar cerca de Robillard. Se puso él también sus gafas de sol, no tanto para protegerse los ojos como para nivelar posiciones.
– Vaya, vaya, vaya… -zureó Phoebe Somerville Calebow con la voz ronca y panfila que usaba para ocultar su afilada mente-. Y yo que creía que nuestro exterminador había acabado con todas las ratas de los alrededores.
– Pues no. Las más fuertes y cabronas se las arreglan para sobrevivir no se sabe cómo. -Heath sonrió, esforzándose por conseguir un equilibrio entre no cabrearla más de lo necesario y demostrar a Dean que ella no lograba intimidarle.
La propietaria y directora ejecutiva en jefe de los Stars estaba ya sobre los cuarenta, y nadie llevaba los años mejor que ella. Su aspecto era el de una versión intelectual de Marilyn Monroe, con la misma nube de pelo rubio claro y un cuerpo que quitaba el hipo, hoy cubierto con chaqueta ajustada color aguamarina y estrecha falda de tubo amarillo canario abierta por un lado. Sensual, con pecho abundante y largas piernas, debería ser un póster central vez de la mujer más poderosa de la Liga Nacional de Fútbol.
Dean se levantó.
– Creo que voy a abrirme antes de que ustedes dos me rompan accidentalmente el brazo de lanzar.
Heath no podía amilanarse en aquel momento.
– Hombre, Dean, ni siquiera hemos empezado a divertirnos. Quédate un rato para ver cómo hago llorar a Phoebe.
Dean se volvió hacia su hermosa jefa.
– No había visto a este chiflado en mi vida.
Ella sonrió.
– Puedes irte, Dean, cariño. Tu vida sexual quedará arruinada para siempre si te ves obligado a ver de cuántas maneras puede una mujer hacer trizas a una serpiente.
Heath no iba a ganarse el corazón del quarterback con una retirada y, mientras Robillard se alejaba, todavía le gritó:
– Oye, Dean, dile a Phoebe que te enseñe algún día dónde esconde los huesos de todos los representantes que no tienen los huevos de plantarle cara.
Dean se despidió con la mano sin volverse a mirar.
– No he oído nada, señora Calebow -dijo-. Sólo soy un muchacho encantador de California que adora a su madre y quiere jugar un poco al fútbol para usted e ir a la iglesia en su tiempo libre.