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– Considera esto una muestra de mi afecto.

– Tomo nota, y te lo agradezco -repuso ella con idéntica suavidad.

La empujó hacia el colchón. Ella recordó lo expeditivo que era Heath, y comprendió que tal vez aquella noche de cine para chicas hubiera elevado demasiado sus expectativas de preámbulos lúdicos. En efecto, él tardó bien poco en ponerse encima de ella, con la boca en sus pechos. Annabelle le hundió los dedos en el pelo.

– Esto va a ser «aquí te pillo, aquí te mato», ¿no?

– No te quepa duda. -Deslizó la mano sobre su vientre, apuntando directamente al interruptor general.

– Quiero más besos.

– Ningún problema. -Tomó su pezón entre los labios.

Ella aspiró profundamente.

– En la boca.

El jugueteó con la pequeña y túrgida protuberancia, respirando cada vez más superficialmente.

– Negociemos.

Ella le clavó los dedos en la espalda, húmeda ya de la mínima contención que él pudiera estar ejerciendo. Automáticamente separo los muslos.

– Debía habérmelo esperado.

Él pasó un dedo por la mata de pelo rizado de la base de su vientre, jugueteando con los rebeldes bucles.

– Voy a ir demasiado rápido para ti. Eso podemos darlo por hecho, y me disculpo por adelantado. -Ella soltó un grito ahogado de placer al tocar él su carne húmeda y caliente-. Pero llevo mucho tiempo de abstinencia, y lo que pueda durar tal vez unos poco minutos…

– Como mucho. -Los dedos de sus pies se curvaron.

– … a mí me parecerá una eternidad. -Su voz se tornó irregular-. Así que voy a sugerir lo siguiente. -Ella se aferró a sus caderas mientras él seguía enredando-. Aceptemos el hecho de que no voy a poder dejarte satisfecha la primera vez. Eso nos liberará a los dos de la presión.

Annabelle dobló las rodillas y dijo con voz entrecortada:

– A ti, al menos.

– Pero una vez que haya soltado esa primera explosión de… vapor… -tomó aire, las palabras le salían entrecortadas, a trompicones-, tendré todo el tiempo del mundo -a Annabelle la cabeza le iba de un lado a otro mientras él la estimulaba con sus hábiles dedos de la forma más íntima- para hacerlo como es debido. -Le separó más los muslos con suavidad-. Y tú, Campanilla… -Ella sintió todo el peso de su cuerpo-. Tú pasarás una noche que nunca olvidarás.

La penetró con un gruñido, y aunque ella estaba lubricada y mas que lista, no lo encajó con facilidad. Levantó las rodillas y arqueó la espalda. Él unió su boca a la de ella, la agarró por las caderas y las hizo pivotar hasta el ángulo que ambos querían.

Imágenes febriles, demenciales, resplandecieron tras sus párpados. El cuerpo largo y grueso de una pitón abriéndose camino en su interior, desplegándose… estirándose… penetrando más adentro… más. Bajo sus manos, sintió la espalda de él ponerse muy rígida. El dulce ataque… la acometida. Una y otra vez. Y luego la escalada final. Él empezó a temblar. Ella recibió su gemido bajo y gutural. Vio destellos de luz tras sus ojos. Sintió el peso de Heath desplomándose sobre ella, echó la cabeza hacia atrás y cayó rendida.

Pasaron largos minutos. Él restregó los labios por su sien y luego rodó hasta apoyarse sobre un costado, a punto de salirse del colchón. Ella se apartó para hacerle sitio. Se reacomodaron. Él la atrajo hacia su piel humedecida y empezó a juguetear con sus cabellos. Estaba aturdida, pletórica, decidida a no pensar. Aún no.

– Yo… yo no he llegado -dijo.

Él se incorporó sobre un codo y la miró a los ojos.

– Me sabe fatal decirlo, pero ya te había avisado.

– Tenías razón, como de costumbre.

A Heath se le formaron arrugas en las comisuras de los ojos, y depositó un beso breve en su mejilla.

