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Siguió un silencio extraño. Él la observaba a la espera, con la venita del cuello marcando el paso de los segundos con su pálpito.

– No resistirá. -Forzó una sonrisa-. Lo sabe todo el mundo, menos él.

– Muy interesante. -Molly se mordió la lengua para no decir más, aunque Annabelle sabía que lo estaba deseando.

Al cabo de veinte minutos, Heath y ella se dirigían de vuelta a la ciudad, con un silencio en el coche tan espeso como el escarchado rosa de la tarta castillo, pero ni mucho menos tan dulce. Él se había portado mejor con las niñas de lo que ella esperaba. Había prestado respetuosamente oídos a las preocupaciones de Hannah, y Pippi le adoraba. A Annabelle le sorprendió el gran número de veces que le vio en cuclillas a su lado, hablando con ella.

Finalmente, Heath rompió el silencio.

– Ya había decidido volver a contratarla antes de oír lo del retiro.

– Oh, sí, le creo -dijo, enmascarando su herida con el sarcasmo.

– En serio.

– Cualquier cosa, con tal de que nada le quite el sueño.

– Está bien, Annabelle. Desahóguese. Suéltelo todo. Todo lo que ha estado aguantándose durante la tarde.

– Desahogarse es privilegio de los iguales. A humildes empleados como yo no nos queda sino fruncir los labios y besar el suelo que pisa.

– Ha pisado fuera del tiesto, y lo sabe. Esto de Phoebe no acaba nunca de arreglarse. Creí que podría cambiar eso.

– Lo que usted diga.

Se pasó resueltamente al carril izquierdo.

– ¿Quiere que me eche atrás? Puedo llamar a Molly por la mañana y decirle que me ha surgido algo. ¿Es lo que quiere que haga?

– Como si tuviera elección, si quiero que siga siendo cliente mío.

– Vale, vamos a ponérselo fácil. Decida lo que decida, la vuelvo a contratar. Nuestro trato sigue en pie en cualquier caso.

Procuró demostrarle que su oferta no la impresionaba.

– Ya, me puedo figurar lo mucho que cooperaría si me negara a que venga conmigo al retiro.

– ¿Qué es lo que quiere de mí?

– Quiero que sea honesto. Míreme a los ojos y admita que no tenía la menor intención de volver a contratarme hasta que ha oído lo del retiro.

– Sí, tiene razón. -No la miró a los ojos, pero al menos estaba siendo honesto-. No pensaba perdonarla. ¿Y sabe por qué? Porque soy un hijo de puta despiadado.

– Muy bien. Puede venir conmigo.

***

Annabelle se pasó unos cuantos días cabreada. Trató de echarle la culpa a la regla, pero el autoengaño ya no se le daba tan bien como antes. La sangre fría con que Heath la trató la hizo sentirse herida, traicionada y sencillamente furiosa. Un solo error, y le había dado la patada. Si no llega a ser por el retiro del lago Wind, no habría vuelto a verle más. Era absolutamente prescindible, una más de sus abejas obreras.

El martes le dejó un lacónico mensaje de voz. «Portia quiere que vea a una el jueves por la noche, a las ocho y media. Cíteme con una de las suyas a las ocho y así mataremos dos pájaros de un tiro.»

Finalmente, dejó su cabreo donde tocaba, sobre sus propias espaldas. No podía culparle a él por aquellas fantasías sexuales que insistían en colársele en la cabeza a la que bajaba la guardia. Para él, todo esto eran negocios. Era ella la que había permitido que se volviera algo personal, y si volvía a olvidar esto merecería cargar con las consecuencias.

El jueves por la tarde, antes de dirigirse al Sienna's para una nueva ronda de presentaciones, se vio con su más reciente cliente en el garwax. Ray Fiedler le había venido recomendado por el pariente de una de las más antiguas amistades de Nana, y Annabelle le concertó su primera cita la noche anterior, con una chica del equipo docente de la Facultad de Loyola a la que había conocido en sus incursiones por el campus.

– Lo pasamos bien y tal -dijo Ray cuando se sentaron a una de las mesas de madera del Earwax, que estaba pintada como si fuera la rueda de un vagón del circo-, pero la verdad es que Carole no es mi tipo, físicamente.

