– Déjelo estar, ¿quiere?
– Justo lo que haría un tipo amable. -Se agachó y cogió su móvil-. Janine me dirá qué ha pasado. Parece una mujer muy franca.
– Está en el bed & breakfast. No tiene teléfono en la habitación.
– Cierto. Le preguntaré a Krystal. He hablado con Webster hace menos de media hora.
Annabelle se podía figurar lo que Krystal y Webster estarían haciendo en aquellos momentos, y no les iba a gustar que les interrumpieran.
– Es medianoche.
– Su pequeña reunión acaba de terminar. No se habrá ido a la cama todavía.
«¿Qué se apuesta…?»
Él pasó el pulgar por encima de las teclas.
– Siempre me ha gustado Krystal. Es muy directa. -Apretó el Primer botón.
Annabelle tomó aire.
– Hemos visto una peli porno, ¿vale?
El sonrió y dejó caer el teléfono.
– Ahora empezamos a entendernos.
– Créame, no fue idea mía. Y no tiene gracia. Además, ni siquiera era exactamente pornográfica. Era erótica. Para mujeres.
– ¿Hay alguna diferencia?
– Ésa es justo la clase de respuesta que cabía esperar de un hombre. ¿Cree usted que la mayoría de nosotras nos excitamos viendo un puñado de mujeres con labios de colágeno e implantes del tamaño de pelotas de fútbol abalanzándose unas sobre otras?
– Por su expresión, sospecho que no.
Necesitaba beber algo frío, y se dirigió a la cocina, sin dejar de hablar, porque tenía algo que aclarar.
– La seducción, por ejemplo. En una película porno típica de las suyas, ¿se entretienen siquiera en mostrar algo de seducción?
Él la siguió.
– Para ser justos, no suele hacer mucha falta. Las mujeres son bastante agresivas.
– Exacto. Bueno, pues yo no. -Se habría dado de bofetadas en cuanto las palabras salieron de su boca. Lo último que quería hacer era llevar la conversación al terreno personal.
Él no se aprovechó de su desliz, no sería propio de la taimada Pitón. Él disfrutaba jugando con su víctima antes de asestar el golpe.
– ¿Tenía argumento entonces, la película?
– Ambiente rural de Nueva Inglaterra; artista virginal; desconocido imponente. Baste con eso. -Abrió la puerta de la nevera y examinó el interior, sin ver nada.
– Sólo dos personas. Qué decepcionante.
– Había un par de tramas secundarias.
– Ah.
Ella se volvió hacia él, con la palma de la mano húmeda curvada aún en torno al asidero de la puerta de la nevera.
– Todo esto le parece muy gracioso, ¿verdad?
– Sí, pero me avergüenzo de mí mismo.
Sentía deseos de olerle. Tenía el pelo casi seco, y la piel recién duchada. Quería hundir la cara en su pecho e inhalar, hurgar en él, encontrar tal vez un mechón de pelo rebelde y dejar que le hiciera cosquillas en la nariz. Estuvo a punto de gemir.
– Por favor, váyase.
Él irguió la cabeza.
– Perdón. ¿Ha dicho algo?
Ella agarró la primera cosa fría que tocó y cerró la puerta.
– Ya sabe lo que me parece todo esto. Lo… nuestro.
– Lo dejó muy claro anoche.
– Y tengo razón.
– Sé que la tiene.
– ¿Por qué me lo discutió, entonces?
– El síndrome del capullo. No puedo evitarlo. Soy un tío. -Sus labios se curvaron en una sonrisa perezosa-. Y usted no.
La carga de electricidad sexual que flotaba en el aire habría bastado para iluminar todo el planeta. Heath estaba plantado en mitad del paso que la separaba del dormitorio, y si pasaba demasiado cerca no podría resistir la tentación de lamerle, de modo que se encaminó al porche y casi tropezó con el colchón que él había arrastrado hasta allí afuera la noche anterior. Había estirado las sábanas, apilado las almohadas y doblado la manta en dos, haciendo mejor trabajo que ella con la cama de matrimonio. Él salió tranquilamente.
– ¿Quiere un sándwich para acompañar?
No supo a qué se refería hasta que siguió la dirección de su mirada y vio en su propia mano un bote de mostaza francesa en vez de una lata de Coca-Cola. Se lo quedó mirando.
– Ocurre que la mostaza tiene la cualidad de ayudar a conciliar el sueño.
