Los dedos de Heath le apresaron la muñeca, y esta vez, al abrir se sus párpados, tenía los ojos bien despiertos.
– ¿Qué quieres?
– Recuperar mi sujetador.
Él levantó la cabeza y se miró el costado, sin soltarle la muñeca.
– ¿Porqué?
– Soy una maniática del orden. Las habitaciones desordenadas me sacan de quicio. -Dio un fuerte tirón y liberó el brazo.
Heath contempló el sujetador que colgaba ahora de su mano.
– ¿Vas a salir esta noche?
– No, voy a… -Estaba claro que había despertado al león durmiente, e hizo un ovillo en la mano con el sostén, tratando de hacer lo invisible-. Vuelve a dormirte. Ya me acuesto yo en la cama de Nana.
– Ahora ya estoy despierto. -Se incorporó sobre los codos-. Normalmente, te veo venir de lejos con tus chifladuras, pero tengo que admitir que esta vez me has dejado perplejo.
– Bah, olvídalo.
– Lo que tengo claro -señaló su mano con la cabeza- es que la cosa no va de un sujetador.
– Eso crees tú. -Le miró con acritud-. Mientras no estés en mi piel, no juzgues.
– ¿Que no juzgue qué?
– No lo entenderías.
– Me paso todo el día entre futbolistas. Te sorprendería la cantidad de cosas raras que entiendo.
– No serán tan raras como ésta.
– Ponme a prueba.
El gesto resuelto de su mentón le decía que Heath no iba a dejarlo correr, y ella no tenía otra explicación que la verdad.
– No soporto ver… -Tragó saliva y se pasó la lengua por los labios-. Lo paso mal si veo… eh… lencería femenina demasiado cerca de la mano de un hombre. Es decir, cuando esa lencería no cubre de hecho un cuerpo femenino.
Heath soltó un gruñido y volvió a hundir la cabeza en la almohada.
– Señor, señor. No me digas.
– Me disgusta. -Y eso era expresarlo con suavidad.
Sabía que Heath se reiría, y así fue, con una sonora carcajada que rebotó por los peculiares ángulos del ático. Ella le miró fijamente hasta hacerle apartar la vista.
Heath bajó los pies de la cama.
– ¿Te da miedo que me dé a mí por travestirme?
Oírselo decir en voz alta arrancó de Annabelle una mueca de dolor. ¿Cómo había podido llegar a los treinta y uno sin que nadie la hiciera encerrar?
– Miedo exactamente, no. Pero… La cosa es… ¿por qué exponerte a la tentación?
Aquello a él le encantó.
Annabelle entendía que le divirtiera, le hubiera divertido a ella de estar en su lugar, pero fue incapaz de esbozar una sonrisa. Abatida se volvió hacia las escaleras. La risa de Heath se fue apagando, crujió otra tabla cuando salió tras ella. Le puso las manos en los hombros.
– Oye, sí que estás disgustada, ¿verdad?
Ella asintió.
– Lo siento. Paso demasiado tiempo en vestuarios. No me burlaré más de ti, te lo prometo.
Su simpatía era peor aún que sus burlas, pero se dio la vuelta igualmente y apoyó la cabeza en su pecho. Él le acarició el pelo Annabelle se dijo que debía apartarse, pero tenía la impresión de que estaba exactamente en su sitio tal como estaba. Y entonces tomó conciencia de la potente erección que presionaba su piel.
Lo mismo le ocurrió a él. Dio rápidamente un paso atrás, soltándola de golpe.
– Será mejor que vaya al piso de abajo para que recuperes tu cuarto -dijo.
Ella acertó a asentir trémulamente con la cabeza.
– Vale.
El recogió sus zapatos, pero no salió de inmediato. Primero se dirigió al escritorio y señaló con un gesto el montón de revistas que había encima.
– Me gusta leer antes de dormir. ¿No tendrás por ahí un ejemplar del Sports Illustrated?
– Me temo que no.
– Claro que no. ¿Por qué ibas a tenerlo? -Extendió una mano-. ¿Puedo llevarme esta otra, entonces?
Y se fue con su catálogo de juguetes eróticos.
