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Silbaba la brisa nocturna; su corazón latía con fuerza. Un instante antes de que los labios de Heath tocaran los suyos, él parpadeó, y ella creyó ver agazapado en aquellos iris verdes un levísimo indicio de astucia. Ahí fue cuando explotó.

– ¡Será víbora…! -Le puso las manos en el pecho y empujó.

Él dio un paso atrás, todo inocencia herida.

– No merezco esto.

– ¡Dios santo! Me estaba aplicando el manual del vendedor. Me inclino ante mi señor.

– Está claro que se ha excedido mucho con la bebida.

– El gran vendedor hace las preguntas justas para que su víctima le diga a todo que sí. La hace asentir hasta que a la muy idiota casi se le desprende la cabeza. Y luego lanza su ataque letal. ¡Acaba de intentar hacerme una venta!

– ¿Siempre ha sido tan desconfiada?

– Esto es muy propio de usted. -Marchó decidida hacia el sendero, pero inmediatamente giró en redondo, porque le quedaba aún mucho por decir-. Quiere algo que sabe que es absolutamente vergonzoso, e intenta vendérmelo con una combinación de preguntas capciosas y sinceridad fingida. Acabo de ver a la Pitón en acción, ¿no es así?

El sabía que le tenía calado, pero no era partidario de reconocer nunca la derrota.

– Mi sinceridad jamás es fingida. Estaba enunciando los hechos. Dos personas sin compromiso, una cálida noche de verano, un beso apasionado… Somos humanos, después de todo.

– Al menos uno de nosotros. El otro es un reptil.

– Esto es cruel, Annabelle. Muy cruel.

Ella volvió a acercársele.

– Deje que le haga una pregunta, de empresario a empresario. -Le plantó el índice en el pecho-. ¿Alguna vez se ha enrollado con un cliente? ¿Es ésa una conducta profesional admisible, según sus normas?

– Mis clientes son hombres.

– No se me escurra. ¿Y si yo fuera una figura del patinaje, un campeona del mundo en puertas de unos juegos olímpicos? Digamos que soy favorita para el oro, y que acabo de firmar con usted hace una semana para que sea mi representante. ¿Se acostaría conmigo, o no?

– ¿Sólo hace una semana que firmamos? Me parece un poco…

– Vale, pues saltamos hasta las Olimpiadas -dijo con un ademán de paciencia exagerado-. He ganado la maldita medalla. Me he tenido que conformar con la plata, porque no bordé la recepción de mi triple axel, pero a nadie le importa, porque tengo carisma y siguen queriendo poner mi cara en sus cajas de cereales. Usted y yo tenemos un contrato. ¿Se acuesta conmigo?

– Son naranjas y manzanas. En el caso que usted describe, habría en juego millones de dólares.

Ella imitó el sonido estridente de una alarma eléctrica.

– Respuesta incorrecta.

– Respuesta verdadera.

– ¿Porque su meganegocio es incomparablemente más importante que mi ridicula agencia de contactos? Bueno, puede que lo sea para usted, señor Pitón, pero no para mí.

– Entiendo la importancia que tiene para usted su empresa.

– No tiene ni idea. -Endilgarle a él la culpa le hacía sentirse mucho mejor que asumir la parte que en justicia le correspondía, y fue dando pisotones hasta la mesa de picnic para agarrar la linterna-. Es usted igualito que mis hermanos. ¡Peor aún! No puede soportar que alguien te diga «no». -Le enfocó con la linterna-. Pues escúcheme bien, señor Champion: no soy alguien con quien pueda pasar el rato mientras espera a que se presente su futura y espectacular esposa. No seré su pasatiempo sexual.

– Se insulta a sí misma -dijo él con mucha calma-. Puede que no siempre me entusiasme su forma de llevar el negocio, pero me inspira el máximo respeto como persona.

– Fantástico. Observe cómo obro en consecuencia.

Giró sobre sus talones y salió dando zancadas.

Heath se la quedó mirando hasta que desapareció entre los arboles. Cuando ya no la veía, cogió una piedra del suelo, la lanzó sobre las oscuras aguas y sonrió. Tenía más razón que un santo. Él era una víbora. Y estaba avergonzado. Bueno, tal vez no en aquel momento precisamente, pero lo estaría al día siguiente, seguro. Su única excusa era que ella le gustaba una barbaridad, y no recordaba la última vez que había hecho algo por pura diversión.

Aun así, poner a una amiga en ese brete era una canallada. Aunque fuera una amiga sexy, por más que Annabelle no pareciera tener claro ese punto, lo que hacía más tentador todavía el efecto de aquellos ojos traviesos y el remolino de ese pelo asombroso. Así y todo, si había de echar por la borda su preparación para la fidelidad conyugal, hubiera debido hacerlo con una de las mujeres de Waterworks, no con Annabelle, porque ella llevaba razón en esto: ¿cómo iba a acostarse con él y presentarle luego a otras mujeres? No podía, ambos lo sabían, y dado que él no perdía nunca el tiempo defendiendo una postura indefendible, no podía imaginar por qué lo había hecho esta noche. O a lo mejor sí podía.

Porque quería a su casamentera desnuda… Lo que, decididamente, no figuraba en el plan que se había trazado en un principio.

***

Heath durmió aquella noche en el porche, y a la mañana siguiente le despertó el ruido de la puerta principal al cerrarse. Se dio la vuelta sobre el costado y miró su reloj con ojos entrecerrados. Faltaban unos minutos para las ocho, lo que quería decir que Annabelle iba a reunirse con el club de lectura para desayunar. Se levantó del colchón que había arrastrado al exterior para pasar la que resultó ser la noche en que más a gusto había dormido en muchas semanas; mil veces mejor que dando vueltas en la cama de su desierta casa.

Los hombres habían programado unos hoyos al golf. Mientras se duchaba y se vestía, se recordó que debía cuidar más los modales que tanto le había costado adquirir. Annabelle era su amiga, y él no jodía a sus amigos, ni en el sentido figurado ni en el literal.

Fue hasta el circuito público en coche con Kevin, pero acabó compartiendo el carro de los palos con Dan Calebow. Dan se contaba en una forma estupenda para haber pasado los cuarenta.

Aparte de unas pocas arrugas de expresión, no había cambiado mucho desde sus días de jugador, en que sus ojos acerados y su determinación y sangre fría en el campo le hicieran ganarse el sobrenombre de Ice, el hombre de hielo. Dan y Heath siempre se llevaron bien pero cada vez que Heath mencionaba a Phoebe, como hizo esa misma mañana, Dan venía a responderle siempre más o menos lo mismo

– Cuando dos personas cabezotas se casan, aprenden a elegir con cuidado sus batallas. -Dan habló bajito para no distraer a Darnell, que estaba preparando su tiro desde el tee-. Ésta es toda tuya colega.

Darnell fue a colgar la pelota en el rough de la izquierda, y la conversación volvió a centrarse en el golf, pero más adelante, mientras conducían calle abajo, Heath preguntó a Dan si echaba de menos el trabajo de entrenador jefe, que había abandonado al asumir la presidencia.

– A veces. -Mientras Dan consultaba la tarjeta de las puntuaciones, Heath reparó en un tatuaje de los de calcomanía que llevaba a un lado del cuello. Un bebé unicornio azul. Cosa de Pippi Tucker, sin duda-. Pero mi premio de consolación está muy bien -prosiguió Dan-, y es que veo crecer a mis hijos.

– Muchos entrenadores tienen hijos.

– Sí, y sus mujeres los crían. Ser presidente de los Stars da mucho trabajo, pero no tanto que no pueda llevarlos al colegio por las mañanas y cenar en casa casi todas las noches.

En aquel momento, Heath no acababa de verle la emoción a ninguna de las dos cosas, pero asumió que pudiera llegar el día en que se la viera, puesto que Dan lo decía.

Acabó la ronda con sólo tres golpes más que Kevin, lo que no estaba nada mal teniendo en cuenta que su handicap era de doce. Se montaron en los carros y se dirigieron los seis al club para comer en un salón privado. Era un espacio deslucido y triste, con mesas baratas de contrachapado hechas polvo, y unas hamburguesas con queso que, según afirmaba Kevin, eran las mejores del condado. Después de un par de bocados, Heath se inclinaba a creerle.