Pero no se fue, sino que se quedó allí plantado. Finalmente, ella asintió y cerró la puerta.
Cinco minutos antes, se sentía el rey del mundo. Ahora quería emprenderla a patadas con algo. Caminó acera abajo y subió a su coche, pero no fue hasta que sacó el morro de su plaza de aparcamiento que sus luces alumbraron el vehículo aparcado al otro lado de la calle. Hasta entonces, había estado demasiado ensimismado para fijarse, pero ya no lo estaba.
La última vez que había visto aquel Porsche rojo reluciente, estaba aparcado en el cuartel general de los Stars.
Annabelle entró en la cocina arrastrando los pies. Dean estaba sentado a la mesa, con una Coca-Cola en la mano y una baraja de cartas en la otra.
– Te toca dar -dijo.
– No me apetece seguir jugando.
– Esta noche eres un muermo. -Dejó las cartas en la mesa.
– No es que tú estés hecho unas castañuelas. -Kevin se había hecho un esguince en el tobillo durante el partido del domingo, por lo que Dean le sustituyó en el segundo cuarto e interceptó el balón cuatro veces antes de que se pitara el final del partido. La prensa le acosaba, y por eso había decidido esconderse en casa de Annabelle un rato.
El grifo del fregadero goteaba, y su golpeteo rítmico la estaba sacando de quicio. Sabía de antemano que Delaney y Heath congeniarían. La tentadora combinación de la presencia física de Delaney, su casi varonil forma atlética y su impecable pedigrí habían dejado a Heath fuera de combate, como era de esperar. Y Delaney siempre había sentido debilidad por los hombres muy machos.
Annabelle había conocido a Delaney hacía ya veintiún años, en un campamento de verano, y se hizo su mejor amiga, pese a que Delaney era dos años más joven. Cuando dejaron de ir a campamentos se veían con menos frecuencia, básicamente en Chicago, cuando Annabelle iba a visitar a Nana. En la universidad perdieron el contacto, para retomarlo hacía sólo unos años. Ahora quedaban para comer cada pocos meses, no ya como amigas íntimas, sino como conocidas bien avenidas que compartían un pasado. Annabelle llevaba semanas pensando en que Heath y Delaney eran perfectos el uno para el otro, así que ¿por qué había esperado tanto para presentarles?
Porque sabía lo perfectos que serían el uno para el otro.
Se quedó mirando a Dean, que estaba lanzando palomitas al aire y atrapándolas con la boca. Era una lástima que sus pases en el campo no fueran igual de precisos. Cerró bien el grifo que goteaba y luego se desplomó en su silla junto a la mesa, un alma gemela deprimida.
El compresor de la nevera se paró, y la cocina quedó en silencio, excepto por el tictac del reloj de pared en forma de margarita y el leve chasquido de las palomitas al llegar a su destino.
– ¿Quieres que nos demos el lote? -dijo en tono fúnebre
Él se atragantó con una palomita.
– ¡No!
– Tampoco es para que te escandalices.
La silla de Dean cayó sobre sus cuatro patas con un ruido seco
– Sería como hacérmelo con mi hermana.
– Tú no tienes hermanas.
– No, pero tengo imaginación.
– Vale. Yo tampoco quería, de todas formas. Sólo era por dar conversación.
– Sólo era por distraerte, porque te has ido a enamorar de quien no debías.
– Eres un creído.
– He oído la voz de Heath en la puerta.
– Negocios.
– Cualquier cosa que te ayude a pasar el día. -Apartó el cuenco de palomitas del extremo de la mesa-. Me alegro de que no le hayas dejado entrar. Ya tengo suficiente con que me persiga Bodie. No se rinde ni a la de tres.
– Llevas más de dos meses. Me cuesta creer que aún no hayas encontrado representante. ¿O ya tienes? No, no me lo digas. Se lo contaría a Heath, y no quiero estar en medio de los dos.
– No estás en medio. Estás de su parte. -Volvió a inclinar la silla hacia atrás-. ¿Y cómo es que no has aprovechado esta oportunidad de oro para darle celos, invitándole a pasar?
Era justo lo que había estado preguntándose, pero, en realidad, ¿de qué iba a servir? Estaba más que harta de engaños, harta de mantener la guardia alta. Se inventó lo de su enamoramiento sólo para no perder a Heath como cliente, y ya no tenía que preocuparse por eso.
