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Pasó el dedo por el estuche de joyero azul huevo de tordo dentro de su bolsillo. Le traía ligeramente sin cuidado el anillo que había elegido. Era de poco más de un quilate, porque a Delaney no le gustaban las cosas ostentosas. Pero a él un poco de ostentación le parecía bien, especialmente si se trataba del anillo que iba a poner en el dedo de su futura esposa. De todos modos, no era él quien había de lucir la puñetera nadería, así que se reservaría su opinión.

Vale… Hora de pasar a la acción. Dirigir la conversación con mucho tacto soslayando el tema del amor, darle el puto anillo y hacer la proposición. Después, llevársela a casa y cerrar el trato.

El móvil vibró dentro del bolsillo, junto al estuche del anillo. Annabelle le había dado órdenes estrictas de no atender el teléfono estando con Delaney, pero ¿acaso no tendría que acostumbrarse a aquello si iban a casarse?

– Champion. -Dirigió a su futura esposa una mirada de disculpa.

La voz de Annabelle bufó por el auricular como un radiador con una fuga.

– Ven aquí ahora mismo.

– Me pillas en medio de algo.

– Como si estás en la Antártida. Mueve tu triste culo y ven.

Heath oyó al fondo una voz masculina. O más bien voces masculinas. Se puso rígido en la silla.

– ¿Estás bien?

– ¿A ti qué te parece?

– Me parece que estás enfadada.

Pero ella ya había colgado.

Media hora más tarde, Delaney y él avanzaban a paso veloz por la acera que conducía al porche de entrada de Annabelle.

– No es propio de ella ponerse histérica -dijo Delaney por segunda vez-. Debe de haber ocurrido algo serio.

Él ya le había explicado que Annabelle parecía más furiosa que histérica, pero el concepto de furia parecía ajeno a Delaney, lo que resultaría algo inconveniente cuando él tuviera que ver a los Sox perder un partido por los pelos.

– Parece que haya una especie de fiesta. -Delaney tocó el timbre, pero nadie iba a oírlo con la música hip-hop retumbando en el interior, y Heath estiró el brazo para empujar la puerta, que estaba abierta.

Nada más entrar, vio a Sean Palmer y a media docena de sus compañeros de los Bears acomodados alrededor del recibidor de Annabelle, lo que no era muy alarmante en sí mismo, pero por la abertura de la puerta que conducía a la cocina divisó otro grupo de jugadores, todos de los Stars de Chicago. El despacho de Annabelle parecía ser territorio neutral, con cinco o seis jugadores, no exactamente mezclados, pero tanteándose desde esquinas opuestas, y ella plantada en mitad del arco de entrada. Heath entendía que estuviera nerviosa. Ninguno de los dos equipos había olvidado la polémica decisión arbitral que había dado a los Stars una estrecha y disputadísima victoria sobre sus rivales. No pudo evitar preguntarse qué parte del cerebro de Annabelle estaría de vacaciones para haber dejado entrar a todos esos tíos a la vez.

– Oíd todos, ha llegado Jerry Maguire.

Heath respondió al saludo de Sean Palmer con la mano. Delaney se arrimó a él un poco más.

– ¿Cómo es que no tienes todavía televisión por cable, Annabelle? -protestó Eddie Skinner por encima de la música-. ¿Arriba tienes?

– No -repuso Annabelle, abriéndose paso hasta el recibidor-.Y quita esos zapatones de culo gordo de encima de los cojines de mi sofá. -Giró el tronco ciento ochenta grados, apuntando con el dedo como una pistola a Tremaine Russell, el mejor running back que habían conocido los Bears en una década-. ¿Para qué crees que están los malditos posavasos, Tremaine?

Heath se mantuvo al margen, sonriendo. Annabelle parecía la atribulada monitora de un grupo de boy scouts, con los brazos en jarras, el rojo pelo suelto, echando chispas por los ojos.

Tremaine levantó el vaso y limpió la mesita auxiliar con la manga de su jersey de diseño.

– Perdona, Annabelle.

