Mirando atrás, sí había habido algunas pistas: sus ataques de melancolía, alusiones frecuentes a una infancia desgraciada, preguntas extrañas sobre las experiencias de Annabelle al crecer siendo una niña. Ella se había sentido halagada por la atención que prestaba a sus opiniones, y contó a sus amistades lo afortunada que era por estar prometida a alguien que se interesaba tanto por ella como persona. Ni una sola vez se le pasó por la cabeza que él estaba reuniendo información, contrastando sus propias experiencias con las de ella de cara a tomar su decisión definitiva. Después de anunciarle la devastadora noticia, le dijo que la seguía queriendo igual que siempre. Ella le preguntó entre lágrimas de qué esperaba que le sirviera eso.
Ya había sido bastante doloroso que sus sueños se hicieran añicos, pero además tuvo que pasar por la humillación de contárselo a sus parientes y amigos.
«¿Os acordáis de Rob, mi ex prometido? No os lo vais a creer…» Por más que lo intentara, no conseguía superar lo que había acabado denominando para sus adentros el «factor repulsa». Había hecho el amor con un hombre que quería ser una mujer. No hallaba consuelo en sus explicaciones de que identidad de género y sexualidad eran dos asuntos diferentes. Él sabía que aquella monstruosidad pendía sobre ellos cuando se enamoraron, pero no había dicho una palabra del tema hasta la tarde en que ella se probó el traje de novia. Aquella misma noche se administró su primera dosis de estrógenos, dando comienzo a su transformación de Rob en Rosemary.
Habían transcurrido casi dos años desde entonces, y Annabelle aún no había superado la sensación de haber sido traicionada. Al mismo tiempo, no podía fingir indiferencia.
– ¿Cómo va el trabajo? -Rosemary llevaba desde hacía muchísimo tiempo la dirección de márketing de la editorial de Molly, Birdcage Press. Molly y ella habían trabajado hombro con hombro para abrir un mercado a la galardonada serie de libros infantiles «La conejita Dafne».
– La gente se va acostumbrando a mí, por fin.
– Estoy segura de que no ha sido fácil. -Durante algún tiempo, Annabelle había deseado que fuera difícil, que su antiguo amante sufriera, pero ya no sentía lo mismo. Ahora sólo quería olvidar.
La mujer que una vez fue su prometido la miró desde el otro lado de la mesa.
– Tan sólo quisiera…
– No lo digas.
– Eras mi mejor amiga, Annabelle. Quiero recuperar eso.
El antiguo rencor rebrotó.
– Ya sé que quieres, pero no puede ser.
– ¿Serviría de algo si te dijera que ya no me atraes sexualmente? Parece que las hormonas han hecho efecto en mí. Por primera vez en mi vida, he empezado a fijarme en los hombres. Se me hace muy raro.
– Qué me vas a contar a mí.
Rosemary rió, y Annabelle se las compuso para corresponder con una sonrisa, pero en la misma medida en que le deseaba lo mejor le era imposible ser su confidente. Su relación le había despojado de demasiadas cosas. No sólo había perdido la confianza en su capacidad para juzgar a la gente, sino además su seguridad en el terreno sexual. ¿Qué clase de perdedora podía estar inmersa en una relación íntima todo ese tiempo sin sospechar que algo raro pasaba?
Llegaron sus crepes. Rosemary se levantó y la miró con tristeza.
– Te dejo comer tranquila. Me alegro de haberte visto.
Lo más que acertó a responder Annabelle fue un quedo:
– Buena suerte.
– ¿Phoebe y Dan la invitan a muchas de sus fiestas? -preguntó Heath unas horas más tarde, mientras giraba hacia la larga avenida arbolada que conducía al hogar de los Calebow. Un halcón volaba en círculos al sol del mediodía sobre el viejo huerto a su derecha, en el que las manzanas empezaban a cobrar un color rojo.
– A unas cuantas -repuso ella-. Pero claro, es que yo le caigo bien a Phoebe.
