Se acercó a la puerta y luego se hizo a un lado para dejarles salir, quedando su silueta recortada contra el rótulo del camping de caravanas Beau Vista que colgaba de la pared tras él.
Annabelle recogió su bolso y asintió con la cabeza con suma dignidad, pero abandonó el despacho furiosa, y en ningún caso de humor para compartir el ascensor con Portia, por lo que atravesó rápidamente la recepción en dirección al rellano.
Resultó en realidad que no le hacía falta correr.
Portia aflojó el paso mientras veía desaparecer a Annabelle. El despacho de Bodie estaba poco más adelante, a su derecha. Al pasar antes junto a la puerta, se había obligado a no mirar, pero supo que estaba allí. Podía sentirle en su piel. Incluso durante aquella horrible reunión con Heath, cuando más necesitaba mantener la cabeza fría, le había sentido.
Había pasado toda la noche reviviendo las cosas espantosas que le había dicho. Tal vez hubiera podido perdonarle las mentiras sobre su pasado, pero nunca lo demás. ¿Quién se había creído que era para psicoanalizarla? El único problema que tenía era él. Podía ser que estuviera un poco deprimida antes de conocerle, pero tampoco había tenido mayor importancia. La noche anterior, él había conseguido que se sintiera una fracasada, y eso no se lo toleraba a nadie.
Le temblaban las manos cuando se detuvo ante la puerta de su despacho. Estaba al teléfono, con el corpachón reclinado en la silla. En cuanto la vio, una sonrisa iluminó su cara, y puso los pies en el suelo.
– Ahora te llamo, Jimmie… Sí, suena bien. Ya quedaremos. -Dejó el teléfono a un lado y se puso en pie-. Hola, nena… ¿Todavía me hablas?
Su sonrisa, tonta y esperanzada, hizo titubear a Portia. Más que un tipo peligroso, parecía un crío que acabara de ver una bici nueva aparcada delante de su portal. Se dio la vuelta para componer el gesto y se encontró de frente con una pared llena de recuerdos. Se fijó en un par de portadas de revista enmarcadas, algunas fotos de quipo de sus días de jugador, recortes de periódico. Pero fue una foto en blanco y negro la que capturó su atención. El fotógrafo había captado a Bodie con el casco retirado hacia atrás en la cabeza, el barbuquejo bailando, unas briznas de hierba enganchadas en una esquina del protector facial. Sus ojos brillaban victoriosos, y su sonrisa radiante era la del amo del mundo. Portia se mordió el labio y se obligó a volverse de nuevo para hacerle frente.
– Voy a cortar contigo, Bodie.
Él se le acercó rodeando la mesa, la sonrisa ya desvaneciéndose.
– No lo hagas, cariño.
– No pudiste equivocarte más conmigo. -Se forzó a pronunciar las palabras que la mantendrían a salvo-. Me encanta mi vida. Tengo dinero y una casa preciosa, un negocio boyante. Tengo amigos, buenos amigos, y queridos. -Le tembló la voz-. Me encanta mi vida. Todas las partes de mi vida. Excepto la parte que te incluye a ti.
– No, nena, no. -Extendió hacia ella una de sus dulces manos como ganchos de carnicero, sin llegar a tocarla, en un gesto de súplica-. Eres una luchadora -dijo con ternura-. Ten las agallas de luchar por nosotros.
Ella se armó de coraje para afrontar el dolor.
– Ha sido una aventura, Bodie. Una diversión. Y ahora se ha acabado.
Habían empezado a temblarle los labios, como a una niña, y no esperó a que él respondiera. Se dio media vuelta… salió de su despacho… tomó el ascensor hacia la calle con la mente en blanco. Al salir, se cruzó con dos jóvenes preciosas. Una le señaló a los pies, y la otra se echó a reír.
Portia las adelantó, tensando los párpados para contener las lágrimas, asfixiándose. Un autobús turístico rojo de dos pisos pasó despacio a su lado, y el guía iba citando a Cari Sandburg con una voz tonante y exageradamente dramática que arañaba como uñas la pizarra de su piel.
