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– Ojalá me acordara -dijo Molly-. Pero tengo una entrega y he estado un poco distraída.

Los Tucker y los Calebow se reunían constantemente, pero Heath no había recibido nunca una invitación, por más veces que hubiera explicado a Kevin la falta que le hacía. Heath quería una oportunidad para estar con Phoebe fuera del campo de batalla, y una reunión social informal era la oportunidad perfecta. Tal vez si no estuvieran discutiendo por un contrato, ella se daría cuenta de que en general era un tipo decente. A lo largo de los años, había intentado organizar una docena de comidas y cenas, pero ella se escabullía por sistema, en general con algún sarcasmo sobre comida envenenada. Ahora Molly daba una fiesta, y había invitado a Annabelle. A quien no había invitado era a él.

A lo mejor era una cosa sólo-para-chicas. O a lo mejor no.

Sólo había una forma de averiguarlo.

7

– Esta mujer no tiene ni puta idea de llevar un negocio -gruñó Heath, mientras Bodie iba zumbando por el carril de adelantamiento del peaje de la York Road en dirección este para coger la autopista Eisenhower-. Ninguno de sus números da línea. Tendremos que encontrarla.

– Por mí está bien -dijo Bodie-. Tengo un montón de tiempo de aquí a mi cita de esta noche.

Heath llamó a su despacho, consiguió la dirección de Annabelle y cuarenta y cinco minutos más tarde se detenían delante de una casita como de mona de Pascua pintada de azul y lavanda, encajonada entre dos casas de aspecto muy caro.

– Parece el nidito de amor de la pequeña Bo Peep -dijo mientras Bodie subía el coche a la acera.

– La puerta principal está abierta, así que está en casa. -Bodie examinó la construcción-. Voy a acercarme a Earwax a pillar un poco de café mientras tú te peleas con ella. ¿Quieres que te traiga algo de vuelta?

Heath sacudió la cabeza. Earwax era una cafetería enrollada de la avenida Milwaukee que se había convertido en toda una institución en Wicker Park. Bodie, con su cabeza rapada y sus tatuajes, encajaba allí perfectamente, aunque lo mismo podía decirse de cualquiera. Bodie se fue con el coche y Heath cruzó la vieja verja de forja que daba paso a una extensión de césped, tamaño felpudo, cubierta de pendejuelo recién cortado. Oyó la voz de Annabelle antes incluso de llegar a la puerta.

– Estoy haciendo todo lo que puedo, señor Bronicki.

– Esta última era demasiado vieja -replicó una voz cascada.

– Es casi diez años más joven que usted.

– Setenta y un años. Demasiado vieja.

Heath se detuvo en el umbral de la puerta abierta y vio a Annabelle de pie en mitad de una habitación alegre, azul y amarilla, que parecía hacer las veces de zona de recepción. Llevaba encima una camiseta blanca corta, un par de vaqueros a la altura de las caderas y chancletas arco iris. Se había recogido el pelo encima de la cabeza en una coletita rizada semejante al chorro de una ballena que la hacía parecerse a Pebbles Picapiedra, sólo que con mejor cuerpo.

Un viejo calvo con cejas muy pobladas la miraba enojado.

– Te dije que quería una dama sobre los treinta.

– Señor Bronicki, la mayoría de las mujeres en la treintena buscan un hombre de edad algo más cercana a la suya.

– Eso demuestra lo poco que sabes. A las mujeres les gustan los hombres mayores. Saben que es ahí donde está el dinero.

Heath sonrió: era la primera vez que disfrutaba en todo el día. En cuanto cruzó el umbral, Annabelle reparó en él. Sus ojos color miel se agrandaron como si un dinosaurio enorme y malo hubiera asomado por la puerta de la cueva de los Picapiedra.

– ¿Heath? ¿Qué está haciendo aquí?

– Al parecer, no responde usted al teléfono.

– Ahora tratas de evitarme -intervino el viejo.

El peinado en chorro de ballena de Annabelle se agitó de indignación.

– No intentaba evitarle. Mire, señor Bronicki, tengo que hablar con el señor Champion. Usted y yo podemos discutir esto en otro momento.

