– No sabía que Reeshman siguiera en Chicago. Pensaba que se había trasladado definitivamente a Nueva York.
Annabelle sospechaba que Claudia no quería estar tan lejos de su camello.
– Hágame un favor -dijo él-. Si Powers me organiza una cita con alguna otra que haya posado para el «especial trajes de baño» de Sports Illustrated, al menos dígame cómo se llama antes de desembarazarse de ella.
– De acuerdo.
– Y gracias por acceder a echarme un cable mañana.
Ella dibujó una margarita en el taco de notas.
– ¿Cómo podría negarme a pasar el día dando vueltas por la ciudad con su tarjeta de crédito y sin límite de gasto?
– Además de con Bodie y la madre de Sean Palmer. No se olvide de esa parte. Bodie podía haberse encargado de esto él solo si la señora Palmer no le tuviera tanto miedo.
– No es la única que le tiene miedo. ¿Está seguro de que no corremos peligro?
– Siempre que no hablen de política ni de la Taco Bell ni mencionen el color rojo.
– Gracias por avisar.
– Y no dejen acercarse demasiado a nadie que lleve sombrero.
– Tengo que dejarle ya.
Al colgar, se dio cuenta de que estaba sonriendo, lo que no era buena idea en absoluto. Las pitones podían atacar a voluntad, y rara vez avisaban antes.
Arté, la madre de Sean Palmer, trenzas rastas entrecanas, una figura alta y rotunda y una risa contagiosa. A Annabelle le gustó de inmediato. Con Bodie ejerciendo de guía, hicieron un recorrido turístico completo, que empezó con un tour arquitectónico en barco de buena mañana, seguido de un recorrido por la colección impresionista del Instituto de las Artes. Bodie, aunque se encargó de organizarlo todo, se mantuvo en un segundo plano. Era un tipo extraño, lleno de intrigantes contradicciones que hacían que Annabelle quisiera saber más de él.
Después de almorzar más bien tarde, se dirigieron al Millenium Park, el glorioso parque nuevo a la orilla del lago que, según creían los ciudadanos de Chicago, había puesto por fin a la ciudad por delante de San Francisco como la más bonita de Estados Unidos. Annabelle había visitado el parque un montón de veces, y disfrutó presumiendo de sus jardines en bancales, de la fuente Crown de ciento cincuenta metros de alto con sus cambiantes imágenes de vídeo y de la escultura, reluciente como un espejo, de la Cloud Gate, cariñosamente conocida como «el Haba».
Mientras atravesaban el futurista pabellón de la música, donde las onduladas planchas de acero inoxidable del escenario exterior se fundían de forma exquisita con los rascacielos del fondo, su conversación volvió a centrarse en el hijo de Arté, que pronto jugaría de fullback con los Bears.
– A Sean le iban detrás todos los representantes -dijo su madre-. El día en que firmó con Heath fue un día feliz para mí. Dejé de preocuparme tanto porque alguien se fuera a aprovechar de él. Sé que Heath va a defender sus intereses.
– Se preocupa por sus clientes, eso está claro -dijo Annabelle.
El sol de julio flirteaba con las olas del lago mientras las dos mujeres seguían a Bodie por el puente peatonal de acero que discurría sinuoso por encima del tráfico de la avenida Columbus. Cuando al llegaron al otro lado, caminaron hacia la pista de jogging. Se habían detenido a admirar las vistas cuando un ciclista llamó a voces a Bodie y se detuvo junto a él a continuación.
Annabelle y Arté se quedaron paralizadas, mirando los ajustadísimos shorts negros de ciclismo del hombre.
– Alabemos a Dios por la gloria de su Creación -dijo Arté.
– Amén.
Se acercaron un poco más, para observar mejor las pantorrillas bañadas en sudor del ciclista y la camiseta de malla azul y blanca que se le pegaba al pecho perfectamente desarrollado. Estaría en sus veintitantos, tirando a treinta, y llevaba un casco rojo de alta tecnología que ocultaba la parte superior de su empapado pelo rubio, pero no su perfil de adonis.
