– Phoebe, ¿quieres que nos lo partamos?
– Reservaré las calorías para otra copa de vino. -Sin siquiera mirar a Heath, se marchó para unirse a los demás.
– ¿Y qué tal, cómo se va desarrollando su plan hasta ahora? -dijo Annabelle, con los ojos clavados en la espalda de Phoebe.
– Se le acabará pasando.
– No veo próximo el momento.
– Actitud, Annabelle, todo es cuestión de actitud.
– Como ya ha dicho alguna vez. -Le pasó el bizcocho-. Usted se deshará de esto mejor que yo.
Él mordió un trozo. Ella oyó a Janine decir en la playa que tenía que acabar el libro antes de mañana. Mientras todos le daban las buenas noches, Webster puso otro cede en el aparato y empezó a sonar un tema de Marc Anthony. Ron y Sharon se pusieron a bailar salsa sobre la arena. Kevin agarró a Molly y ambos se sumaron, ejecutando los pasos con más gracia que los McDermitt. Phoebe y Dan se miraron a los ojos, rompieron a reír y empezaron también a bailar.
Heath cerró los dedos en torno al codo de Annabelle.
– Vamos a dar un paseo.
– No. Ya están con la mosca detrás de la oreja. Y Phoebe sabe perfectamente lo que pretende.
– ¿Lo sabe? -Tiró lo que quedaba del bizcocho a la basura-. Si no quiere pasear, bailemos.
– Vale, pero baile también con las demás, para que nadie empiece a sospechar.
– ¿A sospechar qué?
– Molly piensa… Mire, da igual. Limítese a esparcir su dudoso encanto por todas partes, ¿de acuerdo?
– ¿Quiere relajarse? -La cogió de la mano y volvieron con los demás.
Ella no tardó en sacudirse las sandalias e imbuirse del ambiente de la noche. Con todas las clases que Kate le había hecho tomar, Annabelle era una buena bailarina. Y Heath, o había ido a clases él también o tenía un talento natural, porque la seguía perfectamente. En lo que a dominar las habilidades sociales se refería, parecía sabérselas todas. Se acabó la canción, y Annabelle esperó a la siguiente. Con las olas batiendo la orilla, el crepitar de la hoguera, un cielo tachonado de estrellas y un hombre tan tentador que daba miedo a su lado, la noche ofrecía la clásica estampa romántica. No habría podido soportar una balada… Sería demasiado cruel. Para su alivio, la música siguió en la onda más bailona.
Bailó con Darnell y con Kevin, y Heath con sus mujeres. Al cabo de un rato, las parejas volvieron a reunirse y continuaron así el resto de la noche. Finalmente, Kevin y Molly se fueron a echar un vistazo a sus críos. Phoebe y Dan se alejaron de la mano, paseando por la playa. Los demás siguieron bailando, quitándose las sudaderas, secándose la frente, refrescándose con una cerveza o una copa de vino, mientras se dejaban llevar por la música. Annabelle se daba con el pelo en las mejillas. Heath hizo un movimiento a lo Travolta que les hizo reír a ambos. Bebieron más vino; se juntaban, se separaban. Sus caderas se tocaban, se rozaban sus muslos, la sangre fluía atropellada por sus venas. Krystal pegaba el vientre a su marido como una contorsionista adolescente. Darnell cogió a su mujer por las caderas, la miró a los ojos y el aire remilgado de Charmaine se desvaneció por completo.
Las chispas del fuego se proyectaban al cielo. Outkast atacó su Hey yah! Los pechos de Annabelle rozaron el de Heath. Ella levantó la vista y vio unos profundos ojos verdes medio cerrados, y se le ocurrió que estar borracha podía darle a una mujer la excusa perfecta para hacer algo que normalmente no haría. Siempre podía decir al día siguiente: «Dios, estaba que me caía. No me dejéis volver a beber.»
Sería como tener un pase gratuito.
