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Mientras Toni seguía hablando de las donaciones recibidas, Portia exploraba automáticamente la habitación en busca de perspectivas interesantes, pero ése era un público anciano, y apoyar la casa de acogida nunca había sido para ella una cuestión de negocios. No imaginaba nada peor que estar sometida al poder de un maltratador, y había donado a la casa miles de dólares a lo largo de los años.

– El comité ha hecho un trabajo magnífico -dijo Toni, estudiando la multitud-. Ha venido hasta Colleen Corbett, que ya no asiste casi nunca a estas cosas. -Colleen Corbett era un bastión de la alta sociedad del viejo Chicago, de setenta años de edad e íntima, en un tiempo, tanto de Eppie Lederer, también conocida como Ann Landers, como de la difunta Sis Daley, esposa del jefe Daley y madre del alcalde actual. Portia llevaba años intentando sin éxito congraciarse con ella.

Cuando Toni se alejó por fin, Portia decidió volver a intentar vencer la reserva de Colleen Corbett. Aquella noche, Colleen lucía uno de sus trajes originales de Chanel, el de color melocotón con remates en beige. Su peinado de laca y permanente no había cambiado desde sus fotos de los años sesenta, excepto en el color, que era ahora un gris acero lustroso.

– Colleen, qué placer volver a verla. -Portia le brindó la más obsequiosa de sus sonrisas-. Portia Powers. Estuvimos charlando en la fiesta del Sidney's la primavera pasada.

– Sí. Me alegro de verla. -Tenía una voz levemente nasal, y sus modales eran cordiales, pero Portia se dio cuenta de que no la recordaba. Transcurrieron unos instantes de silencio, que Colleen no trató de rellenar.

– Hay algunas piezas interesantes a subasta. -Portia combatió el impulso de atrapar un gin-tonic al paso de un camarero.

– Sí, muy interesantes -replicó Colleen.

– Hace un poco de calor aquí esta noche. Me parece que la escultura de hielo está librando una batalla perdida.

– Ah, ¿sí? No me había fijado.

No había nada que hacer. Portia detestaba parecer una aduladora, y acababa de decidirse a limitar los daños cuando percibió un cambio sutil en el ambiente de la sala. El nivel de ruido descendió; algunas cabezas se volvían aquí y allá. Ella se volvió para ver qué había causado esa ola de interés.

Y sintió que el suelo se abría bajo sus pies.

Bodie se hallaba en mitad de la entrada, enfundado el corpachón en un traje de verano beige claro de corte impecable y una camisa color chocolate, con una corbata discretamente estampada. Parecía un matón de la mafia extremadamente caro y letal. La invadieron deseos de lanzarse a sus brazos. Al mismo tiempo, sintió el impulso urgente de correr a esconderse bajo la mesa del bufé. Los chismosos más notables de Chicago se encontraban allí esa noche. Toni Duchette radiaba ella sola más chismes que la WGN.

Sintió que le flaqueaban las rodillas, que se le dormían las puntas de los dedos. ¿Qué estaba haciendo él allí? Sus pensamientos se sucedieron vertiginosamente hasta fijar en su cabeza la imagen de Bodie desnudo ante la pequeña consola de su salón donde guardaba su correo personal. Se había apartado al acercársele ella, pero debió de ver el fajo de invitaciones que Portia nunca le mencionaba a la fiesta en la piscina de los Morrison, a la inauguración de la nueva galería River North, a aquella misma subasta benéfica. Se habría dado perfecta cuenta de por qué no le había invitado a acompañarla. Ahora, pretendía hacérselo pagar.

El empalagoso perfume del Shalimar de Colleen le revolvió el estómago. La sonrisa de gángster de Bodie al dirigirse derecho hacia ella no inspiraba tranquilidad en absoluto. Un reguerillo de sudor se deslizó entre sus pechos. Ése no era un hombre que encajara bien un desaire.