– Necesitaría un chapuzón en el lago para enfriarme -susurro Annabelle.
– Si tuviera veinte años menos…
Bodie les hizo gestos para que se acercaran.
– Señoras, hay alguien que me gustaría presentarles.
– Ven con mamá -murmuró Arté, lo que hizo reír a Annabelle.
Justo antes de que llegaran junto a los hombres, Annabelle reconoció al ciclista.
– Ahí va. Ya sé quién es ése.
– Señora Palmer, Annabelle -dijo Bodie-, éste es el famoso Dean Robillard, el próximo gran quarterback de los Stars.
Aunque Annabelle no conocía personalmente al suplente de Kevin, le había visto jugar, y estaba al tanto de su reputación. Arté le dio la mano.
– Es un placer conocerte, Dean. Di a tus amigos que no se pasen con Sean, mi niño, esta temporada.
Dean le brindó su sonrisa de romper corazones. «¿Que no sabrá él perfectamente el efecto que causa en las mujeres?», pensó Annabelle.
– No lo haremos, señora, pero sólo por usted. -Rezumando sex appeal por todos sus poros, enfocó su encanto hacia ella. Repasó su cuerpo de arriba abajo con ojos descaradamente escrutadores y una seguridad que proclamaba que podía hacerla suya, a ella o a cualquier mujer que le viniera en gana, cuando y como quisiera.
«Que te lo has creído, niño malo, niño sexy.»
– Annabelle, ¿no? -preguntó.
– Tendría que comprobarlo en mi carné de conducir para estar segura -dijo-. Me cuesta respirar ahora mismo.
Bodie se atragantó y se echó a reír a continuación.
Aparentemente, Robillard no estaba acostumbrado a que las mujeres le pusieran en evidencia, porque por un momento pareció desconcertado. Luego volvió a dar cuerda a su mecanismo de seducción.
– Será el calor, tal vez.
– Sí que hace calor aquí, sí. -Normalmente, los hombres imponentes la intimidaban, pero él estaba tan pagado de sí mismo que sólo le divertía.
El se echó a reír, esta vez sinceramente, y a ella le gustó de pronto pese a toda su chulería.
– Admiro a las pelirrojas peleonas, la verdad -dijo.
Ella dejó resbalar un poco sus gafas de sol por la nariz y le miró por encima de ellas.
– Yo apostaría, señor Robillard, a que admira a las mujeres en general.
– Y a que ellas te corresponden. -Arté se reía.
Dean se volvió hacia Bodie.
– ¿De dónde has sacado a estas dos?
– De la prisión del condado de Cook.
Arté resopló.
– Compórtate, Bodie.
Dean volvió a centrar su atención en Annabelle.
– Su nombre me suena. Espere un momento. ¿No es usted la casamentera de Heath?
– ¿Cómo lo sabe?
– La gente chismorrea. -Una patinadora pasó zumbando con la morena melena al viento. Él se tomó su tiempo para disfrutar de la vista-. Nunca había conocido a una casamentera -dijo al fin-. ¿Cree que debería contratarla?
– Ya sabrá que mi negocio no tiene nada que ver con andar picando de flor en flor, ¿no?
Él cruzó los brazos sobre el pecho.
– Oiga, todo el mundo quiere conocer a alguien especial.
Ella sonrió.
– No cuando se lo están pasando en grande conociendo a todas esas no-especiales.
Dean se volvió hacia Bodie.
– Creo que no le gusto.
– Le gustas -dijo Bodie-, pero cree que eres un poco inmaduro.
– Estoy segura de que se le pasará cuando crezca -dijo Annabelle.
Bodie le dio una palmada en la espalda.
– Ya sé que no sucede muy a menudo, pero parece que Annabelle es inmune a tu carita de estrella de cine.
– Pues alguien debería llevarla al oculista -masculló Arté, haciéndoles reír a todos.
Dean sacó su bici del camino y la dejó apoyada en un árbol mientras los cuatro seguían charlando. Dean preguntó a Arté por Sean, y hablaron un rato de los Bears. Luego, Bodie sacó el tema de que Dean andaba buscando representante.