– No hay nada que me guste más que dominar sexualmente a una mujer fuerte.
Ella apretó los dedos alrededor de la botella, no porque se sintiera amenazada -él se estaba divirtiendo demasiado- sino porque sus palabras la excitaban.
– Tal vez deberías hablar con un psiquiatra.
– ¿Y echar a perder nuestra diversión? Me parece que no.
Nadie jugaba nunca con ella a juegos sexuales. Cruzó las piernas y le brindó una sonrisa desganada.
– Hombrecillo iluso.
El se inclinó hacia delante y le susurró en el lóbulo de la oreja:
– Una noche de éstas te voy a hacer pagar por eso. -Y luego la mordió.
Ella soltó un gruñido, no de dolor -no le estaba haciendo daño, en realidad-, sino por una perturbadora excitación. Afortunadamente, uno de los hombres con que habían jugado al voleibol se acercó a la mesa, de forma que Bodie tuvo que apartarse, dándole ocasión de recuperar la serenidad.
Poco después les trajeron la comida. Bodie la había pedido sin consultarle, y luego aún tuvo la cara dura de reñirle por no comer.
– Pero si no llegas a hincarle el diente a nada. Sólo pasas la lengua. No me extraña que estés tan escuálida.
– Demonio con pico de oro.
– Bueno, mientras sigas abriendo la boca… -Le coló una patata frita. Ella se recreó en la impresión de la grasa y la sal, pero se apartó cuando le ofreció otra. Más jugadores de voleibol se detuvieron junto a la mesa. Mientras Bodie charlaba con ellos, ella pasó revista en un gesto automático a las mujeres del bar. Había varias bastante hermosas, y sintió el impulso de darles su tarjeta, pero le falló la motivación para levantarse. La presencia de Bodie había absorbido el oxígeno del lugar, dejando el aire demasiado enrarecido para que pudiera respirar.
Para cuando abandonaron el bar y entraron en el vestíbulo de su edificio, estaba casi mareada de deseo. Ensayó mentalmente la forma en que iba a vérselas con él. El sabía perfectamente el efecto que estaba causando en ella, así que evidentemente esperaba que le invitara a subir. No lo haría, pero él se metería en el ascensor igualmente, y ella reaccionaría con una actitud divertida y tranquila. Perfecto.
Pero Bodie Gray le tenía reservada una sorpresa más.
– Buenas noches, cañonera.
Sin más que un beso en la frente, se alejó caminando.
El sábado por la mañana, Annabelle se levantó temprano y salió hacia Roscoe Village, un antiguo refugio de traficantes de droga que se había aburguesado a principios del siglo XX. Ahora era un coqueto barrio de casas restauradas y tiendas encantadoras que respiraba cierto ambiente de pueblo. Tenía cita con la hija de uno de los antiguos vecinos de Nana en su despacho de arquitectura, que daba directamente a Roscoe Street. Había oído decir que era una mujer de excepcional belleza, y quería conocerla en persona para ver si podía hacer buena pareja con Heath.
Se encontró con que la mujer era preciosa, pero casi tan hiperactiva como él, una receta infalible para el desastre. Annabelle consideró no obstante que podía ser una buena candidata para algún otro, y decidió tenerla presente.
Una punzada de hambre le recordó que no había tenido tiempo de desayunar. Como Heath no iba a recogerla hasta las doce, cruzó la calle para dirigirse a Victory's Banner, una alegre cafetería vegetariana de tamaño bolsillo, regentada por seguidores de un maestro espiritual hindú. En vez de un desfasado interior con olor a incienso, Victory's Banner lucía paredes de azul mediterráneo, luminosas banquetas amarillas y mesas en blanco tiza que combinaban con las cortinas. Se sentó a una mesa vacía y se dispuso a pedir uno de sus platos favoritos, tostada casera con mantequilla de melocotón y auténtico sirope de arce, pero la distrajo una bandeja de dorados gofres belgas que pasó a su lado. Al final, se decidió por unas crepés de manzana y nueces.
Cuando daba el primer sorbo a su café, se abrió al fondo la puerta de los servicios, y apareció una cara conocida. A Annabelle se le cayó el alma a los pies. La mujer habría resultado alta aun sin sus sandalias de tafilete de tacón alto. Era ancha de espaldas e iba bien vestida, con pantalones sueltos de tela blanca fruncida y una blusa coralina de manga corta que complementaba el pelo castaño claro que le caía hasta los hombros. Estaba maquillada con esmero, con una sutil sombra de ojos que resaltaba sus familiares ojos oscuros.
La cafetería era demasiado pequeña para esconderse, y Rosemary Kimble reparó en Annabelle de inmediato. Aferró su bolso de esterilla con más fuerza. Tenía las manos grandes y fuertes, con las uñas largas y pintadas de color caramelo, y tres pulseras de oro le adornaban la muñeca. Hacía casi seis meses desde que Annabelle la había visto por última vez. Rosemary tenía la cara más delgada y las caderas más rellenas. Se acercó a la mesa y Annabelle experimentó una mezcla de emociones encontradas que no le era en absoluto desconocida: ira y traición, compasión y repulsa… una dolorosa ternura.
Rosemary se cambió el bolso de mano y habló con su voz grave y melodiosa.
– Acabo de desayunar, pero… ¿te importa si te acompaño?
«Sí, me importa», tuvo ganas de decir Annabelle, pero luego se habría sentido culpable, de forma que señaló con un leve movimiento de cabeza la silla de enfrente. Rosemary se acomodó el bolso en el regazo, pidió un té chai helado y empezó a juguetear con una pulsera.
– Me han llegado rumores de que te has hecho con un cliente de postín.
– La cotilla de Molly…
Rosemary le dirigió una sonrisa mustia.
– No me llamas, no me escribes… Molly es mi única fuente de información. Está siendo una buena amiga.
… Al contrario que Annabelle. Se concentró en su café. Finalmente, Rosemary rompió el incómodo silencio.
– ¿Y qué tal está Kate la Tornado últimamente?
– Interfiriendo, como siempre. Quiere que me saque un título de contabilidad.
– Se preocupa por ti.
Annabelle dejó su taza en el plato con demasiado ímpetu, y el café salpicó por encima del borde de la taza.
– No me puedo figurar el porqué.
– No trates de echarme la culpa de todos tus problemas con Kate. Te ha vuelto loca toda la vida.
– Sí, bueno, nuestra situación no es que ayudara, precisamente.
– No, es cierto -dijo Rosemary.
Annabelle había esperado casi una semana desde que su mundo se viniera abajo antes de llamar a su madre, con la esperanza de poder entonces anunciar las nuevas sin echarse a llorar.
«Rob y yo hemos anulado nuestro compromiso, mamá.» Todavía recordaba el chillido de su madre. «¿De qué estás hablando?»
«Que no vamos a casarnos.»
«Pero si sólo faltan dos meses para la boda. Y adoramos a Rob. Todos le queremos. Es el único hombre con que has salido que tiene la cabeza sobre los hombros. Os complementáis a la perfección.» «Parece que demasiado. Te vas a morir de risa. -Se le hizo un nudo en la garganta-. Resulta que Rob es una mujer atrapada en el cuerpo de un hombre.»
«Annabelle, ¿has bebido?»
Annabelle se lo explicó a su madre de la misma forma en que Rob se lo explicase a ella: que Rob se sentía mal en su cuerpo desde que tenía memoria; la crisis nerviosa que había sufrido un año antes de conocerse pero de la que nunca llegó a hablarle; que creyó que amarla a ella le curaría; y que al fin comprendió que no podía seguir viviendo si debía hacerlo como un hombre. Kate rompió a llorar y Annabelle lloró con ella. Se sintió estúpida por no haber sospechado la verdad, pero Rob había sido un amante bastante decente, y su vida sexual no estaba mal. Era resultón, divertido y sensible, pero no le había parecido afeminado. Nunca le sorprendió probándose su ropa o usando su maquillaje, y hasta aquella noche fatídica en que él se echó a llorar y le dijo que ya no podía seguir intentando ser alguien que no era, ella había dado por hecho que era el amor de su vida.