– Decididamente, una rompepelotas -dijo él-. Hoy es mi día de suerte. -Trató de apartarse cuando se inclinó hacia ella, pero, cuando le rozó la garganta con la punta del dedo, un pequeño espasmo le recorrió la piel-. Usted y yo lo vamos a pasar en grande juntos… mientras yo mantenga ese collar de perro bien abrochado en torno a su cuello.
Sintió otra sacudida en sus terminales nerviosas, y miró hacia otro lado. Afortunadamente, tres hombres que llevaban un rato en el bar eligieron aquel momento para acercarse. Todos eran jóvenes y respetuosos. Bodie la presentó, pero sólo les interesaba él. Se enteró de que había sido futbolista profesional, y mientras los hombres hablaban de deporte experimentó la rara, que no inconveniente, sensación de ser invisible. Se permitió relajarse un poco. Cuando los jóvenes les dejaron, no obstante, supo que era el momento de hacerse con el control.
– Hábleme de usted, Bodie. ¿De dónde es?
Él la observó, casi como si estuviera decidiendo cuánto estaba dispuesto a revelarle.
– De un puntito en el mapa en el sur de Illinois.
– Un chico de pueblo.
– Podría decirse que sí. Crecí en un párking de caravanas donde era el único niño. -Dio un trago a su cerveza-. Mi dormitorio daba a un basurero.
Que tenía un pasado difícil saltaba a la vista, de modo que a ella no le sorprendió.
– ¿Qué me dice de sus padres?
– Mi madre murió cuando yo tenía cuatro años, y mi padre era un borrachín bastante guapo que tenía gancho con las mujeres, créame, crecí con un montón de ellas pululando alrededor.
Era todo tan sórdido que Portia deseó no haber preguntado. Pensó en su ex marido, con su linaje impecable, en las docenas de hombres con quienes había salido a lo largo de los años, algunos de ellos hechos a sí mismos, pero todos refinados y de irreprochables modales. Y sin embargo allí estaba, en un bar de deportistas con un hombre cuyo aspecto inducía a creer que se había ganado la vida cargando cadáveres en maleteros de coche. Una señal más de que su vida había virado y se alejaba de ella.
Bodie se excusó un momento, y aprovechó para comprobar su móvil. Tenía un mensaje de Juanita Brooks, la directora de la Promotora Comunitaria de la Pequeña Empresa. Portia respondió de inmediato. Apuntarse de voluntaria en la PCPE la había ayudado a llenar el hueco que el divorcio dejó en su vida. Aunque nunca se lo confesaría a nadie, ansiaba una validación -comprobar que era la mejor-, y apadrinar a esas nuevas empresarias se la estaba proporcionando. Tenía tantos conocimientos ganados a pulso que ofrecer… Con sólo que le hicieran caso.
– Portia, he estado hablando con Mary Churso -dijo Juanita-. Sé que te hacía ilusión ser su asesora, pero… ha pedido que le asignen a otra.
– ¿A otra? Pero no puede ser. Con todo el tiempo que le he dedicado. Lo duro que he trabajado. ¿Cómo ha podido hacer tal cosa?
– Creo que se sentía un poco intimidada por ti -dijo Juanita-. Igual que las otras. -Vaciló un instante-. Portia, te agradezco tu compromiso. Te lo digo de corazón. Pero la mayor parte de las mujeres que acuden a nosotras necesitan un apoyo algo más amable. -Portia escuchó, incrédula, mientras Juanita explicaba que no se le ocurría nadie más en aquel momento con quien Ponerla a trabajar, pero que si aparecía alguien «especial» se lo haría saber. Luego colgó.
Portia no podía creerlo. Se sentía como si un puño gigante la hubiera estrujado hasta expulsar todo el aire de sus pulmones. ¿Cómo Podía Juanita privarla de esto? Combatió su pánico con ira. Aquella mujer era una pésima administradora. La peor. En realidad, la había despedido por esperar lo máximo de esas mujeres en vez de mostrarse condescendiente con ellas.
