Por primera vez, Heath se sintió decepcionado con ella.
– ¿No les has quitado las llaves?
– Claro que les he quitado las llaves. ¿Crees que estoy loca? Pero…
De golpe, se abrió la puerta de la calle y el señor picha brava Robillard entró como el rey del mambo, engalanado con sus Oakley, diamantes y botas vaqueras. Saludó a la concurrencia con dos dedos, como si fuera el puto rey de Inglaterra.
– Oh, mierda. Ahora sí que estoy jodida. -Annabelle tiró aún más fuerte de la camisa de Heath-. Alguien se lo llevará de marcha esta noche. Lo presiento. Acabará con un brazo roto, o inutilizado, y yo me las tendré que ver con Phoebe.
Heath le abrió los dedos con mucha delicadeza.
– Relájate. Romeo sabe cuidar de sí mismo.
– Yo sólo quería ser una casamentera. ¿Tan difícil es de entender? Una simple casamentera. -Cayó bruscamente sobre sus talones de nuevo-. Mi vida es una ruina.
Leandro frunció el entrecejo.
– Annabelle, tu actitud está empezando a ponerme de los nervios.
Robillard se plantó junto a ella en tres zancadas. Miró largamente a Heath y a continuación le pasó el brazo por los hombros a Annabelle y le dio un beso de ventosa en la boca. Heath sintió una explosión interna de furia. Su mano derecha se crispó en un puño, pero estaban en casa de Annabelle, que nunca se lo perdonaría si hacía lo que le estaba apeteciendo.
– Annabelle es mi chica -anunció Dean al separar sus labios mirándola a los ojos-. El que le dé problemas se las tendrá que ver conmigo… y con mi línea de defensa.
Annabelle pareció molesta, lo que hizo que Heath se sintiera muchísimo mejor.
– Puedo cuidar de mí misma. Lo que no puedo es lidiar con una casa llena de tarugos borrachos.
– Qué dura eres -dijo Eddie, con aire ofendido.
Dean le acarició un hombro.
– Chicos, ya sabéis lo irracional que se puede volver una mujer embarazada.
Hubo un asentimiento alarmantemente unánime.
– ¿Te has hecho la prueba como te dije, muñeca? -Dean volvió a envolverla con el brazo-. ¿Ya sabes si llevas ahí al hijo de mi amor?
Aquello pareció resultar demasiado para Annabelle, porque se echó a reír.
– Necesito una cerveza. -Enganchó la botella de Tremaine y la apuró.
– No deberías beber si estás embarazada -dijo Eddie Skinner de mala cara.
Leandro le dio un manotazo en la cabeza.
Heath cayó en la cuenta de que hacía semanas que no se divertía tanto.
Cosa que le hizo acordarse de Delaney.
Annabelle había estado demasiado agobiada para reparar en ella entre el mogollón, y Delaney no se había movido del sitio, clavada bajo el umbral de la entrada. Estaba apoyada de espaldas en la pared, con su eterna sonrisa solícita congelada en la cara, pero tenía los ojos vidriosos y un punto enajenados. Delaney Lightfield, amazona, campeona de tiro al plato, golfista y esquiadora consumada, acababa de tener una fugaz visión de su futuro, y no le estaba gustando lo que veía.
– Por favor, que nadie me deje comer más de un rollo de primavera. -Annabelle dejó su botella vacía sobre una pila de revistas-. Ya me empieza a costar subirme la cremallera de los vaqueros. -Miró severamente a Eddie, que aún le fruncía el ceño-. Y no estoy preñada.
Robillard seguía buscando bronca.
– Sólo porque no he puesto suficiente empeño. Nos ocuparemos de eso esta noche, muñeca.
Annabelle miró al cielo y a continuación buscó a su alrededor un sitio donde sentarse, pero todas las sillas estaban ocupadas así que acabó en las rodillas de Sean, sentada remilgada pero cómodamente.
– Y sólo puedo tomar una porción de pizza.
Heath tenía que hacer algo con Delaney y se acercó hasta ella
– Lamento todo esto.
– Debería mezclarme con la gente -dijo Delaney con determinación.
– No tienes que hacerlo si no te apetece.