– No lo había oído en la vida.
– No lo sabe todo, ¿no?
– Parece ser que no. -Se produjo un breve silencio-. ¿Se la come o se la unta?
– Me voy a la cama.
– Porque si se la unta… probablemente yo podría echarle una mano.
Su temperamento de pelirroja explotó, y dejó el bote en la mesa rústica con un golpe.
– ¿Qué tal si le entrego mis bragas directamente y zanjamos el asunto?
– Por mí bien. -Sus dientes refulgieron como los de un tiburón-. Entonces, si ahora la beso, ¿se harás la remilgada otra vez?
Su ira empezó a disiparse, reemplazada por una creciente inquietud.
– No lo sé.
– Tengo un ego considerable, eso ya lo sabe. Pero, aun así, la forma en que me rechazó anoche rozó lo traumático. -Introdujo un dedo bajo la parte superior de sus shorts, haciendo que la banda elástica dibujara una V marcada que hacía la boca agua-. Ahora me pregunto: ¿y si he perdido mi mano? ¿Qué voy a hacer, entonces? -Deslizó el pulgar hacia la arista de su cadera, descubriendo un poco más de piel-. Entenderá usted que esté un poco preocupado.
Contemplando la cuña de tenso abdomen, tuvo que combatir el impulso de pasarse el frío bote de mostaza por la frente.
– Eh… Yo no dejaría que eso me quitara el sueño. -Invocó sus últimas briznas de fuerza de voluntad para pasar junto a él, y tal vez lo habría logrado si él no hubiera alargado el brazo y tocado el suyo. Apenas la rozó con un dedo, en un simple gesto de despedida, pero lo hizo sobre su piel desnuda, y eso bastó para que se quedara clavada en el sitio.
Él se quedó tan inmóvil como ella. Al bajar la vista para mirarla, sus ojos verdes eran una invocación al desastre, superpuesta a una tímida disculpa.
– Maldita sea -susurró-. A veces me paso de listillo, en mi propio perjuicio.
La atrajo hacia sí, se dio un festín en su boca, pasó las manos por los contornos de su espalda. Y ella se lo permitió, como había hecho la noche anterior, ignorando el hecho de que esto era la Super Bowl de las malas ideas, ignorando las múltiples razones por las que no debía vivir cada momento de esa noche en concreto para acarrear al día siguiente con las consecuencias.
– No tengo paciencia. -Su oscuro murmullo cayó como una caricia sobre la mejilla de Annabelle, mientras le bajaba la cremallera del vestido con un movimiento espontáneo y fluido.
– Esto lo va a echar todo a perder -musitó ella contra su boca, porque necesitaba pronunciar las palabras aunque no hiciera el menor esfuerzo por detenerle.
– Hagámoslo de todas formas -dijo él en voz baja y ronca- Ya lo arreglaremos después.
Justo lo que ella anhelaba oír. Se perdió en su beso; exangüe, hechizada, estúpida… un poco enamorada.
Al cabo de unos momentos, su vestido yacía en torno a sus pies junto con su sujetador, un par de braguitas y todo lo que él llevaba puesto: un par de pantalones cortos de deporte negros. Se hallaban en el porche pero estaba oscuro, les ocultaba la espesura de los árboles, y ¿qué más daba? Él contempló sus pechos, sin tocarlos, mirándolos sin más. Le envolvió un hombro con una mano. Con la otra, le pasó las yemas de los dedos por la columna y le acarició el coxis. Ella se estremeció y apretó la mejilla contra su pecho; luego giró la cara y presionó los labios, pero entonces él se echó atrás bruscamente y contuvo la respiración tras un siseo.
– No te muevas -susurró.
Se separó de ella y entró corriendo en la cocina, obsequiándola con una vista lamentablemente fugaz de un culo varonil espectacularmente prieto. Se le pasó por la cabeza que podía haber ido a recuperar su móvil para aprovechar el tiempo haciendo dos cosas a la vez, pero lo que hizo fue apagar la luz del techo de la cocina, dejando encendida sólo la de la campana; luego desapareció por la sala y apagó el resto de luces. Reapareció al cabo de un instante. La tenue luz dorada de la cocina bailaba por los largos músculos de su cuerpo al acercársele. Tenía una erección completa. Cuando llegó junto a ella, sostuvo en alto tres condones y dijo suavemente: