– Es sólo la opinión de una mujer.
– ¿Crees que estoy portándome como una nena? ¿Tú, la reina del instituto Annabelle?
– No has respondido a mis llamadas.
– Quería pensar en ello.
– Exacto. -Se aproximó a él, componiendo una actitud resuelta muy convincente-. Es obvio que todavía te supone un conflicto mi noche de liberación sexual, pero eres demasiado macho para admitirlo. Nunca debí aprovecharme de ti. Los dos lo sabemos, pero creí que no te importaba. Parece ser que no es así.
– Seguro que esto va a ser una desilusión para ti -dijo él secamente-, pero no me he quedado traumatizado por mi violación y pillaje.
– Respeto que te aferres a tu orgullo -dijo ella con cierto remilgo.
El frunció la frente.
– Déjate de tonterías. Fuiste meridianamente clara al hablar de mezclar el placer y los negocios, y tenías razón. Ambos lo sabemos. Pero Krystal dio su fiesta porno, a mí no me gusta que me digan que no, y el resto es historia. El que se aprovechó soy yo. La razón por la que no te he llamado es que todavía no he pensado en cómo compensarte.
Annabelle detestaba la idea de que la viera como a su víctima.
– No será echándote a correr, eso seguro. Apesta un poquito el jefe que se acuesta con su secretaria y luego la despide por ello.
Tuvo la satisfacción de verle crispar el gesto, herido.
– Yo nunca haría eso -dijo.
– Estupendo. Resérvame todas las noches a partir de mañana. Arrancaremos con una profesora de economía que es un cerebrito, recuerda un poco a Kate Hudson, encuentra a Adam Sandler como mínimo medianamente gracioso y sabe distinguir una copa de vino de una de agua. Si no te gusta, tengo seis más esperando. Así que ¿te reintegras al juego o te vas a rajar?
Se negó a morder el anzuelo. En vez de eso, se acercó a los ventanales, sorbiendo el café y tomándose su tiempo, pensando sin duda en lo complicado que se había vuelto todo aquello.
– ¿Estás segura de querer seguir adelante? -dijo al fin.
– Oye, no soy yo la que se agobió. Claro que estoy segura. -«Menuda mentira.»-. Tengo que llevar un negocio y, francamente, me lo estás poniendo difícil.
Él se pasó la mano por el pelo.
– De acuerdo. Organízalo.
– Perfecto. -Le dedicó una sonrisa tan amplia que le dolieron las mejillas-. Entonces, vamos a concretar…
Hicieron sus arreglos, fijando días y horas, y Annabelle se largó en cuanto terminaron. Conduciendo de vuelta a casa, se hizo a sí misma una promesa: en lo sucesivo encerraría sus emociones allí donde debía guardarlas. En una bolsa interior Ziploc, extrarresistente.
La noche del día siguiente, Heath seguía a Kevin entre las mesas del salón de baile de un hotel mientras el quarterback estrechaba manos, palmeaba espaldas y se trabajaba a los numerosos hombres de negocios que se habían reunido a comer y escuchar su discurso de motivación titulado «Los balones largos de la vida». Heath Permaneció detrás de él, listo para echarle un capote si alguien intentaba acercarse mucho o tomarse demasiadas familiaridades, pero Kevin logró llegar a la mesa presidencial sin incidentes.
Heath había escuchado su discurso una docena de veces, y en cuanto Kevin tomó asiento volvió al fondo del salón de baile. Dieron comienzo las presentaciones, y los pensamientos de Heath retrocedieron a la emboscada de Annabelle la mañana del día anterior Había irrumpido en su casa, invadiéndolo todo con su descaro, y en contra lo que pudiera indicar su forma de hablarle, se había alegrado de verla. De todas formas, no le mintió al decirle que necesitaba tiempo para pensar las cosas, incluyendo cómo podía torpedear aquel capricho infantil que le había dado por Dean Robillard. Si no volvía pronto a sus cabales, Heath iba a perder todo su respeto por ella. ¿Por qué las mujeres dejaban el cerebro a un lado cuando se trataba de Dean?
Heath apartó el recuerdo incómodo de una antigua novia que decía de él exactamente lo mismo. Había decidido mantener una conversación franca con Dean para asegurarse de que al chico de oro le quedaba claro que Annabelle no era otra tontita más que pudiera incorporar a su vitrina de trofeos. Sólo que se suponía que quería camelarse a Dean, no enfrentarse con él. Una vez más, su casamentera le había puesto en un conflicto imposible.
Kevin hizo un chiste riéndose de sí mismo, y la multitud se lo celebró. Les tenía donde quería, y Heath se escabulló al pasillo para comprobar sus mensajes. Cuando vio el número de Bodie, le llamó a él en primer lugar.
– ¿Qué pasa?
– Un amigo mío acaba de telefonearme desde la playa de Oak Street -dijo Bodie-. Tony Coffield, ¿te acuerdas de él? Su viejo tiene un par de bares en Andersonville.
– ¿Sí? -Tony era uno de los componentes de una red de tipos que suministraban información a Bodie.
– Pues adivina quién más ha aparecido para pillar un poco de sol. Nada menos que nuestro buen amigo Robillard. Y parece que no está solo. Tony dice que comparte manta con una pelirroja. Mona, pero no su tipo habitual.
Heath apoyó la espalda contra la pared y apretó los dientes.
Bodie se reía.
– Tu pequeña casamentera no pierde el tiempo, desde luego.
Annabelle levantó la cabeza de la manta llena de arena y contempló a Dean. Estaba tumbado de espaldas, con los músculos bronceados y aceitados, el pelo rubio reluciente y los ojos ocultos por unas gafas de sol futuristas con cristales azul claro. Un par de mujeres en bikini pasaron por delante por cuarta vez, y en esta ocasión parecieron reunir el valor para abordarle. Annabelle interceptó su mirada, se llevó el índice a los labios indicándoles que estaba dormido y sacudió la cabeza. Las mujeres, decepcionadas, pasaron de largo.
– Gracias -dijo Dean, sin mover los labios.
– ¿No se cobra por este trabajo?
– Te he comprado un perrito caliente, ¿no?
Ella apoyó la barbilla en sus nudillos y hundió más en la arena los dedos de los pies. Dean la había llamado el día anterior, unas horas después de salir de casa de Heath. Le preguntó si se apuntaba a una excursión a la playa antes de que empezaran la concentración y los entrenamientos.
Ella tenía un millón de cosas que hacer para preparar la maratón de citas que había planeado, pero no podía dejar pasar la oportunidad de cebar el cuento de su encaprichamiento, por si Heath albergaba dudas todavía.
– Explícamelo otra vez, pues -dijo Dean, con los ojos aún cerrados-. Lo de que me estás utilizando descaradamente para tus propios propósitos nefandos.
– Se supone que los futbolistas no conocen palabras como «nefando».
– La oí en un anuncio de cerveza.
Ella sonrió y se ajustó las gafas de sol.
– Sólo voy a decirte esto: me he metido en un pequeño lío, y no, no te voy a contar con quién. La forma más fácil de escabullirme era fingir que estoy loca por ti. Y lo estoy, por supuesto.
– Mentirosa. Me tratas como a un niño.
– Sólo para protegerme de tu esplendor.
El resopló.
– Además, que me vean contigo eleva enormemente el perfil de mi empresa. -Apoyó la mejilla en el brazo-. Conseguiré que la gente hable de Perfecta para Ti, y la única publicidad que puedo permitirme en este preciso momento es la gratuita. Te lo pagaré. Te lo prometo. -Extendió el brazo y le dio una pequeña palmada en uno de sus bíceps durísimos y calentados por el sol-. De aquí a unos diez años, cuando estemos seguros de que has superado la pubertad, pienso encontrarte una mujer estupenda.
– ¿Diez años?
– Tienes razón. Pongamos quince, sólo por asegurarnos.
Annabelle durmió de pena aquella noche. Estaba aterrorizada ante el comienzo de la maratón de citas de Heath, pero ya era hora de hacer de tripas corazón y echarle el resto.