– Buen intento. Es mi fiesta. A usted le toca la habitación del niño.
– Yo soy el cliente, y ésta parece más confortable.
– Ya lo sé. Por eso me la quedo.
– Está bien -respondió, haciendo gala de un buen humor sorprendente-. Yo sacaré el otro colchón al porche. Ya ni recuerdo cuándo fue la última vez que dormí al aire libre-. Puso la maleta de Annabelle encima de la cama y luego le pasó un sobre que tenía su nombre escrito con letra de Molly-. He encontrado esto en la cocina.
Ella sacó una nota escrita en un papel de cartas de la nueva línea de papelería del bosque de Nightingale.
– Dice Molly que ésta es una de sus cabañas favoritas y que espera que nos guste. La nevera está llena de víveres, y hoy a las seis hay organizada una cena en la playa. -Annabelle se guardó para sí la posdata: «¡No hagas ninguna tontería!»
– Cuénteme más cosas sobre el club de lectura. -Quitó su maleta de en medio y apoyó un hombro en el marco de la puerta, mientras ella volvía a meter la nota en el sobre y se la guardaba en el bolsillo del pantalón-. ¿Cómo llegó a apuntarse?
– A través de Molly. -Abrió la cremallera de su maleta-. Nos reunimos una vez al mes desde hace dos años. El año pasado, a Phoebe se le ocurrió que sería divertido que nos fuéramos todas juntas de fin de semana. Creo que ella estaba pensando en ir a un balneario, pero Janine y yo no nos lo podíamos permitir… Janine escribe libros para adolescentes; así que Molly salió con la idea de venirnos todas al camping. Los hombres no tardaron mucho apuntarse también.
Annabelle y Janine eran dos de las tres únicas componentes del club de lectura no directamente vinculadas a los Stars. La otra era la mujer ideal de Heath, Gwen. Afortunadamente, Ian y ella iban a cerrar la compra de su nueva casa ese fin de semana y no habían podido venir.
Heath soltó un silbido bajo.
– No está nada mal, este club de lectura. Phoebe y Molly. ¿Mencionó usted también a la mujer de Ron McDermitt?
Ella asintió y abrió la maleta.
– Sharon trabajaba antes en un jardín de infancia. Ella es la que nos tiene a raya.
– Y ahora está casada con el director general de los Stars. La conozco. -Miró abiertamente los sujetadores y bragas doblados encima de todo, pero tenía la cabeza puesta en los negocios, no en la lencería-. El día de la fiesta, Phoebe mencionó a un tal Darnell. No puede ser otro que Darnell Pruitt.
– Su mujer se llama Charmaine. -Disimuladamente, dejó caer una camiseta sobre el montoncito de la ropa interior.
– El mejor defensive tackle que han tenido los Stars en toda su historia.
– ¿Charmaine jugaba al fútbol?
Pero él era un John Deere afrontando un concurso de arrastre con tractores, y ella no iba a conseguir distraerle.
– ¿Quién más?
– Krystal Greer. -Sacó su neceser y lo colocó sobre la encimera de cascado mármol blanco del tocador.
– Son las mujeres los miembros del club, no los hombres. Trate de no avergonzarme.
El soltó un bufido y cogió su maleta, pero se detuvo en la puerta.
– ¿Alguien se ha traído a los críos?
– Sólo adultos.
Sonrió.
– Magnífico.
– Salvo por Pippi y Danny. Son demasiado pequeños para dejarlos.
– Mierda.
Ella le puso mala cara.
– ¿Qué problema tiene? Son unos niños adorables.
– Uno de ellos es adorable. Firmaría con él ahora mismo, si pudiera.
– Los desplazamientos podrían plantearle alguna dificultad, puesto que aún lo están amamantando. Y Pippi es tan rica como Danny. Esa cría es una joya.
– La meterán en la cárcel antes de que empiece la escuela primaria.
– Pero ¿qué dice?
– Nada, divago. -Salió por la puerta para inmediatamente volver a asomar la cabeza-. Tiene buen gusto para las braguitas, Campanilla. -Luego se marchó.