En algún momento, entre Marc Anthony y James Brown, Heath empezó a olvidar que Annabelle era su casamentera. Mientras caminaban de regreso a la cabaña, le echaba la culpa a la noche, a la música, a las cervezas de más y a aquel revoltijo rojizo que bailaba en torno a la cabeza de Annabelle. Culpó a los picaros destellos ambarinos de sus ojos cuando bailando le retaba a seguirla. Culpó a la curva levantisca de su boca mientras sus pequeños pies desnudos pateaban la arena al aire. Pero sobre todo echaba la culpa a su régimen de preparación para la fidelidad conyugal, que según comprendía ahora se pasaba de estricto, o de otro modo sería capaz de recordar en aquel momento que ésa era Annabelle, su casamentera, una especie de… colega…
Ella se sumió en el silencio al acercarse a la cabaña en penumbra. Heath tenía que admitir que no era la primera vez que sus pensamientos sobre ella tomaban un sesgo sexual, pero aquello había sido la reacción normal de un macho ante una hembra tan enigmática. Annabelle no tenía sitio en su vida como potencial compañera de cama, y tenía que controlarse.
Abrió la puerta y la sostuvo, cediéndole el paso a ella. Durante toda la noche, su risa había resonado en su cabeza como campanillas y cuando le rozó el hombro al pasar, una inconveniente inyección de sangre afluyó a su zona lumbar. Olió a humo de madera mezclado con un champú de ligero aroma floral, y resistió al impulso de hundir la cabeza en su pelo. Su móvil seguía en la mesita donde lo dejase antes de la comida para no caer en la tentación de utilizarlo.
Normalmente, habría ido directo a comprobar los mensajes, pero esa noche no le apetecía. Annabelle, por su parte, estaba atacadísima. Pasó junto a él para encender una lámpara, y torció la pantalla durante la operación. Abrió una ventana, se abanicó, cogió el bolso que había dejado en el sofá, lo volvió a dejar. Cuando por fin le miró, Heath se fijó en la mancha húmeda de su top, donde se había derramado su tercera copa de vino. Él, como el bastardo que era, se la había rellenado de inmediato.
– Será mejor que me vaya a la cama. -Annabelle se mordisqueó el labio inferior.
Heath no podía apartar la vista de aquellos dientes pequeños, rectos, clavados en la carne sonrosada.
– Todavía no -se oyó decir a sí mismo-. Estoy demasiado revolucionado. Quiero hablar con alguien. -«Tocar a alguien.»
Annabelle le leyó el pensamiento y encaró la situación de frente.
– ¿Cómo está de sobrio?
– Casi del todo.
– Estupendo. Porque yo no.
Los ojos de Heath se posaron en el capullo húmedo de aquella boca. Sus labios se abrían como pétalos de una flor. Trató de pensar en algún comentario meloso, que la ofendería con seguridad sacándoles así a ambos de ese trance, pero no se le ocurrió nada.
– ¿Y si no estuviera casi sobrio? -dijo.
– Lo está. Casi. -Aquellos ojos de caramelo fundido no se apartaban de su cara-. Es una persona con gran control de sí mismo. Eso se lo respeto.
– Porque uno de los dos tiene que controlarse, ¿correcto?
Había cruzado las manos sobre la cintura. Tenía un aspecto adorable… la ropa arrugada, los tobillos llenos de arena, aquel amasijo de pelo brillante.
– Exacto.
– O tal vez no. -Al diablo con todo. Eran adultos. Sabían lo que hacían, y se acercó un paso a ella.
Ella levantó las manos en el aire..
– Estoy borracha. Muy, muy borracha.
– Comprendido. -Se aproximó más.
– Estoy como una cuba. -Dio un pasito rápido hacia atrás, un poco extraño-. Me he puesto del revés.
– Vale. -Se detuvo en el sitio y esperó.
Ella adelantó dubitativamente la punta de una sandalia.
– ¡No soy responsable!
– Recibido, alto y claro.
– Me parecería bien cualquier hombre, ahora mismo. -Otro paso hacia él-. Si entrara Dan, o Darnell, o Ron, ¡no importa quién!… Pensaría en tirármelo. -El puente de la nariz se le llenó de arrugas de indignación-. ¡Incluso Kevin! El marido de mi mejor amiga, ¿se lo imagina? Así de borracha estoy, quiero decir, hasta… -Tomó aire-. ¡Usted! ¿Se lo puede creer? Llevo tal trompa que no distinguiría un hombre de otro.