Todavía conservaba el número de móvil de Bodie, del día que había pasado con Arté Palmer, y aquella noche lo utilizó.
Un corredor muy madrugador pasó zumbando mientras encajaba a Sherman en un sitio milagrosamente libre a escasos portales de la dirección de Lincoln Park que Bodie le había dado la noche anterior. Se había puesto el despertador a las cinco y media de la mañana, una hora muy adecuada para el señor Bronicki y sus colegas, pero una pesadilla para ella. Tras una ducha rápida, se enfundó un vestido de verano amarillo ácido con un corpiño con estructura de corsé que le hacía sentir como si tuviera busto, se puso un poco de gel moldeador en el pelo lavado el día antes, se dio unos toques de maquillaje en los ojos y de brillo en los labios, y salió de casa.
El café que había pillado en un Caribú de Halsted le calentaba la mano mientras comprobaba la dirección. La casa de Heath la dejó boquiabierta. La estructura de formas libres de cristal y ladrillo con su dramática cuña de dos alturas apuntando a la calle umbría, conseguía de alguna manera armonizar con las casas vecinas, tanto las señoriales del siglo XIX exquisitamente rehabilitadas como los más recientes hogares de lujo construidos en solares estrechos y carísimos. Fue caminando por la acera hasta girar por un caminito de ladrillo que conducía, haciendo una curva, a una puerta principal de caoba labrada, y llamó al timbre. Mientras esperaba, trató de afinar su estrategia, pero antes de que llegara a nada, oyó el clic de la cerradura y la puerta se abrió.
Llevaba una toalla morada, y una cara de pocos amigos que no se le fue cuando vio quién llamaba a su puerta a las siete menos veinte de la mañana. Se sacó el cepillo de dientes de la boca.
– No estoy.
– Vamos, vamos. -Le encasquetó el café en la mano libre-. Estoy montando una empresa nueva llamada Cafeína a gogó. Eres mi primer cliente. -Pasó a su lado entrando en el vestíbulo, donde una escalera en forma de S ascendía en curva hasta un segundo rellano. Observó el suelo de mármol veteado, la moderna araña de bronce, y lo único que amueblaba el vestíbulo en realidad, un par de zapatillas abandonadas.
– Caramba. Estoy absolutamente impresionada, aunque finja que no.
– Me alegro de que te guste -dijo él arrastrando las palabras-. Lamentablemente, hoy no hago la visita guiada.
Annabelle se resistió al impulso de pasarle el dedo por los restos de espuma de afeitar que le habían quedado en el lóbulo de la oreja.
– No pasa nada. Ya echo yo un vistazo mientras tú te acabas de vestir. -Le señaló la escalera-. Adelante. No quiero interrumpirte.
– Annabelle, ahora no tengo tiempo de hablar.
– Hazme un hueco -dijo ella, con la más cautivadora de sus sonrisas.
La pasta de dientes había empezado a asomarle en burbujas a Heath por la comisura de la boca. Se la limpió con el dorso de la mano. Su mirada se deslizó por los hombros desnudos de Annabelle hasta el ajustado corpiño de su vestido.
– No he estado evitándote. Te iba a devolver la llamada esta misma tarde.
– No, de verdad, tómate el tiempo que quieras. No tengo ninguna prisa. -Le hizo adiós con la mano y se dirigió al salón.
El masculló algo que sonó a blasfemia, y segundos más tarde Annabelle oyó el golpeteo de sus pies descalzos sobre el piso de arriba. Miró de soslayo por encima del hombro y vislumbró unos hombros gloriosos, una espalda desnuda y una toalla morada. Sólo cuando hubo desaparecido, volvió a centrar su atención en el salón.
La luz de la mañana entraba a raudales por la alta cuña de ventanas y veteaba el claro suelo de maderas nobles. Era un espacio precioso que pedía a gritos ser habitado, pero, salvo por los aparatos de gimnasio sobre alfombrillas de goma azul, estaba tan vacío como el vestíbulo. Nada de muebles, ni tan siquiera un póster de deportes en la pared. Mientras lo estudiaba, empezó a ver la habitación como debería ser: una mesa de café enorme, rematada en piedra, frente a un sofá grande y confortable; sillas tapizadas en colores vivos; lienzos ostentosos en las paredes; un equipo de música estilizado; libros y revistas desparramados. El juguete con ruedas de un niño. Un perro.
