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Se sacudió el impermeable de encima y trató de recuperar el aliento. Tendría que hacerse un té, se dijo, poner un poco de música, tal vez la tele. Pero no hizo nada de eso, sino que se hundió en una silla a los pies de la mesa y empezó lentamente a alinear las cajas delante de ella.

Siete cajas. A seis pollitos por caja.

Con las manos temblándole, empezó a quitar los papeles de celofán y a abrir las solapas. Cayeron al suelo trocitos de cartón morado. Los pollitos fueron saliéndose entre una nieve crujiente de azúcar amarillo.

Por fin estuvieron abiertas todas las cajas. Pasó la mano para tirar a la moqueta los últimos restos de cartón y celofán. Sólo quedaron los pollitos sobre la mesa. Mientras los miraba, supo que Bodie tenía razón en lo que le dijo. Toda su vida la había guiado el miedo, tan asustada de no dar la talla que había olvidado cómo vivir.

Empezó a comerse los pollitos, uno por uno.

20

El tráfico de mediodía en Denver se había colapsado a causa de las obras, arruinando aún más el pésimo humor de Heath. En seis semanas, no había mostrado a Delaney más que respeto. Después de todo, se trataba de su futura esposa, y no quería que pensara que sólo quería sexo de ella. En su mente surgió una imagen de Annabelle desnuda. Apretó los dientes y tocó la bocina de su coche de alquiler. La única razón por la que no dejaba de pensar en Annabelle era que estaba preocupado. Por más que husmeara, no conseguía saber a ciencia cierta si ella y Dean se acostaban juntos.

La posibilidad evidente de que Dean estuviera aprovechándose de ella le volvía loco, pero se forzó a centrar de nuevo sus pensamientos en Delaney, como correspondía. En sus últimas dos citas, ella había empezado a lanzar claras señales de que estaba preparada para el sexo, lo que significaba que él debía empezar a hacer sus planes, pero eso no era tan sencillo como parecía. Para empezar, ella tenía compañeras de piso, de modo que tendría que llevarla él a su casa, y ¿cómo iba a hacer eso hasta que hubiera trasladado sus aparatos de musculación al sótano? Quería que a ella le gustara su casa, Pero ya había descubierto que le atraía bastante poco la arquitectura contemporánea, así que tendría que venderla. Un par de meses antes no le habría importado, pero después de mirarla con los ojos de Annabelle, empezó a verla de otra manera. Deseó poder convencer a Delaney de que cambiara de opinión.

Pegó un grito al capullo que acababa de cortarle el paso y consideró un problema más serio. No podía desprenderse de la anticuada idea de que debía proponer matrimonio a Delaney antes de acostarse con ella. Era Delaney Lightfield, no una fan del equipo de fútbol. Cierto que sólo llevaban seis semanas saliendo juntos, pero era evidente para todo el mundo, menos Bodie, que estaban hechos el uno para el otro, así que ¿por qué esperar?

Pero ¿cómo iba a pedirle matrimonio sin un anillo?

Durante un breve instante, consideró la posibilidad de pedirle a Annabelle que eligiera ella uno, pero ni a él se le ocultaba que eso era mucho delegar. El tráfico se detuvo. Iba a llegar tarde a su cita de las once. Tamborileó con los dedos sobre el volante. Le vino a la mente la dificultad de intentar pedir en matrimonio a Delaney sin mencionar la palabra «amor», pero ya solucionaría eso más adelante. De momento, tenía que decidir qué hacer con lo del anillo. Ella debía de tener opiniones muy elaboradas sobre diamantes, y Heath sospechaba que su propia filosofía del «cuanto más grande, mejor» podía no estar en línea con su mentalidad aristocrática. Querría algo discreto con una talla impecable. Y luego estaban todas esas chorradas que la gente decía sobre los colores. Francamente, él no distinguía un diamante de otro.

El tráfico seguía en punto muerto. Heath lo reconsideró. Al infierno. Cogió su móvil y marcó el número.

Por una vez, fue Annabelle la que respondió, y no su contestador.