– Que esto nos sirva de lección. -Se incorporó-. Voy a necesitar unos minutos.

– Yo haré unos acrósticos mentalmente.

– Buena idea. -Mientras ella escuchaba los sonidos de la noche que envolvía su nido en el bosque, Heath desapareció dentro de la casa. Al cabo de unos minutos, volvió con una cerveza, se sentó en el borde del colchón y le tendió a Annabelle la botella. Ella le dio un trago y se la devolvió. Heath la dejó en el suelo, luego se tendió y la atrajo sobre su hombro, y allí empezó otra vez a juguetear con un rizo de su cabello. Aquella tierna intimidad le daba a Annabelle ganas de llorar, así que rodó hasta ponerse encima de él y empezó con su propia exploración sensual.

La respiración de Heath no tardó en acelerarse.

– Me parece… -dijo con voz ahogada- que no me va a costar recuperarme tanto como pensaba.

Ella le restregó los labios por el abdomen.

– Supongo que no puedes tener razón en todo.

Y eso fue lo último que dijo cualquiera de los dos en mucho, mucho rato.

Finalmente, él se quedó dormido, y ella pudo irse inadvertidamente a su habitación. Al acurrucarse en su almohada, no pudo ya ocultarse la realidad de lo que había hecho. Heath había afrontado el hacerle el amor con el mismo celo adictivo con que hacía todo lo demás, y, en el proceso, ella se enamoró un poco más de él.

De la comisura de sus ojos rodaron lágrimas, pero no se las enjugó. En vez de ello, las dejó correr mientras ella se resituaba, reelaboraba, reestructuraba. Para cuando la venció el sueño, sabía inevitablemente lo que debía hacer.

***

Heath oyó a Annabelle entrar en su dormitorio, pero no se movió. Ahora que había satisfecho el ansia de su cuerpo, la condena de lo despreciable de sus actos le golpeó con dureza. Ella se preocupaba por él. Todo un mundo de emociones que él no quería reconocer le había estado contemplando esa noche desde aquellos dulces ojos color de miel. Ahora se sentía el mayor capullo del mundo.

Ella le había dicho que aquello equivalía a gestar el desastre, pero había construido su vida a base de arrollar controles de carretera, por lo que había ignorado la evidencia y atacado de frente. Aunque sabía de antemano que ella tenía razón, la deseaba, de modo que había tomado lo que quería sin importarle las consecuencias. Ahora que era demasiado tarde, asumió en toda su dimensión la magnitud del desastre que eso suponía para ella, en lo profesional y en lo personal. Ella había puesto en juego sus emociones -pudo verlo en su rostro-, y eso significaba que ya no podía volver a ocuparse de ser su casamentera.

Se volvió y dio un puñetazo a la almohada. ¿En qué demonios estaría pensando? No había pensado, ése era precisamente el problema. Se había limitado a reaccionar, y en el proceso de conseguir lo que quería, había hecho añicos los sueños de ella. Ahora debía compensarla.

Empezó a trazar un plan en su cabeza. Haría propaganda de su empresa y encontraría algunos clientes decentes que echarle al saco. Usaría su equipo de publicistas y sus contactos con los medios para darle buena prensa. La historia era buena: una casamentera de segunda generación que lleva la empresa obsoleta de su abuela al siglo XXI. Tendría que habérsele ocurrido a Annabelle, pero no pensaba con ambición.

Lo que no podía hacer era dejar que siguiera presentándole a otras mujeres. Eso le partiría el corazón. Desde un punto de vista egoísta, le disgustaba la idea de que ya no fuera a trabajar para él. Le gustaba tenerla cerca. Le hacía las cosas más fáciles… y él se lo había pagado jodiéndola, en sentido literal y figurado.

De tal palo, tal astilla: salía a su padre.

La desesperación que le embargó tenía algo de conocido y antiguo como el ruido de un portazo en una roulotte destartalada en mitad de la noche.