– Adelante, ríase, pero a mí no me hace gracia. He perdido unos cuantos clientes magníficos por este asunto.
– Mentiría si no le dijera que es agradable tenerle a mi merced para variar.
– No lo disfrute demasiado. Confío en que no vaya a echar esto a perder.
Ella temía haberlo hecho ya. Debería haber sido franca con él respecto a lo de hoy, pero siempre se ponía cabezona cuando un adicto al trabajo empezaba a darle órdenes: otro legado de su infancia.
Las ruedas traquetearon al cruzar un estrecho puente de madera. Giraron por un recodo y una vieja alquería de piedra apareció a la vista. La propiedad de los Calebow, construida en la década de 1880, era una joya rústica en mitad de una próspera zona de expansión urbana descontrolada. Dan había comprado la casa en sus tiempos de soltería y, a medida que su familia fue creciendo Phoebe y él habían ido añadiendo alas, elevando el techo y ampliando el terreno. El resultado final era un desparrame de casa con mucho encanto, perfecta para una familia con cuatro hijos a los que criar.
Heath aparcó en la avenida junto al cuatro por cuatro de Molly que tenía pantallas con dibujos de Tigger sujetas con ventosas a los cristales. Echó el cuerpo a un lado para guardarse las llaves en el bolsillo de la cadera de sus pantalones deportivos caqui. Completaban el conjunto un polo de marca y otro de sus relojes TAG Heuer éste con correa marrón de piel de cocodrilo. Annabelle sintió que iba vestida un poco más sencillamente de la cuenta. Con sus shorts grises de punto ajustados con cordel, su camiseta aguamarina sin mangas y sus chancletas J. Crew.
Advirtió el preciso instante en que él se fijó en la multitud de globos rosas atados a la larga verja que rodeaba el porche delantero, de estilo tradicional.
El se volvió hacia ella muy despacio, como una pitón desenroscándose de cara al ataque.
– ¿Qué clase de fiesta es ésta, exactamente?
Ella se mordió el labio inferior e intentó parecer adorable.
– Eh… Tiene gracia que lo pregunte…
Sus ojos severos le recordaron demasiado tarde a Annabelle que, cuando de negocios se trataba, él carecía de sentido del humor. Y tampoco es que lo hubiera olvidado.
– Nada de tonterías, Annabelle. Dígame ahora mismo de qué va esto.
La pisotearía si trataba de escenificar una retirada, de modo que probó con cierto savoir faire desenfadado:
– Relájese y disfrute. Será divertido. -No sonó nada convincente, pero antes de que él pudiera estrangularla, apareció Molly en el porche de entrada con Pippi a su vera. Las dos lucían rutilantes diademas rosas, la de Pippi complementada con una túnica de princesa de color fresa y la de Molly con unos shorts ajustados amarillo limón y una camiseta de la conejita Dafne. La expresión ya severa de Heath se tornó aún más adusta.
Molly pareció perpleja al ver a Heath, y luego se echó a reír. Él le lanzó a Annabelle una mirada asesina, fingió una sonrisa postiza para Molly y salió del coche. Annabelle agarró su bolsa y le siguió. Desgraciadamente, el nudo que había empezado a formarse en su estómago salió con ella.
– ¿Heath? No me lo puedo creer -dijo Molly-. Si ni siquiera he podido convencer a Kevin de que viniera hoy a echar una mano.
– No me digas -respondió él despacio-. Me ha invitado Annabelle.
Molly la felicitó, pulgares hacia arriba.
– Fantástico.
Annabelle forzó una sonrisa.
Heath caminó hacia Molly, transmitiendo un aire de diversión que Annabelle sabía que no sentía.
– Annabelle, no obstante, olvidó decirme a qué me estaba invitando exactamente.
– Uups… -Los ojos de Molly centellearon.
– Lo habría hecho si me lo hubiera preguntado. -Sus palabras sonaron falsas incluso a sus propios oídos, y él la ignoró.
Molly se inclinó hacia su hija.
– Pippi, cuéntale al señor Heath lo de nuestra fiesta.