– Es sólo que… Resulta un poco abrumador. Es tan pequeña, la casa. Y son tantos…
– Vamos afuera.
– Sí, creo que es la mejor idea.
Heath la acompañó al porche de entrada. Permanecieron en silencio un rato. Delaney contemplaba la casa de enfrente, abrazada a sí misma. Él apoyó un hombro contra un poste, y notó el peso del estuche en su cadera.
– No puedo dejarla -dijo.
– No, no, claro. No lo esperaría de ti.
Él hundió las manos en los bolsillos.
– Supongo que te hacía falta ver cómo es mi vida. Esto es un ejemplo bastante bueno.
– Sí. Qué tontería por mi parte. No me imaginaba… -Soltó una carcajada tensa, de autocensura-. Prefiero el palco.
El la entendió y sonrió.
– Es cierto que el palco mantiene la realidad a cierta distancia.
– Lo siento -dijo ella-. Me lo imaginaba de otra manera.
– Ya lo sé.
Alguien subió nuevamente el volumen de la música. Delaney deslizó los pulgares bajo las solapas de su chaqueta y miró en torno a sí.
– Es sólo cuestión de tiempo que los vecinos llamen a la policía.
La poli tenía tendencia a mirar a otro lado cuando los deportistas de élite de la ciudad hacían el gamberro, pero Heath dudaba que eso fuera a tranquilizarla.
Delaney acarició sus perlas.
– No entiendo cómo puede Annabelle sentirse cómoda en medio de ese follón.
Heath se decidió por la explicación más sencilla.
– Tiene hermanos.
– También yo.
– Annabelle es una de esas personas que se aburren enseguida. Supongo que podrías decir que ella crea su propia diversión. -Igual que él.
Ella sacudió la cabeza.
– Pero es tan… caótico.
Por eso precisamente se buscaba Annabelle ese tipo de líos.
– Mi vida es bastante caótica -dijo Heath.
– Sí. Sí, ahora me doy cuenta.
Transcurrieron unos momentos en silencio.
– ¿Quieres que te llame un taxi? -preguntó él suavemente.
Ella vaciló antes de asentir.
– Puede que sea lo mejor.
Mientras esperaban, se disculparon mutuamente, y los dos vinieron a decir las mismas cosas, que habían creído que lo suyo funcionaría pero que más valía haber descubierto ahora que no. Los diez minutos que tardó el taxi en llegar se hicieron eternos. Heath le dio al taxista un billete de cincuenta y ayudó a subir a Delaney. Ella le sonrió desde el asiento, más pensativa que triste. Era una persona excepcional, y Heath lamentó por un breve instante no ser la clase de hombre que se pudiera contentar con belleza, inteligencia y destreza atlética. No, para engancharle era necesario el factor Campanilla. Viendo partir el taxi, sintió que se relajaba por primera vez desde la noche en que se conocieron.
Mientras ellos estaban fuera había llegado la comida, pero cuando Heath volvió a entrar en la casa no había nadie comiendo. Estaban todos apelotonados en el cuarto de estar, con la música baja, y la atención puesta en una gorra de la NASCAR colocada boca arriba cerca de los pies de Annabelle. Al acercarse un poco más, vio un surtido de cadenas, pendientes y anillos de oro refulgiendo en el oído.
Annabelle reparó en él y le sonrió.
– Se supone que he de cerrar los ojos, sacar una joya y acostarme con el dueño. Oro macizo por un macizo. ¿No te parece divertido?
Dean estiró el cuello al otro lado de la habitación.
– Sólo para que lo sepas, Heathcliff, mis pendientes siguen en mis orejas.
– Eso es porque no valen nada, puta barata. -Dewitt Gilbert el receptor favorito de Dean, le dio una palmada en la espalda.
Annabelle sonrió a Heath.
– Sólo están haciendo el ganso. Saben que no voy a hacerlo.
– A lo mejor sí-dijo Gary Sweeney-. Hay sus buenos quince quilates en esa gorra.
– A la mierda. Siempre he querido acostarme con una pelirroja natural. -Reggie O'Shea se quitó de pronto el crucifijo recamado de piedras preciosas del cuello y lo metió en la gorra.