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– Y fíjate en lo que ocurrió con Rob -continuó Kate-. De todos los… Bueno, dejémoslo. El hecho es que te has tragado ese disparate New Age según el cual todo lo que tienes que hacer es desear algo con todas tus fuerzas para conseguirlo. Pero la vida no funciona así. Hace falta algo más que deseos. Las personas de éxito son pragmáticas, hacen planes con los pies en el suelo.

– ¡¡¡No quiero ser contable!!!

Al estallido siguió un largo silencio de reproche. Annabelle sabía con exactitud qué estaba pensando su madre. Que Annabelle estaba siendo Annabelle otra vez: irritable, exagerada y carente de sentido práctico; el único fracaso de la familia. Pero nadie la podía alterar tanto como su madre.

Excepto su padre.

Y sus hermanos.

«Deja de arruinar tu vida y dedícate a algo práctico», le había escrito Adam, el gran médico, en su último mensaje de correo electrónico, con copias para el resto de la familia más dos tías y tres primos.

«Ya tienes treinta y uno», había anotado Doug, el gran contable, en una tarjeta, en ocasión de su reciente aniversario. «A los treinta y uno yo ganaba doscientos mil al año.»

Su padre, el ex gran cirujano, se lo decía de otro modo. «Ayer hice un birdie en el hoyo cuatro. Mi putt mejora día a día. Y, Annabelle… ya va siendo hora de que te encuentres a ti misma.»

Sólo Nana Myrna le había ofrecido su apoyo. «Te encontrarás a ti misma cuando llegue el momento, cariño.»

Annabelle echaba de menos a Nana Myrna. Ella también había sido un fracaso.

– La carrera de contabilidad tiene mucha demanda -dijo su madre-. Cada vez más.

– También mi negocio -replicó Annabelle en un demencial acto de autodestrucción-. He conseguido un cliente muy importante.

– ¿Quién?

– Sabes que no puedo decirte su nombre.

– ¿Tiene menos de setenta?

Annabelle se dijo a sí misma que no mordería el anzuelo, pero no en vano se había ganado la reputación de fracasada en la familia.

– Tiene treinta y cuatro y es un millonario importante.

– Si es así, ¿por qué habría de contratarte a ti?

Annabelle apretó los dientes.

– Porque soy la mejor. Por eso.

– Ya veremos. -El tono de su madre se suavizó, como si hubiese decidido darle una tregua-. Sé que te puedo llegar a exasperar, cariño, pero lo hago porque te quiero y deseo que desarrolles tu potencial.

Annabelle suspiró.

– Lo sé, mamá. Yo también te quiero.

Finalmente, la conversación llegó a su fin. Annabelle guardó el móvil, cerró la puerta e introdujo la llave en el contacto. Acaso las palabras de su madre le escocieran tanto porque había en ellas mucho fondo de verdad.

Mientras sacaba el coche del párking, miró el espejo retrovisor y pronunció la palabra favorita de Jamison. Dos veces.

2

Dean Robillard entró en el club como una jodida estrella de cine, con una chaqueta de lino deportiva colgada de los hombros, unos pendientes de diamante brillando en los lóbulos de sus orejas y unas gafas Oakley que velaban sus ojos azul Malibú. Con la piel bronceada por el sol, la barba de tres días y el rubio pelo de surfista, todo reluciente y lleno de gel, era un regalo de Los Angeles a la ciudad de Chicago. Heath agradeció la distracción con una sonrisa. El chico tenía estilo, y la Ciudad del Viento le había echado de menos.

– ¿Conoces a Dean? -La rubia que intentaba cogerse del brazo derecho de Heath seguía con la mirada a Robillard, que regalaba su sonrisa a la muchedumbre como si avanzara por una alfombra roja. Tuvo que alzar la voz por encima de la música mala de la pista de baile del Waterworks, donde se celebraba la fiesta privada de aquella noche. Si bien los Sox estaban jugando en Cleveland y los Bulls aún no habían vuelto, los demás equipos de la ciudad estaban bien representados en la fiesta, principalmente los jugadores de los Stars y los Bears, pero también gran parte de los jugadores de los Cubs, un par de Blackhawks y un portero del Chicago Fire. A la mezcla también se sumaban un par de actores, una estrella del rock y mujeres, decenas de mujeres, a cuál más atractiva, el botín sexual de los ricos y famosos.

