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– Os designo princesa Keesha… Os designo princesa Rose… Os designo princesa Dominga… Os designo princesa Victoria Phoebe.

¡Maldita sea! Heath se dio media vuelta, acordándose demasiado tarde de que la cría tenía su teléfono. Rebuscó entre la hierba por donde habían estado y comprobó sus bolsillos, pero ni rastro del móvil. Se volvió hacia las niñas y allí estaba ella, una diminuta ladrona de móviles con las manos vacías y una diadema torcida en la cabeza.

La cría no tenía más de tres años, y apenas habían pasado unos instantes. No podía habérselo llevado lejos. Mientras consideraba cuál debía ser su próximo movimiento, Phoebe surgió a su lado con una cámara Polaroid.

– Queremos una foto de cada niña sentada en el trono con su disfraz. ¿Las sacará gratis -le pinchó- o hará embargar las monedas que les deje el Ratoncito Pérez?

– Phoebe, me hiere.

– Nada de que preocuparse. Dudo que sangre. -Le plantó la cámara en la mano y se fue sin más, con su diadema rosa refulgiendo y la animosidad fluyendo de todos sus poros. Fantástico. De fomento, había conseguido despedir a su casamentera y perder otro móvil sin acercarse ni un milímetro al objetivo de enmendar sus relaciones con la propietaria de los Stars. Y la fiesta no había hecho más que empezar.

Annabelle concluyó la ceremonia de los nombramientos y luego Molly y ella condujeron a algunas de las niñas a las mesas para que decoraran sus varitas, mientras Phoebe y Hannah llevaban a las otras hacia una bandeja llena de pintalabios y sombras de ojos. Disponía de unos minutos antes de tener que montar su estudio de fotografía, tiempo suficiente para averiguar dónde había podido esconder un teléfono una niña de tres años.

Un gorjeo de risa procedente de Glinda la bruja buena se propagó en dirección a él, pero se resistió a dejarse distraer. Desafortunadamente, Pippi se había acurrucado junto a su madre. Tenía las manos ocupadas, una con una barra de pegamento y la otra pegada al pulgar que se había metido en la boca, así que debía de haberlo guardado en algún sitio. Tal vez se lo hubiera metido en el bolsillo de los shorts, debajo del vestido. Recordó que lo había programado para que vibrara y dejó la cámara en el suelo, luego rodeó la casa para coger del coche su BlackBerry, que tenía un teléfono incorporado. Cuando volvió, marcó el número del móvil perdido y se apartó a un lado para ver si ella reaccionaba.

No lo hizo. Así que no lo llevaba en los bolsillos.

«Mierda.» Necesitaba a Annabelle. Sólo que la había desterrado de su vida.

Todas las niñas estaban alborotadas reclamando su atención, pero no sólo no se la veía desquiciada, sino que parecía que eso le gustara. El se forzó a mirar hacia otro lado. ¿Y qué, si parecía tan inocente como un personaje de Walt Disney? Él ni olvidaba ni perdonaba.

Se adentró más en la sombra del patio. Ninguna de las niñas estaba lista para su foto, y aún tenía tiempo de hacer algunas llamadas, pero casi seguro que ella le sorprendería y haría algún comentario mordaz. Una vez más, el tema de Tiburón tronó en su cabeza. Miró hacia abajo.

Pippi llevaba sombra de ojos azul claro y lucía una boquita de piñón pringosa de carmín rojo. Se enfundó la BlackBerry en el bolsillo a la velocidad del rayo.

– ¿Has visto mi varita?

– Eh, una varita preciosa, sí señor. -Se puso en cuclillas y fingió examinar su artística obra, pero yendo directamente al grano en realidad.

– Pippi, enséñale al tío Heath dónde has guardado su teléfono.

Ella le brindó una sonrisa deslumbrante, con las paletas ligeramente torcidas, posiblemente a causa de aquel pulgar.

– Quiero teléfono -dijo.

– Genial. Yo también. Vamos a buscarlo juntos.

Ella señaló a su bolsillo.

– ¡Quiero ese teléfono!

– Ni hablar. -Se puso en pie como un rayo y se alejó a zancadas para qué, si Pippi se echaba a llorar, no se le viera a él por los alrededores-. ¿Alguna está lista para la foto? -exclamó, rebosante de entusiasmo.

