Выбрать главу

Portia juntó las sudorosas palmas de sus manos.

– Me alegra oír eso.

Las dos mujeres intercambiaron una mirada. Briana asintió con la cabeza de modo casi imperceptible. Kiki jugueteó con el botón superior de su blusa.

– Briana y yo nos preguntábamos, o más bien deseamos, si tal vez… ¿Te importaría que te llamáramos de vez en cuando? Sé que nos van a asaltar un millón de dudas al principio.

Querían que las amadrinara. La iban a dejar plantada, sin ninguna ayudante con experiencia, y pretendían que las ayudara.

– Por supuesto -dijo Portia fríamente-. Llamadme siempre que os haga falta.

– Muchísimas gracias -dijo Briana-. De verdad. Te lo decimos de corazón.

Portia se las arregló para asentir con la cabeza, esperaba que graciosamente, pero se le estaban revolviendo las tripas. No meditó lo que dijo a continuación. Las palabras le salieron solas.

– Me doy cuenta de que estáis ansiosas por empezar, y por nada del mundo quisiera reteneros. Últimamente hay poco movimiento por aquí, de forma que no hay necesidad realmente de que os quedéis aún dos semanas más, ninguna de las dos. Puedo arreglarme sola. -Agitó los dedos señalando la puerta, despidiéndolas como si fueran un par de colegialas traviesas-. Venga. Acabad con lo que tengáis entre manos y podéis iros.

– ¿De veras? -A Briana se le pusieron los ojos como platos-. ¿No te importa?

– Claro que no -dijo Portia-. ¿Por qué había de importarme?

No iban a mirarle el dentado al caballo regalado, y les faltó tiempo para irse hacia la puerta.

– Gracias, Portia. Eres la mejor.

– La mejor -murmuró Portia para sí al quedarse sola por fin. Otro trueno hizo retumbar la ventana. Ella cruzó los brazos sobre el escritorio y hundió la cabeza. Ya no podía seguir con aquello.

Aquella noche se sentó en la penumbra de su salón, mirando al vacío. Habían pasado casi seis semanas desde que viera a Bodie por última vez, y le echaba dolorosamente en falta. Se sentía desarraigada, a la deriva, sola en el mismo fondo de su corazón. Su vida privada yacía hecha añicos a su alrededor, y Parejas Power se estaba hundiendo. No sólo por la deserción de sus ayudantes, sino también porque ella había perdido su ojo clínico.

Pensó en lo que había ocurrido con Heath. A diferencia de Portia, Annabelle había cogido su oportunidad al vuelo y la había aprovechado brillantemente. «Una candidata cada una», había dicho él. Mientras Portia había decidido esperar siguiendo su menoscabado instinto, Annabelle dio el golpe presentándole a Delaney Lightfield. Era toda una ironía. Portia conocía a los Lightfield desde hacía años. Había visto crecer a Delaney. Pero había estado tan ocupada hundiéndose que nunca se le pasó por la cabeza presentársela a Heath.

Echó una mirada al reloj. No eran ni las nueve. No podía afrontar otra noche sin dormir. Hacía semanas que se resistía a tomarse un somnífero porque odiaba la idea de desarrollar una dependencia. Pero si no conseguía descansar como es debido aunque fuera una noche, se volvería loca. Su corazón empezó a palpitar frenéticamente. Se apretó el pecho con la mano. ¿Y si se moría allí mismo? ¿A quién le importaría? Sólo a Bodie.

No podía soportarlo más, de modo que se echó encima su provocativo impermeable rosa, agarró su bolso, cogió el ascensor y bajo a la recepción. Aunque era de noche, se puso las gafas de sol de Chanel por si se topaba con los vecinos. No podía soportar la idea de que la viera nadie en ese estado: sin maquillar, con un pantalón de chándal raído asomando bajo una gabardina de Marc Jacobs.

Dio apresuradamente la vuelta a la esquina, camino del drugstore, que estaba abierto las veinticuatro horas. Al llegar al pasillo de los remedios contra el insomnio, los vio. Apilados en un cubo de alambre con un cartel que decía 75% DE DESCUENTO. Polvorientas cajas moradas de pollitos de Pascua de malvavisco amarillo ya añejo. El cubo descansaba al final del pasillo, enfrente de las pastillas para dormir. Su madre solía comprar aquellos pollitos cada Semana Santa y ponérselos en su bol del osito Franklin Mint. Portia recordaba todavía el rechinar de los cristales de azúcar entre sus dientes.

