– Annabelle pensó que le vendría bien un poco de ayuda.
– ¿Y eso es usted? No lo creo.
El compuso en sus labios la más desarmante de sus sonrisas.
– Admito que estoy más bien fuera de mi elemento, pero si me orienta adecuadamente pondré lo mejor de mí mismo.
En lugar de seducirla, despertó sus recelos, y su rostro adoptó su habitual expresión de desconfianza. Antes de que pudiera interrogarle, no obstante, un ejército de niñitas apareció a la carga a la vuelta de la esquina. Algunas iban cogidas de la mano, otras caminaban. Vestían en diferentes formas y colores, y una de ellas lloraba.
– Los sitios desconocidos a veces nos dan miedo -oyó que decía Hannah-, pero aquí todo el mundo es muy, muy simpático. Y si te asustas mucho, ven y dímelo. Yo te llevaré a dar un paseo. Y si necesitas ir al váter, yo te diré dónde está también. Nuestro perrito está encerrado para que no le salte encima a nadie. Y si ves una abeja, díselo a uno de los mayores.
A esto debía referirse Molly cuando había dicho que Hannah se involucraba emocionalmente.
Molly se acercó a las cajas rosas de cartón.
– Toda princesa necesita una preciosa túnica, y aquí están las vuestras. -Algunas de las niñas más lanzadas corrieron a por ellas
Phoebe le encasquetó los chismes en la mano.
– Ponga una de éstas en cada sitio. Y más vale que no pretenda cobrarme por ello. -Se fue a toda prisa a echar una mano.
Annabelle no aparecía por ninguna parte. La había tratado con dureza, y no le extrañaba que necesitara tiempo para recuperarse. Hizo caso omiso de una desagradable punzada en el estómago. Ella se lo había buscado al traspasar la línea. Examinó los chismes: estrellas de cartulina rosa pegadas a los extremos de palitos de madera. Su humor se volvió más fúnebre. Debían de ser varitas mágicas. ¿Qué demonios tenían que ver las varitas mágicas con ayudar a niñas a aprender mates y ciencias? A él se le habían dado bien las dos cosas. Él podía haberlas ayudado con las mates y las ciencias. ¿No se suponía que esas niñas debían desarrollar sus capacidades? A la porra las varitas mágicas. El les habría repartido unas putas calculadoras.
Lanzó las varitas sobre la mesa y miró a su alrededor buscando a Annabelle, pero seguía sin aparecer, lo que empezaba a molestarle. Aunque no había tenido más remedio que despedirla, no quería destrozarla. Le llegaron gritos agudos desde las cajas de las túnicas. Aunque las niñas parecían un ejército, no eran más que quince o así. Algo le rozó la pierna y bajó la vista para encontrarse con la carita de Pippi Tucker. Le vino a la cabeza el tema de Tiburón.
La túnica de la pequeña de tres años era del color del jarabe de fresa, sus ojos como gominolas verdes de inocencia. Tan sólo la inclinación desenfadada de la diadema rosa sobre sus rubios rizos dejaba entrever el corazón de un forajido. Le tendía una diadema que sostenía en su puñito mugriento.
– Tienes que ponerte una corona.
– Por nada del mundo. -Clavó en ella una de sus miradas, breve para dejárselo claro sin llegar a hacerla gritar llamando a su madre. Sus cejitas claras se juntaron igual que las de su padre al adivinar una carga defensiva contra su quarterback.
– ¡Heath! -emergió la voz de Molly entre un mar de túnicas-. Estáte pendiente de Pippi mientras acabamos de vestir a todo el mundo, ¿quieres?
– Encantado. -Bajó la mirada hacia la cría.
La cría alzó los ojos hacia él.
Él estudió sus ojos de gominola y su diadema rosa.
Ella se rascó un brazo.
Él hurgó en su cerebro y finalmente se le ocurrió algo.
– ¿Alguien te ha enseñado a usar una calculadora?
Los gritos provenientes de la caja de las túnicas se hicieron más escandalosos. Pippi levantó la barbilla para verle mejor, y la diadema retrocedió un poco más en su cabeza.
– ¿Tienes pompas?
– ¿Qué?
– Me gustan las pompas.
– Ya.
Ella desvió súbitamente la mirada a sus bolsillos.
– ¿Dónde está tu teléfono?
– Vamos a ver qué hace tu madre.
– Quiero ver tu teléfono.
– Devuélveme el viejo primero, y luego hablamos.
Ella sonrió.
– Me encaaannnntan los teléfonos.
– Ya lo veo.
El mes anterior, un día que había pasado por casa de los Tucker, le habían dejado solo con su adorable pequeña unos minutos. Ella le pidió que le mostrara su móvil. Era un flamante Motorola nuevo de última generación que costaba quinientos dólares, equipado con periféricos suficientes para permitirle gestionar sus negocios desde él, pero no pensó que fuera a pasar nada. No había hecho más que pasárselo, sin embargo, cuando Kevin le llamó desde otra habitación pidiéndole que echara un vistazo al vídeo de un partido, y ya no volvió a verlo.
Se las arregló para quedarse a solas con ella antes de marcharse y tratar de interrogarla, pero de pronto la cría se volvió muda. Como consecuencia, había perdido un par de e-mails importantes y las notas finales relativas a un nuevo contrato. Más tarde, Bodie le dijo que hubiera tenido que contarle a Kevin lo ocurrido, sencillamente, pero a Kevin y Molly se les caía la baba con sus crios, y a Heath ni se le pasaba por la cabeza decir cualquier cosa que pudieran interpretar como una crítica a su adorada hija.
Ella dio un pisotón en la hierba.
– Quiero ver el teléfono ahora -dijo.
– Olvídate.
Ella hizo un puchero. Oh, mierda, se iba a poner a llorar. Sabía por experiencias anteriores que la mínima expresión de disgusto salida de la boca de su angelito ponía a Molly del revés. ¿Dónde diablos estaba Annabelle? Se llevó la mano como una flecha al bolsillo y sacó su móvil más reciente.
– Yo lo sostendré mientras lo miras. -Se arrodilló junto a ella.
Ella hizo ademán de cogerlo.
– Quiero sostenerlo yo.
Heath no lo habría soltado ni por un segundo -no era tan tonto-, pero Annabelle fue a elegir ese preciso instante para hacer su aparición, y se quedó tan sorprendido con lo que vio que se le fue el santo al cielo.
Una corona del tamaño de la de la reina de Inglaterra descansaba sobre su rebelde maraña de rizos, y llevaba una túnica larga y plateada. La vaporosa falda estaba salpicada de resplandecientes lentejuelas, y una voluta de malla argentina enmarcaba sus hombros desnudos. El sol le daba por todas partes al adentrarse en la hierba, prendiendo en llamas su pelo y arrancando destellos deslumbrantes de la falsa pedrería. No era de extrañar que se hubiera hecho el silencio entre la gritona chiquillada. Él mismo se había quedado casi pasmado.
Por un momento, olvidó lo cabreado que estaba con ella. Aunque el traje era un disfraz y la diadema falsa, ella parecía casi mágica, y algo dentro de él se negaba a apartar los ojos. La mayoría de las niñas ya estaban vestidas, con sus pequeñas túnicas rosas puestas por encima de shorts y camisetas. Al acercárseles Annabelle, él reparó en las chancletas que le asomaban por debajo del dobladillo del vestido. Por alguna extraña razón, parecían quedarle perfectas.
– Saludos, mis pequeñas bellezas -gorjeó, sonando como la bruja buena de El mago de Oz-. Soy Annabelle, vuestra hada madrina. Voy a preguntar a cada una de vosotras cómo se llama, y luego os lanzaré un hechizo que os convertirá en princesas auténticas. ¿Estáis listas?
Sus agudos chillidos parecieron indicar que lo estaban.
– Después de eso -prosiguió-, os ayudaré a hacer vuestra propia varita mágica para que os la llevéis a casa.
Heath agarró rápidamente las varitas que había tirado en un montón y empezó a colocarlas a toda prisa entre los potes de purpurina rosa y las joyas de plástico de las mesas. Annabelle avanzaba a lo largo de la fila de niñitas, inclinándose a preguntar su nombre a cada una para luego agitar su propia varita sobre sus cabezas.