– Princesa Rose, tú ya estás lista -dijo Molly-. Ve a sentarte en el trono y que el príncipe Heath te saque la foto.

Se oyó un bufido procedente de donde estaba Glinda la bruja buena.

– Tengo miedo -le susurró a Molly la pequeña.

– Con toda razón -masculló Glinda.

El comentario debería haberle exasperado, pero no había sido su intención quebrantarle a ella la moral, sólo darle una lección sobre negocios que en última instancia era por su propio bien.

– ¿Quieres que vaya contigo? -le preguntó Molly a la niña. Pero la pequeña miró a Annabelle con adoración.

– Quiero hacerme la foto con ella-dijo.

Molly sonrió a Annabelle.

– Hada madrina, parece que se te requiere para la foto.

– Cómo no. -Al llegar a la altura de él, levantó la nariz muy digna y pasó de largo. En la punta de la nariz tenía, Heath no pudo evitar observarlo, una mancha de purpurina rosa.

Después de aquello, pareció que todas las princesas del lugar querían sacarse la foto con la buena hada madrina, quien, no por casualidad, se comportaba como si el fotógrafo real no existiera. Él sabía jugar a ese juego, y limitó sus comentarios a las niñas.

– A ver esa sonrisa, princesa. Muy bien.

Puede que Annabelle le ignorara, pero se reía con las niñas, lanzaba encantamientos, arbitraba disputas, y dejó que la princesa Pilar viera lo que llevaban las hadas madrinas debajo de la túnica. Él mismo tenía más que curiosidad. Desgraciadamente, esa hada madrina en particular llevaba shorts grises de deporte y no brillantes tangas rojas como él hubiera preferido. Pero en fin, eso era él sólo.

Al poco rato, se había olvidado de las llamadas que tenía que hacer y se concentraba en hacerles buenas fotos a las niñas. Tenía que reconocer que eran monas. Algunas eran tímidas y necesitaban que se las animase un poco. Otras eran muy habladoras. Un par de las de cuatro años quisieron que Annabelle se sentara en el trono para poder aposentarse en su regazo. Unas cuantas la hicieron posar de pie junto a ellas. Ella las hacía reír y a él sonreír, y para cuando terminaron con las fotos había decidido perdonarla. Qué demonios Todo el mundo merecía una segunda oportunidad. Primero le echaría el rapapolvo de su vida, luego la volvería a admitir a prueba.

Hechas las fotos, ella se fue a ayudar a Hannah, que estaba supervisando un juego de clavar el beso en la rana con un alfiler. Como Hannah no le vendaba a ninguna los ojos, él no veía que la cosa tuviera mucho de juego, pero quizá se le escapaba algo. Phoebe y Molly, entretanto, habían organizado una búsqueda del tesoro.

Pippi apareció a su lado de pronto y trató de cachearle en busca de su móvil de reserva, pero él la distrajo con un pote abierto de sombra de ojos verde.

– ¡Pippi! ¿Cómo te has puesto así? -gritaba Molly instantes más tarde.

Él fingió estar ocupado con la cámara y no advertir la severa mirada de desconfianza que Phoebe le lanzó.

Molly reunió a las niñas bajo la sombra de un árbol y las tuvo entretenidas con un cuento que parecía estar improvisando sobre la marcha, titulado Dafne y la fiesta de las princesas. Incorporó el nombre de todas las niñas y hasta añadió una rana llamada «príncipe Heath» especializada en sacar fotos mágicas. Ahora que había decidido perdonar a Annabelle, se relajó lo suficiente para disfrutar mirándola. Estaba sentada cruzada de piernas sobre la hierba, con las faldas abombadas envolviendo a las niñas en torno a ella. Se reía con ellas, daba palmadas y, en general, parecía una niña más.

Mientras preparaban las mesas con la merienda, a él le pusieron a cargo de la piñata-dragón.

– No les vendes los ojos -le susurró Hannah-. Les da miedo.

De modo que no lo hizo. Las dejó dar palos hasta hartarse, y puesto que la piñata se resistía a romperse pese a todo, cogió él larguísimo el palo y la hizo pedazos. Las golosinas volaron en todas direcciones. Supervisó el reparto, y muy bien además. Nadie se hizo daño y nadie lloró, así que tal vez no era tan inepto con los crios.