El fue directo al grano, pero la había pillado en uno de su momentos poco cooperativos, y le gritó de tal manera que, hasta con los coches dando bocinazos a su alrededor, tuvo que apartarse el teléfono de la oreja.

– ¿Que quieres que haga qué?

***

Annabelle iba por su casa hecha una furia, golpeando las puertas de los armarios, dando una patada a la papelera de su despacho. No podía creer que se hubiera permitido perder la cabeza por semejante perfecto y absoluto idiota. ¡Heath pretendía que fuera a mirar anillos de compromiso para Delaney! Vaya día asqueroso. Y con su fiesta de cumpleaños en familia a la vuelta de un par de semanas, el futuro no resultaba más alegre.

Agarró su chaqueta y salió a dar un paseo. Quizás aquella soleada tarde de octubre la animara un poco. En realidad, debería haberse sentido la reina del mundo. El señor Bronicki y la señora Valerio se iban a vivir juntos. «Nos gustaría casarnos -le habían explicado a Annabelle-, pero no podemos permitírnoslo, así que nos decantamos por la segunda mejor opción.» Y aún más emocionante: podía ser que Annabelle hubiera conseguido su primer emparejamiento permanente. Janine y Ray Fiedler parecían estar enamorándose.

No podía alegrarse más por su amiga, y sonrió por fin. Una vez que Ray se hubo desembarazado de su espantoso peinado, también mejoró su actitud, y había resultado ser un tipo bastante decente. Janine temía que le repugnara su mastectomía, pero él la encontró la mujer más bonita del mundo.

Annabelle tenía más razones para estar contenta. Parecía que la cosa iba en serio entre Ernie Marks, su tímido director de escuela, y Wendy, la vital arquitecta. Había convencido a Melanie de que John Nager no le convenía. Y gracias a la publicidad que había obtenido al emparejar a Heath con Delaney, su negocio crecía como la espuma. Por fin tenía suficiente dinero en el banco para ir pensando en comprarse un coche nuevo.

Pero prefirió pensar en Heath y Delaney. ¿Cómo podía estar él tan ciego? Pese a todo lo que ella misma había creído, Delaney no era la mujer adecuada para él. Era demasiado contenida, demasiado pulida. Demasiado perfecta.

***

Heath llevaba el anillo en el bolsillo, pero la lengua no dejaba de pegársele al paladar. Aquello era una estupidez. Él nunca dejaba que le afectara la presión, y sin embargo ahí estaba, chorreando sudor de pronto.

Esa tarde había enviado a su secretaria a recoger el anillo que había elegido nada más volver de Denver, dos semanas antes. Delaney y él acababan de dar cuenta de una cena de quinientos dólares en el Charlie Trotter's. Las luces estaban bajas, la música era suave el ambiente perfecto. Lo único que tenía que hacer era cogerle la mano y decir las palabras mágicas: «¿Me harías el honor de ser mi esposa?»

Había decidido evitar lo de «te quiero» sin salirse de lo concreto. Le diría que adoraba su inteligencia; que amaba su forma de andar. Que le volvía loco jugar al golf con ella. Que amaba, sobre todo su refinamiento, la sensación de que ella acabaría de pulirle. Si ella le apretaba con lo del amor, siempre podía decirle que estaba bastante seguro de que acabaría amándola al cabo de un tiempo, cuando llevaran un tiempo casados y él estuviera seguro de que ella no le dejaría, pero en el fondo no creía que ella considerara esa declaración tan tranquilizadora como él la veía, así que era mejor desviar la cuestión.

Se preguntó si a ella se le llenarían los ojos de lágrimas cuando le diera el anillo. Probablemente no. No era muy emotiva, lo que también resultaba positivo. Después, irían a su casa y celebrarían su compromiso en la cama. Pondría mucha atención en ir despacio. En ningún caso iba a despacharla como había despachado a Annabelle la primera vez.

Diantre, aquello había sido divertido.

Divertido, pero no serio. Hacer el amor con Annabelle había sido excitante, una locura, tórrido sin duda, pero no había sido importante. La única razón por la que pensaba en ello tan a menudo era que no podía repetir la experiencia, lo que le confería el atractivo de lo prohibido.