Con un suspiro, se recordó a sí misma que le había tendido una emboscada esa mañana para hacer que superaran su fin de semana en el lago. Le vino a la mente el viejo proverbio según el cual uno ha de tener cuidado con lo que desea. Ella había deseado que la gente se enterara de que Heath había firmado con Perfecta para Ti, y se había corrido la voz. Ahora, si le perdía como cliente, todo el mundo daría por hecho que ella no había sido lo bastante buena como para retenerle. Todo dependía de cómo se portara esa mañana.
Atravesó el comedor vacío para ir a la cocina. Las encimeras estaban despejadas, los electrodomésticos europeos de acero inoxidable parecían sin estrenar. Únicamente el vaso sucio del fregadero indicaba presencia humana. Le sorprendió la idea de que Heath tenía un sitio donde vivir, pero no un hogar.
Regresó al salón y contempló la calle por los ventanales. Una pieza del rompecabezas que era el hombre del que se había encaprichado encajaba ahora. Como le veía siempre de aquí para allá, se le había pasado por alto el hecho de que era básicamente un solitario. Aquella casa sin amueblar llamaba la atención sobre su aislamiento emocional.
Reapareció con unos pantalones anchos grises, una camisa azul oscura y una corbata estampada, todo tan bien combinado que se diría que salía de un anuncio de Barneys. Dejó la americana sobre el banco de pesas, dejó el café que le había traído y se abotonó los puños.
– No te estaba despachando. Necesitaba algo de tiempo para reevaluar la situación, y no es que esté pidiendo disculpas.
– Disculpas aceptadas. -La forma en que él frunció la frente no auguraba nada bueno, y cambió rápidamente de enfoque-. Siento que no fueran mejor las cosas con Phoebe en el lago. A pesar de lo que puedas pensar, yo te apoyaba.
– Tuvimos una conversación medio decente. -Volvió a coger el café.
– ¿Qué pasó con la otra mitad?
– Dejé que me buscara las cosquillas.
Annabelle habría disfrutado escuchando los detalles, pero necesitaba avanzar antes de que él empezara a mirarse el reloj que asomaba bajo el puño de la camisa.
– Vale, te diré la razón por la que he venido en realidad, y si me hubieras devuelto las llamadas no habría tenido necesidad de molestarte: necesito saber si le has dicho algo a alguien sobre quien tú sabes. Si lo has hecho, te juro que no volveré a hablarte. Te lo conté de forma estrictamente confidencial. De verdad que me moriría de vergüenza.
– Dime que no te has presentado aquí intempestivamente para hablar del chico de tus sueños.
Ella fingió enredar con su anillo, uno con una turquesa que había comprado Nana en Santa Fe.
– Porque ¿tú crees que es posible que le guste a Dean?
– Diantre, no lo sé. ¿No puedes esperar a llegar a la sala de estuco y preguntar a tus amiguitas?
Intentó parecer ofendida.
– Buscaba el punto de vista masculino, eso es todo.
– Que te lo dé Raoul.
– Hemos terminado. Me ponía los cuernos.
– Eso ya lo sabía toda la ciudad, ¿no?
Muy bien, se habían divertido. Annabelle se sentó en una esquina del banco de pesas.
– Sé que piensas que Dean es demasiado joven para mí…
– Tu edad es sólo un punto de una larga enumeración de calamidades que sobrevendrán sin duda si no superas esto. Y no he visto a tu amorcito, de modo que tu secreto está a salvo. ¿Algo más?
– No lo sé. ¿Algo más? -Se levantó del banco-. La cosa es que… me temo que todavía estés lidiando con algunas implicaciones emocionales del retiro, lo que podría hacer que te portes un poco como una nena.
– ¿Nena? -Se le disparó hacia arriba una ceja oscura.