– No, de eso nada. -El señor Bronicki cruzó los brazos sobre el pecho-. Lo que intentas es librarte de ese contrato escabulléndote como una comadreja.

Heath hizo un gesto complaciente con la mano abierta.

– No se molesten por mí. Me quedaré aquí mirando.

Ella le dirigió una mirada de exasperación. Él borró la sonrisa de su rostro y se situó más cerca del sofá, lo que le daba una mejor visión de la blanca camiseta ajustada. Su mirada se deslizó por aquel par de estilizadas piernas hasta llegar a sus pies y finalmente a los dedos de sus pies, que tenían las uñas pintadas de morado con topitos blancos. Pebbles tenía su particular sentido de la elegancia.

Ella volvió a ocuparse de su anciano visitante.

– No me escabullo -dijo, airada-. Sucede que la señora Valerio es una mujer hermosa, y usted y ella tienen mucho en común

– Es demasiado vieja -volvió a la carga el hombre-. Garantía de satisfacción, ¿recuerdas? Eso es lo que decía el contrato, y mi sobrino es abogado.

– Como ya me ha dicho alguna vez.

– Y muy bueno. Estudió Derecho en una universidad de las mejores.

El destello acerado que asomó a los ojos de Annabelle no auguraba nada bueno para el pobre señor Bronicki.

– ¿Tan buena como Harvard? -dijo en tono triunfal-. Porque allí es donde estudió el señor Champion, y -clavó la mirada en él- resulta que él es mi abogado.

Heath arqueó una ceja.

El viejo le examinó con desconfianza, y las mejillas de Annabelle se redondearon en una sonrisa picara y malévola.

– Señor Bronicki, le presento a Heath Champion, también conocido como la Pitón, pero no deje usted que eso le preocupe. Casi nunca manda a personas mayores a la cárcel. Heath, el señor Bronicki es un antiguo cliente de mi abuela.

– Aja.

El señor Bronicki pestañeó, pero se recuperó inmediatamente.

– Pues si es abogado, tal vez quiera usted explicarle cómo funciona un contrato.

Annabelle volvió a saltar de irritación.

– Según parece, el señor Bronicki cree que un contrato que firmó con mi abuela en 1986 sigue válido y que es mi deber cumplirlo.

– Decía que si no quedaba satisfecho me devolverían mi dinero -replicó el señor Bronicki-. Y no quedé satisfecho.

– ¡Estuvo casado con la señora Bronicki quince años! -exclamó Annabelle-. Yo diría que amortizó usted sus doscientos dólares.

– Ya se lo dije. Se me volvió loca. Ahora quiero otra.

Heath no sabía qué resultaba más gracioso, si las cejas convulsivas del señor Bronicki o la agitación indignada del chorro de ballena de Pebbles.

– ¡No dirijo un supermercado! -Se volvió hacia Heath-. ¡Dígaselo!

En fin. Todo lo bueno llegaba a su fin. Adoptó la actitud de un abogado.

– Señor Bronicki, al parecer firmó usted su contrato con la abuela de la señorita Granger. Y dado que todo indica que los términos originales del acuerdo se cumplieron, me temo que carece usted de base legal para una reclamación.

– ¿Cómo que carezco de base legal? Ya lo creo que tengo base legal. -Con las cejas dando brincos, empezó a fustigar a Annabelle con toda una sarta de agravios, ninguno de los cuales tenía nada que ver con ella. Y cuanto más despotricaba, menos gracia le hacía a Heath todo el asunto. No le gustaba que nadie más que él la intimidara.

– Ya basta -dijo por fin.

El anciano debió de comprender que Heath hablaba en serio, porque se detuvo a mitad de una frase. Heath se acercó, situándose entre Bronicki y Annabelle.

– Si cree usted que tiene posibilidades, hable con su sobrino. Y de paso, pídale que le informe sobre las leyes contra el hostigamiento.

Las pobladas cejas cayeron como orugas moribundas, y la agresividad del viejo se disipó de inmediato.

– En ningún momento he hostigado a nadie.

– No es la impresión que yo tengo -dijo Heath.