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Lo que es peor, esperaban que siguiera cobrándoles las tarifas de Nana.

Cuando terminó con las violetas africanas, se sentó a revisar las facturas. Gracias al cheque de Heath, había liquidado la mayor parte. El día antes había llamado a Melanie para saber si le interesaría firmar como clientes, lo que la obligó a aclarar su verdadera ocupación. Afortunadamente, Melanie tenía sentido del humor, y pareció interesada. Las cosas iban a mejor.

En el reloj de la Sirenita de su escritorio iban pasando los minutos. Heath estaría recogiendo a Rachel en aquellos momentos. Iba a llevarla a Tru, donde servían el caviar en una escalera de cristal en miniatura y una cena para dos podía salir fácilmente por cuatrocientos dólares. Ella no había estado, pero lo había leído.

Pensó en pasarse por un par de cafeterías de las proximidades a repartir tarjetas, pero no tenía energías suficientes para cambiarse de ropa. Viernes por la noche. Ninguna cita interesante. Ninguna perspectiva de citas interesantes. La casamentera necesitaba una casamentera. Quería casarse, quería una familia, un trabajo que le apasionara… ¿Era pedirle demasiado a la vida? Pero ¿cómo iba a encontrar nunca un hombre para sí misma si tenía que estar siempre cediendo los mejores? No es que Heath fuera el mejor. Era un marido en potencia sólo en su propia cabeza. No, eso no era del todo justo. Lo que hacía, lo hacía bien, y dedicaría al matrimonio sus mejores esfuerzos. Que eso resultase suficiente aún estaba por ver. Gracias a Dios, no era problema suyo.

Sacó la película de Esperando a Guffman, entonces recordó que era de Rob y prefirió ver Ponte en mi lugar. Acababa de llegar a la parte en que Jamie Lee Curtis y su hija se intercambian los cuerpos cuando sonó el teléfono.

– Annabelle, soy Rachel.

Le dio al botón de stop.

– ¿Qué tal va?

– Se me está haciendo muy cuesta arriba.

– ¿Por qué dices eso? ¿Desde dónde llamas?

– Desde el servicio de señoras de Tru. La cita no funciona. No lo entiendo. Heath y yo lo pasamos tan bien juntos el día que nos presentaste… ¿te acuerdas? Pero ahora parece que no hay ángel.

– Sabía que pasaría esto. Lleva toda la noche pegado al móvil, ¿es eso?

– No ha cogido una sola llamada. En realidad, se ha portado como un auténtico caballero. Pero los dos tenemos que esforzarnos mucho para mantener viva la conversación.

– Se ha pasado de viaje toda la semana. Puede que esté cansado.

– No creo que sea eso. Es sólo que… no está pasando nada. Estoy realmente decepcionada. La primera vez sentí que saltaban chispas. ¿Tú no?

– Decididamente. Pregúntale por su trabajo. O sobre béisbol. Es hincha de los Sox. Pero sigue intentándolo.

Rachel dijo que lo haría, pero no parecía optimista, y cuando Annabelle colgó el teléfono, se sintió desanimada… y aliviada.

Razón de más para deprimirse.

8

Las palomas se agolpaban en el interior de los apliques enrejados encima de las puertas. El bar, situado en un antiguo almacén muy cerca de la avenida del Norte, se llamaba Suey, y el rótulo mostraba un enorme cerdo rojo con una gorra de camionero.

– Encantador -dijo Portia arrastrando las sílabas.

Bodie le dirigió una sonrisa chulesca y descerebrada que armonizaba a la perfección con su amenazadora cabeza rapada, sus tatuajes intimidantes y sus músculos de matón.

– Sabía que le gustaría.

– Estaba siendo sarcástica.

– ¿Por qué?

– Porque esto es un bar de deportes.

– ¿No le gustan los bares de deportes? Qué raro. -Le aguantó la puerta abierta.

Ella elevó los ojos al cielo y le siguió al interior. El local era amplísimo y ruidoso, con un olor a cerveza rancia, patatas fritas y loción para después del afeitado, rematado todo con colonia de gimnasio. El bar daba paso a una sala más grande con mesas, juegos y paredes de bloques de hormigón que exhibían los logos de los equipos de Chicago. Entrevio al fondo un espacio aún mayor que contenía taquillas de metal y una pista de voley-playa delimitada por una valla de plástico naranja. Muñecas hinchables, placas de marcas de cerveza y espadas de luz de La guerra de las galaxias colgaban de las vigas vistas. Todo muy de chicos. Gracias a Dios, no era la clase de lugar que frecuentarían sus amistades.

Se había vestido informalmente para la velada, desenterrando viejo par de pantalones de algodón holgados, un cuerpo azul mano ajustado con sujetador incorporado, y sandalias planas. Incluso había sustituido sus pendientes de diamantes por sencillos aretes de plata. Siguió a Bodie a través de un bullicioso grupo de veinteañeros que hacía caso omiso del sonido de fondo de los televisores mientras tomaban chupitos de tequila. A medida que la gente les abría paso, tomó conciencia de cómo miraban a Bodie las mujeres. Algunas le saludaban por su nombre. Los hombres muy musculosos tendían siempre a vestirse con desaliño, pero el polo marrón café y los chinos que llevaba no podían sentarle mejor, y no había mujer en el local que no se hubiera percatado.

Ella le seguía pegada a su espalda, que era lo bastante ancha para impedir que la gente se tropezase con ella, y se dejó conducir hasta una mesa con magníficas vistas del toro mecánico y la pista de voleibol en la sala contigua. Tuvo la impresión de que pedir vino o un combinado era arriesgarse mucho, de forma que se decidió por una cerveza suave, pero pidió que se la trajeran en la botella. Estaría más protegida si caía porquería del techo.

Bodie volvió enseguida con otra cerveza para él y se puso a estudiarla descaradamente.

– ¿Cuántos años tiene?

– Suficientes para saber que ésta es la peor cita de mi vida.

– Es difícil de adivinar con mujeres como usted. Tiene la piel estupenda, pero los ojos de mujer mayor.

– ¿Algo más? -preguntó con frialdad.

– Yo calculo que cuarenta y tres o cuarenta y cuatro.

– Tengo treinta y siete -replicó ella al instante.

– No, yo tengo treinta y siete. Usted tiene cuarenta y dos. Me he informado un poco.

– ¿Por qué lo ha preguntado, entonces?

– Quería ver si se delata cuando miente. -Sus ojos de un gris azulado chisporroteaban de diversión-. Ahora ya lo sé.

Ella se resistió a morder el anzuelo.

– ¿Ya hemos acabado con la cita?

– No ha hecho más que empezar. Creo que deberíamos esperar a después de jugar para cenar, ¿no le parece?

– ¿Jugar?

Señaló con un movimiento de la cabeza a la pista de voleibol.

– Tenemos partido dentro de cuarenta minutos.

– Ah, vale. Eso será justo después de que yo me vaya, ¿no?

– Ya nos he apuntado. Tiene que jugar.

– Ni pensarlo.

– Debí avisarle de que trajera pantalón corto.

– Seguro que tenía muchos otros asuntos de importancia en que pensar.

Él sonrió.

– Es usted una puta muy guapa.

– Muchas gracias.

La sonrisa de él se hizo más amplia, y ella sintió un cosquilleo en la piel. De nuevo, consideró la posibilidad de que no fuera tan idiota como parecía.