Justo en aquel momento reapareció Bodie. Era exactamente la distracción que necesitaba, y enfundó sin dilación el móvil en su bolso para observarle acercarse. Su camiseta blanca se amoldaba a su pecho, y su atlético pantalón corto exponía la poderosa musculatura de sus piernas, en una de las cuales tenía una cicatriz larga y fruncida. Se sobresaltó al sentir que sus sentidos se aceleraban.
– Empieza el espectáculo. -La cogió de la mano para hacerla levantarse.
Juanita la había dejado tan descolocada que había olvidado el asunto del partido.
– No pienso hacerlo.
– Claro que sí. -Él ignoró sus protestas y la arrastró hacia la pista de voleibol-. Eh, tíos, ésta es Portia. Juega al voley profesional en la Costa Oeste.
– Hola, Portia.
Todos los jugadores, salvo dos, eran hombres. Una de las mujeres llevaba shorts y parecía tomarse la cosa en serio. La otra iba vestida de calle y también tenía aspecto de que la hubieran liado para jugar a su pesar. Portia no soportaba hacer cosas que no se le dieran muy bien. No había jugado al voleibol desde su primer año de universidad, y el único aspecto del juego que llegó a dominar un poco era el servicio.
Bodie deslizó sus dedos por la parte de atrás de su cuello y le apretó lo justo para recordarle su comentario sobre el collar de perro.
– Sácate esas sandalias y muéstranos de lo que eres capaz.
Él no la creía capaz. Esto era una prueba, y él esperaba que fallara. Pues bien, no iba a hacerlo. Otra vez no. No después de lo que acababa de ocurrir con Juanita. Se deshizo de las sandalias de dos patadas y se metió en la arena. Él inclinó la cabeza -¿una muestra de respeto?- y se volvió para hablar con otro jugador.
La pelota no le pasó cerca hasta pasados varios minutos del inicio del partido, cuando le dio de lleno en el pecho. No pudo colocarse debajo, y la empujó a la red. Conforme rebotaba, Bodie se tiró de cabeza a por ella, lanzando al aire una estela de arena y consiguiendo de algún modo enviarla hacia arriba y por encima de red. Era un atleta asombroso, intensamente físico, rápido e intimidante. También era un jugador de equipo, que colocaba la pelota para los demás en lugar de acapararla. Portia se esforzaba, pero, aparte de marcar un tanto de saque, fue un paquete. A pesar de todo, con Bodie al quite junto a ella, su equipo ganó los dos partidos y al celebrarlo con los demás sintió una extraña euforia. Hubiera querido que Juanita Brooks -que todo el mundo en la PCPE- la viera entonces.
Se lavó lo mejor que pudo en los servicios, pero sólo con una ducha se quitaría la arenilla que se le había metido en el pelo y entre los dedos de los pies. Volvió a la mesa al tiempo que Bodie reaparecía con su ropa de calle. El bar no tenía duchas, así que no se entendía que oliera tan bien, a agradable esfuerzo masculino, jabón de pino y ropa limpia. Cuando agarró su silla, la manga de su camisa de punto se deslizó bíceps arriba, revelando algo más del intrincado tatuaje tribal que lo rodeaba. Él le sonrió.
– Lo ha hecho de pena.
Nadie más iba a hacerle sentirse mal esa noche.
– Mira, ahora has herido mis sentimientos -dijo con voz zalamera.
– Dios, no veo el momento de llevarte a la cama.
Otra de esas turbadoras descargas la estremeció. Agarró la cerveza que él le había pedido y le dio un sorbo, pero estaba demasiado tibia para enfriarla.
– Estás dando mucho por sentado.
– No tanto. -Se inclinó hacia ella-. ¿Cómo si no vas a estar segura de que no voy a irme de la lengua con Heath? Es de lo más curioso, pero no hay manera, no consigo olvidar ese pequeño episodio de espionaje.
– ¿Me estás chantajeando por sexo?
– ¿Por qué no? -El se recostó en la silla con una sonrisa canalla-. Te dará una buena excusa para hacer lo que de todas formas estás deseando.
Si otro hombre le hubiera soltado semejante frase, se le habría reído en la cara, pero el estómago se le encogió. Tenía la singularísima sensación de que Bodie sabía algo de ella que el resto de la gente no entendía, que tal vez incluso a ella se le había escapado.
– Te engañas a ti mismo.
El se frotó los nudillos.