Ella advirtió la sonrisa de Heath y avanzó decidida a volcar su furia en él.

– Todo esto es culpa tuya. Aquí hay al menos cuatro clientes tuyos, a ninguno de los cuales conocía personalmente hace un año. De no ser por ti, sólo sería una hincha más viéndoles machacarse unos a otros desde una distancia prudencial.

Su acalorada pataleta estaba atrayendo la atención de todo el mundo y alguien bajó la música para no perderse detalle. Ella señaló a la cocina con un violento gesto de la cabeza.

– Se han bebido todo lo que había en la casa, incluida una jarra de fertilizante para las violetas africanas que acababa de mezclar y he tenido la ocurrencia de dejar en la encimera.

Tremaine le dio un puñetazo en el hombro a Eddie.

– Te dije que sabía raro.

Eddie se encogió de hombros.

– A mí me sabía bien.

– Además, han pedido comida china por valor de cientos de dólares, que no pienso ver esparcida por toda esta alfombra, así que todo el mundo se va a ir… a comer a la cocina.

– Y pizza. -Jasón Kent, un segundo stringer de los Stars, hablo a voces desde la zona de la nevera-. No olvides que también hemos pedido pizza.

– ¿En qué momento se convirtió mi casa en el principal punto de encuentro de futbolistas profesionales exorbitantemente bien pagados y totalmente malcriados sin remedio del norte de Illinois?

– Nos gusta esto -dijo Jason-. Nos recuerda a casa.

– Aparte de que no hay mujeres. -Leandro Collins, el tight end titular de los Bears, surgió del despacho comiendo patatas fritas de una bolsa-. Hay veces que uno necesita descansar un poco de las damas.

Annabelle soltó el brazo y le dio una colleja.

– No olvides con quién estás hablando.

Leandro tenía un mal pronto, y era sabido que se enganchaba de vez en cuando con los árbitros cuando no estaba de acuerdo con una decisión, pero el tight end se limitó a frotarse ligeramente el cogote y poner una mueca contrita.

– Igual que mi madre.

– Y que la mía -dijo Tremaine, asintiendo alegremente con la cabeza.

Annabelle se volvió hacia Heath.

– ¡Su madre! Tengo treinta y un años, y les recuerdo a sus madres.

– Haces lo mismo que mi madre -señaló Sean, imprudentemente según se vio, porque fue el siguiente en recibir un pescozón en el cogote.

Heath intercambió miradas comprensivas con los chicos antes de prestar toda su atención a Annabelle, hablándole en tono dulce y paciente.

– Cuéntame cómo has llegado a esto, cariño.

Annabelle lanzó las manos al cielo.

– No tengo ni idea. En verano era sólo Dean el que se dejaba caer por aquí. Luego empezó a traer a Jason y a Dewitt con él. Luego Arté me pidió que le echara un ojo a Sean, y le invité a venir (un día nada más, cuidado) y él se presentó con Leandro y Matt. Uno de los Stars por aquí, uno de los Bears por allá… Una cosa llevó a la otra. Y ahora tengo entre manos unos disturbios potencialmente mortales en mitad de mi sala de estar.

– Te dije que no te preocuparas por eso -dijo Jason-. Esto es terreno neutral.

– Sí, claro. -Echaba fuego por los ojos-. Terreno neutral, hasta que alguno se cabree, y entonces me vendréis todos: «Perdona, Annabelle, pero parece que te faltan las ventanas de la fachada y la mitad del piso de arriba.»

– La única persona que se ha cabreado desde que estamos aquí eres tú -murmuró Sean.

Annabelle puso una expresión tan cómicamente asesina que Eddie echó cerveza por la nariz, o tal vez fertilizante de violetas, lo que hizo partirse de risa a todo el mundo.

Annabelle se lanzó sobre Heath, le agarró por la pechera de la camisa, se alzó de puntillas y le increpó entre dientes.

– Se van a emborrachar, y luego uno de estos idiotas empotrará su Mercedes en un coche lleno de monjas. Y yo seré responsable legal. Esto es Illinois. En este Estado hay leyes que regulan la hospitalidad.