– ¿A qué se refiere? -Annabelle apartó la vista para no verle empezar ominosamente a buscar la expresión adecuada. Conocía la respuesta, pero quería obligarle a expresarla.

– Está… O sea, es una mujer muy agradable, de verdad. Hay mucha gente que no pilla mis bromas. Es sólo que me gustan las mujeres más… más en forma.

– No estoy segura de entenderle.

– Carole tiene un poco de sobrepeso.

Ella dio un sorbo a su capuchino y prefirió fijarse en el dragón de madera rojo y dorado de la pared en vez de en los cuarenta kilos de más que colgaban en torno a lo que había sido en tiempos la cintura de Ray Fiedler.

No era tonto.

– Ya sé que yo tampoco soy un adonis precisamente, pero voy al gimnasio.

Annabelle frenó sus impulsos de alargar el brazo y darle de bofetadas. A pesar de todo, este tipo de desafíos eran parte de lo que le gustaba de ser una casamentera.

– Entonces, ¿suele usted salir con mujeres delgadas?

– No hace falta que sean reinas de la belleza, pero las mujeres con las que he salido han sido bastante guapas.

Annabelle fingió una actitud reflexiva.

– Estoy algo confundida. La primera vez que hablamos, me quedé con la idea de que llevaba mucho tiempo sin salir con nadie.

– Bueno, y así es, pero…

Le dejó sufrir un rato. Un chaval con múltiples piercings pasó junto a su mesa, seguido de un par de madres con pinta de ir a un partido de fútbol a animar a sus hijos.

– ¿O sea, que este asunto del peso es importante para usted? ¿Más importante que la personalidad o la inteligencia?

Él la miró como si le hubiera hecho una pregunta con trampa.

– Es sólo que tenía en mente a alguien… un poco diferente. -«Como todo el mundo, ¿no?», pensó Annabelle. Se acercaba fin de semana del Cuatro de Julio, y ella no tenía una cita, ni perspectivas de conseguirla, ni ningún plan aparte de retomar su programa de ejercicio físico e intentar no amargarse a cuenta del retiro en el lago Wind con el club de lectura. Ray jugueteaba con su cucharilla, y la irritación que sentía hacia él empezó a remitir. No era mal tipo, sólo iba un poco despistado.

– Puede que no haya ocurrido un flechazo -le dijo-, pero le voy a repetir lo que le dije anoche a Carole cuando me expresó algunos peros. Tienen ustedes historias semejantes, y disfrutaron recíprocamente de su compañía. Creo que eso justifica que vuelvan a quedar, sin tener en cuenta ahora mismo la ausencia de una atracción física. Como poco, podría ganar una amiga.

Tardó unos instantes antes de que lo captara.

– ¿A qué peros se refiere? ¿Ella no quiere que nos volvamos a ver?

– Tiene sus dudas, igual que usted.

El se llevó de inmediato la mano a la cabeza.

– Es por mi pelo, ¿verdad? Eso es lo único que preocupa a las mujeres. Ven a un hombre al que se le está cayendo el pelo y no le quieren dar ni la hora.

– A las mujeres les importa menos una calva incipiente o unos cuantos kilos de más de lo que los hombres suponen. ¿Sabe qué es lo más importante para ellas en lo que al aspecto físico de un hombre se refiere?

– ¿La altura? Oiga, yo mido casi uno setenta y cinco.

– No es la altura. Los estudios demuestran que lo más importante para las mujeres es el aseo personal. Valoran que los hombres vayan limpios y arreglados más que ninguna otra cosa. -Hizo una pausa-. Y un buen corte de pelo es muy importante para ellas.

– ¿No le gustó cómo llevo el pelo?

Annabelle le dedicó una amplia sonrisa.

– ¿No es fantástico? Es tan fácil cambiar un corte de pelo.

– Aquí tiene el nombre de un peluquero que hace unos cortes de cabello estupendos. -Le deslizó la tarjeta por encima de la mesa. Todo lo demás lo tiene usted en orden, así que esto va a ser fácil.