– ¿Necesita ayuda?

La dependienta era una joven hispana regordeta que llevaba demasiado maquillaje y sería incapaz de comprender que para según qué cosas no había ayuda posible. Portia negó con la cabeza y la chica desapareció. Dirigió su atención a las pastillas para dormir, pero las cajas daban vueltas ante sus ojos. Su mirada se volvió de nuevo al cubo de pollitos. La Semana Santa había sido hacía cinco meses. Estarían gomosos a estas alturas.

En el exterior, pasó un coche patrulla como un rayo, con la sirena a toda marcha, y Portia sintió el impulso de taparse los oídos con los dedos. Algunas de las cajas moradas de los pollitos estaban melladas, y un par de las ventanitas de celofán se habían rasgado. Qué mal efecto. ¿Por qué no las tiraban?

Sobre su cabeza zumbaban los tubos de los fluorescentes. La dependienta la miraba fijamente tras su exceso de maquillaje. Si conseguía dormir a gusto una noche, volvería a ser ella misma. Tenia que elegir algo rápido. Pero ¿qué?

El ruido de las luces fluorescentes le taladraba las sienes. Se le aceleró el pulso. No podía seguir allí parada. Movió los pies, y el bolso cayó más abajo en su brazo. En lugar de escoger unas pastillas, metió la mano en el cubo de los pollitos de malvavisco. Un reguerillo de sudor se deslizó entre sus pechos. Cogió una cajita, luego otra, y otra más. En la calle, tronó la bocina de un taxi. Ella dio con el hombro en una vitrina de artículos de limpieza, y una pack de esponjas cayó al suelo. Portia fue trastabillando hacia la caja registradora.

Detrás del mostrador había otro chico, éste pecoso y sin barbilla. Cogió una caja de pollitos.

– Me encantan estas cosas -dijo.

Portia fijó la vista en el expositor de los periódicos. El chico pasó la caja por el escáner. En el bloque de Portia, todo el mundo compraba en ese drugstore, y muchos salían de noche a pasear a su perro. ¿Y si entraba alguno y la veía?

El chico sostuvo en alto una caja con la ventana de celofán rasgada.

– Ésta está rota.

Ella hizo una mueca.

– Son… para la clase de mi sobrina del jardín de infancia.

– ¿Quiere que se la cambie por otra?

– No, está bien.

– Pero está rota.

– ¡Le he dicho que está bien! -gritó ella, y el chico dio un respingo. Portia retorció los labios en un simulacro de sonrisa-. Los quieren para… hacer collares.

Él la miró como si estuviera loca. El corazón de Portia iba cada vez más rápido mientras el chico pasaba las cajas por la máquina. Se abrió la puerta y entró en la tienda una pareja de ancianos. Nadie que ella conociera, pero sí que les había visto alguna vez. El cajero pasó la última caja por el escáner. Ella le tendió un billete de veinte dólares, y él lo examinó como si fuera un agente del Tesoro. Los pollitos estaban desperdigados por todo el mostrador, a la vista de cualquiera, ocho cajitas moradas a seis pollitos por caja. El chico le entregó el cambio. Ella lo metió en el bolso, directamente al fondo, sin molestarse en guardarlo en el monedero.

Sonó el teléfono junto a la caja registradora, y el chico respondió.

– Hola, Mark, ¿qué tal? No, no salgo hasta las doce. Un asco.

Portia le arrancó la bolsa de la mano y metió dentro el resto de las cajitas de cualquier manera. Una cayó al suelo. Allí se quedó.

– Eh, señorita, ¿no quiere el ticket?

Ella corrió a la calle. Se había puesto a llover otra vez. Estrechó la bolsa contra su pecho y esquivó a una joven de rostro lozano que aun debía de creer en lo de ser felices y comer perdices. La lluvia le estaba empapando el pelo, y para cuando llegó de vuelta a casa, estaba tiritando. Dejó caer la bolsa sobre la mesa del comedor. Algunas cajitas se salieron.