«Camorra violenta, tormentosa… Ciudad de las anchas espaldas: Me dicen que eres perversa, y yo les creo…»
Portia se enjugó los ojos y reanudó la marcha. Tenía trabajo que hacer. El trabajo lo arreglaría todo.
A Sherman se le había estropeado el aire acondicionado, el aspecto de Annabelle para cuando llegó a casa después de la reunión con Heath había degenerado en una masa de rizos y arrugas. Pero no entró directamente, sino que se quedó en el coche con las ventanillas bajadas, reuniendo los ánimos para dar el siguiente paso. Heath le había dado sólo una oportunidad más. Lo que significaba que no podía seguir posponiéndolo. Aun así, necesitó toda fuerza de voluntad para sacar el móvil del bolso y hacer la llamada.
– Hola, Delaney. Soy Annabelle. Sí, es verdad, hace siglos…
– Somos más pobres que las ratas -le dijo Delaney Lightfield a Heath la noche de su primera cita oficial, sólo tres días después de que fueran presentados-. Pero todavía guardamos las apariencias. Y gracias a las influencias del tío Eldred, tengo un trabajo estupendo en el departamento comercial de la Ópera Lírica.
Le dio esta información riéndose de sí misma, con una risa encantadora que hizo sonreír a Heath. A sus veintinueve años, Delaney le recordaba a una Audrey Hepburn rubia y más atlética. Llevaba un vestido de punto azul marino, sin mangas, con un sencillo collar de perlas que había pertenecido a su bisabuela. Se había criado en Lake Forest y graduado en Smith. Era una esquiadora consumada y se defendía bastante bien al tenis. Jugaba al golf, montaba a caballo y hablaba cuatro idiomas. Pese a que varias décadas de prácticas comerciales obsoletas habían dilapidado la fortuna familiar que los Lightfield habían amasado en el negocio ferroviario, obligándoles a vender su residencia de verano en Bar Harbor, en el estado de Maine, la atraía el desafío de triunfar por sus propios medios. Le encantaba cocinar y confesaba que a veces deseaba haber ido a una escuela de cocina. La mujer de sus sueños había aparecido al fin.
A medida que avanzaba la noche, Heath pasó de la cerveza al vino, se recordó que debía vigilar su lenguaje y se propuso mencionar la exposición de los nuevos fauvistas del Instituto del Arte, después de cenar, la llevó en coche al apartamento que compartía con dos compañeras y le dio un beso caballeroso en la mejilla. Después de dejarla, el tenue perfume a lavanda francesa permanecía en coche. Cogió el móvil para llamar a Annabelle, pero estaba demasiado revolucionado para volver a casa. Quería hablar con ella en persona. Canturreando con la radio en su tesitura de barítono desafinado, se dirigió a Wicker Park.
Annabelle abrió la puerta. Llevaba un top a rayas con cuello de pico y una minifalda azul que favorecía mucho a sus piernas.
– Debería haber lanzado mi ultimátum antes -dijo-. Decididamente, respondes bien bajo presión.
– Creí que te gustaría.
– ¿Ya te ha llamado?
Annabelle asintió pero no dijo más, y él se puso tenso. Tal vez la cita no había ido tan bien como él pensaba. Delaney era de sangre azul. ¿Podía ser que hubiera notado demasiado el tufillo del camping de caravanas?
– He hablado con ella hace unos minutos -dijo finalmente Annabelle-. Está entusiasmada contigo. Felicidades.
– ¿En serio? -Su instinto no le había engañado-. Eso es estupendo. Vamos a celebrarlo. ¿Qué tal una cerveza?
Annabelle no se movió.
– No es… un buen momento.
Miró por encima de su hombro, y fue entonces cuando Heath se dio cuenta. No estaba sola. Sopesó el brillo de sus labios, recién puesto, y la minifalda azul. Su buen humor se apagó. ¿A quién tenía con ella?
Echó una mirada por encima de sus rizos, pero el salón estaba vacío. Lo que no implicaba que pudiera decirse otro tanto de su dormitorio… Resistió el impulso de entrar en tromba en la casa y comprobarlo.
– No pasa nada -dijo, algo envarado-. Hablamos la semana que viene.