Colleen estaba de espaldas a él. Portia no sabía cómo hacer frente a un desastre de tal magnitud. Bodie se detuvo justo detrás de Colleen. Si la anciana miraba a su alrededor le iba a dar un infarto. La expresión burlona de los ojos azules de Bodie les daba un tono gris pizarra. Levantó un brazo y apoyó la mano en el hombro de Colleen.

– Hola, cariño.

A Portia se le cortó la respiración. ¿Acababa Bodie de llamar «cariño» a Colleen Corbett?

La anciana ladeó la cabeza.

– ¿Bodie? ¿Qué diantre estás haciendo aquí?

A Portia le daba vueltas la cabeza.

– Me enteré de que daban copas gratis -dijo él. Y luego estampó un beso en la mejilla apergaminada de Colleen.

Colleen deslizó la mano en su enorme zarpa y dijo muy indignada:

– Ya recibí esa espantosa postal de felicitación tuya por mi cumpleaños, y no tenía ni pizca de gracia.

– A mí me hizo reír.

– Tendrías que haber mandado flores, como todo el mundo.

– Aquella postal te gustó mucho más que un puñado de rosas. Admítelo.

Colleen frunció los labios.

– No pienso admitir nada. A diferencia de tu madre, me niego a alentar tu comportamiento.

Bodie desvió la mirada hacia Portia, recordándole a Colleen que debía cumplir con los formalismos.

– Ah, Paula… Éste es Bodie Gray.

– Se llama Portia -dijo él-. Y ya nos conocemos.

– ¿Portia? -Su frente se llenó de arrugas-. ¿Estás seguro?

– Estoy seguro, tía Cee.

«¿Tía Cee?»

– ¿Portia? Qué shakesperiano. -Colleen dio unas palmaditas en el brazo a Bodie y sonrió a Portia-. Mi sobrino es relativamente inofensivo, pese a su aspecto aterrador.

Portia se tambaleó ligeramente sobre sus tacones de aguja.

– ¿Su sobrino?

Bodie extendió una mano para estabilizarla. Al tocarle el brazo, su voz suave y amenazadora se derramó sobre ella como seda negra.

– Tal vez deberías poner la cabeza entre las rodillas.

¿Y qué había del camping de caravanas, y del padre borracho? ¿Y las cucarachas, y las mujeres barriobajeras…? Se lo había inventado todo. Había estado jugando con ella desde un principio.

No soportaba la idea. Dio media vuelta y se abrió paso entre la multitud. Veía sucederse las caras de la gente mientras se apresuraba hacia la entrada, fuera del restaurante. Sintió el aire de la noche pesado y espeso, cálido y agobiante. Echó a andar calle abajo, dejando atrás las tiendas cerradas y un muro cubierto de graffiti. El restaurante Bucktown marcaba el límite de Humboldt Park, una zona menos elegante, pero ella siguió caminando, sin importarle adonde iba, tan sólo consciente de que no podía detenerse. Un autobús de la compañía de transportes de Chicago pasó rugiendo, y un punki con un pit bull la evaluó con mirada maliciosa. La ciudad se cernía sobre ella, caliente, opresiva, trillada de amenazas. Bajó del bordillo.

– Tu coche está en dirección contraria -dijo Bodie tras ella.

– No tengo nada que decirte.

Él la agarró del brazo y la arrastró de vuelta a la acera.

– ¿Qué tal si te disculpas por tratarme como a un simple trozo de carne?

– Ah, no, esto es lo último. Ahora no voy a ser yo la que está en falta. El que mintió eres tú. Todos esos cuentos… Las cucarachas, el padre borracho. Me has mentido desde el principio. No eres el guardaespaldas de Heath.

– Él se defiende bastante bien solo.

– Te has estado riendo de mí todo este tiempo.

– Bueno, sí, más o menos. Cuando no me reía de mí mismo -La metió en el hueco del portal de una floristería cochambrosa con el escaparate sucio-. Te dije lo que necesitabas oír para que tuviéramos alguna oportunidad como pareja.

– ¿Para ti la forma de iniciar una relación es mintiendo?

– Me pareció la forma en que necesitaba iniciarse ésta.