– Claro que conoce a Dean. -La morena que estaba a su lado izquierdo miró a la rubia con condescendencia-. Heath conoce a todos los jugadores de fútbol de la ciudad, ¿verdad, cariño? -Mientras hablaba, deslizó furtivamente una mano por la parte interior de su muslo, pero Heath procuró hacer caso omiso de su erección, del mismo modo que había estado haciendo caso omiso de sus erecciones desde que decidiera entrenarse para el matrimonio.

Entrenarse para el matrimonio era un verdadero infierno.

Se recordó a sí mismo que había llegado hasta donde estaba aferrándose a un plan, y que el siguiente paso era estar casado antes de cumplir los treinta y cinco. Su mujer sería el símbolo más importante de sus éxitos, la prueba definitiva de que había dejado atrás el párking de caravanas de Beau Vista para siempre.

– Lo conozco -dijo, sin añadir que esperaba conocerlo mucho mejor.

Cuando Robillard avanzó hacia el interior de la gran sala, la muchedumbre del Waterworks abrió paso al ex jugador del sur de California que había sido fichado por los Stars para ocupar el puesto de primer quarterback cuando Kevin Tucker colgara las botas al final de la próxima temporada. La historia familiar de Dean Robillard estaba envuelta en misterio, y cuando alguien husmeaba el jugador respondía con frases vagas. Tras hacer algunas averiguaciones por su cuenta, Heath había topado con algunos rumores interesantes que prefirió mantener en secreto. Los hermanos Zagorski, que hasta entonces habían estado intentando ligarse a un par de chicas morenas en el otro extremo del bar, cayeron en la cuenta de lo que estaba pasando. Unos segundos después, avanzaban a tropezones sobre sus mocasines Prada para ser los primeros en llegar hasta él.

Heath tomó otro sorbo de su cerveza y los dejó hacer. No le sorprendía el interés de los Zagorski en Robillard. El agente del quarterback había muerto en un accidente durante una escalada en roca cinco días atrás, dejándolo sin representante, algo que los hermanos Zagorski, y todos los demás agentes del país, esperaban remediar. Los Zagorski eran dueños de la empresa Z-Group, el único competidor serio de Heath en Chicago. Él los odiaba a muerte, principalmente por su falta de ética, pero también porque le habían robado un candidato a la primera ronda del draft cinco años atrás, cuando más lo necesitaba. Su venganza había consistido en quitarles a Rocco Jefferson, lo que no había resultado nada difícil. Los Zagorski eran buenos en hacer grandes promesas a sus clientes, pero no en cumplirlas.

Heath no se hacía ilusiones acerca de su oficio. En los últimos diez años, el negocio de representación de deportistas se había vuelto más corrupto que una pelea de gallos. En la mayoría de estados prácticamente se regalaban las licencias. Cualquier vulgar estafador podía mandar imprimir una tarjeta de visita con el título de representante y aprovecharse de deportistas universitarios crédulos, sobre todo de aquellos que habían crecido en la miseria. Estos embaucadores les pasaban dinero bajo la mesa, les prometían coches y joyas, contrataban a putas y pagaban «recompensas» a cualquiera que pudiera conseguirles la firma de un atleta importante en un contrato de representación. Algunos agentes serios habían abandonado el negocio porque consideraban que no se podía ser honesto y competitivo a la vez, pero Heath no estaba dispuesto a dejarse comer el terreno. A pesar de lo sórdido que era el negocio, le gustaba lo que hacía. Le encantaba la descarga de adrenalina que le producía asegurar un cliente, firmar un contrato. Le encantaba descubrir hasta dónde podía tensar la cuerda. Era lo que mejor sabía hacer. Llevaba las reglas al límite, pero no las rompía. Y jamás engañaba a un cliente.