– No me apetecía.
Con todo y sus modales de deportista ignorante, Dean era más listo que el hambre, y a Annabelle no le gustaba nada la forma en que la estaba mirando, de modo que le miró con ceño.
– ¿Llevas maquillaje? -le dijo.
– Protector solar total de color en la barbilla. Me ha salido un grano.
– Qué putada ser un adolescente.
– Si le hubieras invitado a pasar, yo te habría mordisqueado el cuello y toda la pesca.
Con un suspiro, Annabelle cogió las cartas y empezó a barajarlas.
– Me toca dar.
Delaney no se separaba de Heath aunque él pasara la mitad del tiempo recorriendo las tribunas preferentes del Palacio de Deportes del Medio Oeste para tomarles el pulso a quienes agitaban el cotarro y cortaban el bacalao en la ciudad. Mientras seguía el partido de los Stars, le llegaban mensajes de texto desde todos los rincones del país, informándole de la marcha de los partidos del resto de sus clientes. Llevaba desde primera hora de la mañana colgado de sus teléfonos a intervalos, hablando con esposas, padres y novias, hasta con la abuela de Caleb Crenshaw, haciendo saber a todo el mundo que se ocupaba de sus asuntos. Echó un vistazo a la BlackBerry y vio que tenía un mensaje de Bodie, que estaba en Lambeau Field con Sean. De momento, su fullback novato estaba haciendo una gran temporada.
Heath llevaba un mes viendo a Delaney, aunque había estado viajando tanto que sólo habían podido salir cinco veces. Aun así, hablaban casi cada día, y estaba ya convencido de haber encontrado a la mujer que buscaba. Aquella tarde, Delaney llevaba un suéter de cuello de pico, las perlas de su bisabuela y unos vaqueros modernillos cuyo corte se ajustaba a la perfección a su figura alta y delgada. Para sorpresa de Heath, se separó de su lado y se acercó a Jerry Pierce, un hombre rubicundo de unos sesenta años, que era el director de uno de los despachos de corredores de Bolsa más importantes de Chicago.
Saludó a Jerry con un abrazo que denotaba una amistad antigua.
– ¿Cómo está Mandy?
– De cinco meses. Estamos tocando madera.
– Esta vez llegará a término sin complicaciones, estoy segura. Carol y tú seréis los mejores abuelos del mundo.
Heath y Jerry jugaban todos los años en el mismo torneo benéfico de golf, pero Heath no tenía ni idea de que tuviera una hija, y mucho menos de que ella tuviera problemas de embarazo. Ésa era la clase de cosas de las que estaba al tanto Delaney, además de saber siempre dónde encontrar la última botella disponible de un Shot-fire Ridge cuvée del 2002 y por qué merecía la pena el esfuerzo de localizarla. Aunque a él le iba más la cerveza, admiraba su profundo conocimiento, y se estaba esforzando por apreciar el buen vino. El fútbol parecía ser una de las pocas materias que ella no dominaba ya que prefería otros deportes más elegantes, pero estaba haciendo cuanto podía por aprender más.
Jerry estrechó la mano de Heath.
– Robillard está dando por fin lo mejor de sí mismo esta semana -dijo el veterano-. ¿Cómo es que todavía no has firmado con ese chico?
– Dean prefiere tomarse su tiempo.
– Si firma con cualquier otro es que es idiota -dijo Delaney, lealmente-. Heath es el mejor.
Jerry resultó ser un gran aficionado a la ópera, otra cosa que Heath desconocía, y la conversación derivó hacia la lírica.
– A Heath le va el country. -El tono de Delaney incorporaba un matiz dulce y tolerante-. Estoy decidida a ganarle para la causa.
Heath miró a su alrededor por el palco, buscando a Annabelle. Ella solía ir a los partidos de los Stars con Molly o alguna de las otras, y estaba convencido de que acabaría por encontrársela, pero no había habido suerte hasta el momento. Mientras Delaney seguía perorando sobre Don Giovanni, Heath recordó una noche en la que, entre dos presentaciones, Annabelle le había cantado de cabo a rabo «It's Five O'Clock Somewhere», de Alan Jackson. Claro que Annabelle almacenaba todo tipo de información inútil. Como el hecho de que sólo a la gente con una determinada enzima en el cuerpo les olía el pis cuando comían espárragos, cosa que, había que admitirlo, tenía su interés.