Heath sonreía para sí bajando por las escaleras, pero su sonrisa se había esfumado cuando llegó al cuarto de Nana. ¿Qué demonios estaba haciendo allí? Se quitó la camisa y la arrojó sobre una silla. No tenía planeado presentarse a la puerta de Annabelle, pero había pasado una semana brutal. Con la pretemporada a punto de comenzar, había estado volando por todo el país, tocando base con todos sus clientes. Había hecho de hermano mayor, de animadora, de abogado y de psiquiatra. Había soportado retrasos en los vuelos, confusiones con los coches de alquiler, mala comida, música a demasiado volumen, demasiada bebida y falta de sueño. Esa noche, al meterse en el taxi, la imagen de su casa desierta alzándose ante él había resultado demasiado, y se oyó a sí mismo dándole al conductor la dirección de Annabelle.
La sensación de estar arrastrándose amenazaba su salud mental. Había firmado con Portia en mayo, y con Annabelle a principios de junio. Estaban ya a mediados de agosto, pero seguía tan lejos de alcanzar sus objetivos como al principio. Mientras se bajaba la cremallera, comprendió que su frustrante ruptura con Keri demostraba una cosa: no podía continuar así, no con la temporada de fútbol en marcha, no si pretendía tener la cabeza despejada. Había llegado el momento de introducir algunos cambios…
Portia observó cómo aquellos senos de mujer goteaban dentro de la bandeja de ostras crudas, con un repiqueteo rítmico y regular. Una escultura de hielo de una clásica figura femenina habría tenido sentido en abstracto, pero la subasta silenciosa y el cóctel de esa noche se celebraban en beneficio de una casa de acogida para mujeres maltratadas, y ver a una mujer fundiéndose sobre los entremeses enviaba un mensaje equivocado. O la estatua de hielo o la concurrencia eran más de lo que el aire acondicionado podía enfriar, y Portia tenía calor incluso con su vestido sin tirantes. Se había comprado aquel modelito rojo y muy corto aquella misma tarde, en la esperanza de que algo nuevo y extravagante le levantaría el ánimo, como si un vestido nuevo pudiera arreglar cuanto le pasaba. Había sido muy optimista respecto a Heath y Keri, regodeándose con la publicidad que despertaban. Debió reparar en que eran demasiado parecidos, pero había perdido su instinto junto con su pasión por fabricar finales felices para los demás.
Se sentía aislada y deprimida, harta de Parejas Power, harta de sí misma y de todo aquello que tan orgullosa la había hecho sentirse en el pasado. Se alejó de la mesa del bufé y de la mujer evanescente. Necesitaba recobrar su entereza antes de la reunión concertada con Heath para la mañana siguiente. ¿Para qué la había convocado? Probablemente, no para cantar sus alabanzas. Pues bien: se negaba a perder aquello. Bodie decía que estaba obsesionada. «Dile a Heath que se vaya al infierno, y ya está.» Ella trataba de explicarle que el fracaso llama al fracaso, pero Bodie había crecido en un camping de caravanas, de modo que algunas cosas no contaban para él.
Había intentado, con escaso éxito, no pensar en Bodie. Se habían convertido en criaturas de la oscuridad. Llevaban un mes viéndose varias veces a la semana, siempre en casa de Portia, siempre de noche, como un par de vampiros enloquecidos con el sexo. Cada vez que Bodie sugería que salieran a cenar o al cine, ella ponía una excusa. No podía explicar a sus amigos lo de Bodie y sus tatuajes, como tampoco la extraña necesidad que sentía a veces de exhibirlo ante todo el mundo. Tenía que acabar. Cualquier día de aquellos, le plantaría.
Toni Duchette apareció a su lado, con mechas rubias nuevas en su corto pelo castaño y su figura de boca de riego embutida en un modelo negro de lentejuelas.
– ¿Has pujado por algo?
– Por la acuarela. -Portia señaló con un gesto vago un falso Berthe Morisot que había sobre la mesa más cercana-. Es perfecta para colgarla sobre mi cómoda.
Recordó la expresión atónita que puso Bodie la primera vez que vio su dormitorio, extravagantemente femenino. Su virilidad exuberante habría quedado ridicula sobre la recargada cama blanca de princesa de cuento de hadas, pero ver aquellos músculos nervudos recortados sobre sus sedosas sábanas color crudo, su cabeza afeitada arrugando las almohadas de satén, un fleco de encaje velando los tatuajes que rodeaban su brazo, no había hecho más que avivar su deseo.