Ella se desplomó en una esquina de la cama. Al tipo no se le escapaba nada. ¿Qué más cosas podía notar de ella que no quería que viera? Con un mal presentimiento, se cambió los pantalones nuevos por unos shorts color galleta, pero se dejó puesto el coqueto top broncíneo. Después de pasarse los dedos por el pelo, se dirigió al porche. Heath ya estaba allí. El también se había puesto unos shorts, y además una camiseta gris clara que envolvía los contornos de su pecho como el humo de una pipa. Un rayo de luz que se colaba por la mosquitera le iluminaba un pómulo dibujando su perfil duro, inflexible.
– ¿Piensa sabotearme este fin de semana? -preguntó él en tono calmado.
Tenía razones para desconfiar, por lo que ella no debería haberse ofendido, pero se ofendió.
– ¿Es eso lo que piensa de mí?
– Sólo pretendo asegurarme de que estamos en la misma onda.
– Su onda.
– Todo lo que le pido es que no me desautorice. Yo me encargaré del resto.
– Seguro que sí, eso no lo dudo -dijo ella, con todo el sarcasmo del mundo.
– ¿Qué mosca le ha picado? Lleva toda la tarde pinchándome sutilmente.
Se alegró de que lo hubiera notado.
– No sé a qué se refiere.
– Y no es sólo esta tarde. La toma conmigo a la menor ocasión ¿Es algo personal o la expresión de sus sentimientos respecto a los hombres en general? No es culpa mía que su último novio decidiera pasarse al mismo equipo en el que juega usted.
Muy bien. Ahora estaba furiosa.
– ¿Quién se lo ha contado?
– No sabía que fuera un secreto.
– No lo es, no exactamente. -Molly nunca se lo habría dicho pero a Kevin aún le costaba trabajo aceptar lo que había hecho Rob lo que le convertía en el culpable más probable. Volvió a arrimar una de las sillas a la mesa. No iba a hablar de Rob con Heath-. Si he estado algo irritable, lo siento -dijo, sin dejar de sonar irritable-, pero me cuesta gran esfuerzo entender a la gente que hace del trabajo el centro de su vida, hasta el punto de excluir las relaciones personales.
– Que es precisamente por lo que me ha traído aquí. Para enmendar eso.
Ahí le había dado.
– ¿Andando? -dijo Heath, y señaló la puerta del porche con un gesto.
– ¿Por qué no? -Se sacudió el pelo y pasó delante de él-. Es hora de poner en marcha la operación Lamida de Culo.
– Eso quería oír: con convicción, como a mí me gusta.
En el fuego, pequeñas explosiones lanzaban chispas al cielo. Sobre la mesa de picnic sólo quedaba la bandeja de bizcochos de chocolate y nueces que Molly había hecho para ellos en la cocina del bed & breakfast aquella tarde. Una pareja joven se encargaba del día a día del camping, pero Molly y Kevin siempre echaban una mano cuando estaban allí. La comida había sido deliciosa: churrasco a la brasa, patatas asadas con un montón de salsas, cebollas dulces perfectamente tostadas en los extremos, y una ensalada aderezada con jugosas rodajas de pera madura. Kevin y Molly habían dejado a los niños con la pareja que llevaba el camping, nadie tenía que coger el coche y corrían el vino y la cerveza. Heath se encontraba en su elemento, cordial y encantador con las mujeres, como en casa con los hombres. Era un camaleón, pensó Annabelle, y ajustaba su comportamiento para adecuarse al público. Esa noche, todo el mundo estaba disfrutando de su compañía menos Phoebe, e incluso ella no había ido más allá de lanzarle alguna que otra mirada envenenada.
Cuando empezó a sonar el equipo de música, Annabelle se fue andando hasta el desierto embarcadero, pero justo cuando empezaba a disfrutar de la soledad oyó el golpeteo resuelto de un par de sandalias hacia ella y se volvió para ver a Molly que se le acercaba. Excepto por el busto, más generoso por haber dado de amamantar a Danny, parecía la misma chica aplicada que Annabelle conociese hacía más de una década en una clase de literatura comparada. Esa noche, había retirado su lisa melena castaña de la cara con un pasador, y un par de diminutas tortugas de mar de plata pendían de los lóbulos de sus orejas. Llevaba leotardos morados con un top a juego y un collar hecho de tiburones de pasta.