Los hombres se quedaron mirándolo.
– Ahí te has pasado, eso no está bien -dijo Leandro.
Hubo suficientes murmullos de asentimiento como para que Reggie retirara su cadena.
Annabelle suspiró, y Heath percibió en su voz un arrepentimiento sincero.
– Esto ha sido divertido, pero se nos va a enfriar toda la comida. Sean, es una colección de joyas magnífica, pero tu madre me mataría.
Por no hablar de lo que le haría Heath.
Hacia las dos de la mañana, el suministro de cervezas que un par de los tíos habían estado reponiendo en secreto se agotó por fin, y los asistentes empezaron a desertar. Annabelle puso a Heath a cargo de realizar pruebas de sobriedad sobre la marcha. Se ocupó de llamar taxis y cargar borrachos en los pocos coches cuyo conductor estaba sereno. En toda la noche sólo se había producido una pelea, y no fue a propósito de las llaves de un coche. Dean encontró ofensivo el comentario de su compañero de equipo Dewitt de que la única razón que puede tener un tío para comprarse un Porsche en vez de un coche atómico como el Escalade era para que hiciera juego con sus medias de encaje. Tuvieron que separarles dos jugadores de los Bears.
– Ahora dime la verdad -le había dicho Annabelle a Heath en aquel momento-. ¿En serio que han ido a la universidad?
– Sí, pero eso no quiere decir que asistieran a clase.
Para las dos y media, Annabelle había caído rendida en un extremo del sofá, y Leandro en el otro, mientras que Heath y Dean recogían lo más gordo de aquel desastre en la cocina. Heath lanzó a Dean una bolsa de basura.
– Esconde aquellas botellas de whisky vacías.
– Puesto que nadie ha resultado muerto, probablemente no le importará.
– Para qué arriesgarse. La he visto bastante cabreada esta noche.
Metieron el grueso de los restos de comida en bolsas de basura y las sacaron al callejón. Dean observó a Sherman con una mueca de disgusto.
– Figúrate que ha intentado convencerme para que nos cambiáramos los coches. Decía que conducir ese montón de chatarra durante un par de días me ayudaría a mantenerme en contacto con el mundo real.
– Por no mencionar que le daría a ella ocasión de probar tu Porsche.
– Creo recordar que se lo hice observar. -Se dirigieron hacia la casa-. ¿Y cómo es que no has intentado ponerme un contrato en las narices esta noche?
– Estoy perdiendo interés. -Heath le sostuvo abierta la puerta-. Estoy acostumbrado a tratar con tíos menos indecisos.
– De indeciso no tengo un pelo. Te confesaré que la única razón por la que todavía no he firmado con nadie es lo bien que me lo estoy pasando con todo el mundo cortejándome. No te creerías la de cosas que llegan a enviarte los representantes, y no me refiero a entradas de primera fila para algún concierto. Los Zagorski me compraron un Segway.
– Sí, vale, mientras te diviertes, recuerda que a la Nike están empezando a olvidársele los motivos por los que querían tu cara bonita sonriendo a los sin techo desde sus vallas.
– Hablando de regalos… -Dean se apoyó en la encimera, con expresión cautelosa-. He estado admirando el nuevo Rolex sumergible que he visto en los escaparates. Esa gente sí sabe lo que es hacer un buen reloj.
– ¿Qué tal si te envío mejor un centro floral que haga juego con tus bonitos ojos azules?
– Qué insensible, tío. -Dean cogió sus llaves del tarro de las galletas de Hello Kitty de Annabelle, junto con una Oreo-. Me cuesta entender que hayas llegado a ser el representante de moda con esa actitud tan fea.
Heath sonrió.
– Parece que nunca lo averiguarás. Tú te lo pierdes.
Dean partió la Oreo en dos con los dientes, le brindó una sonrisa chulesca y salió despreocupadamente de la cocina.
– Ya hablaremos, Heathcliff.
Heath metió a Leandro en un taxi. No podía dejar de sonreír. No había nada entre Annabelle y Dean, más que travesuras. Annabelle no estaba enamorada de él. Le trataba exactamente igual que a los demás jugadores, como si fueran niños muy crecidos. Toda aquella filfa que le había largado a él era un montaje total. Y si Dean hubiera estado enamorado de ella, era evidente que no la habría dejado sola con otro hombre esa noche.
Estaba tumbada sobre un costado, y su aliento agitaba rítmicamente el rizo de pelo que le caía sobre la boca. Heath buscó una sábana, y ella no se movió un ápice mientras la tapaba. Se sorprendió preguntándose si estaría muy mal que se deslizara bajo esa sábana y le quitara los vaqueros para que durmiera más cómoda.
Muy mal.
Por más vueltas que le diera, sólo se le ocurría una razón para que Annabelle hubiera montado aquella farsa con Dean. Porque estaba enamorada de Heath, y quería salvar su orgullo. La divertida, combativa, gloriosa Annabelle Granger le quería. Su sonrisa se ensanchó, y sintió ligero el corazón por primera vez en meses. Era asombroso lo que la lucidez podía hacer por la paz interior de un hombre.
Le despertó el teléfono. Alargó la mano más allá de la cama para cogerlo y masculló al auricular:
– Champion.
Siguió un prolongado silencio. Hundió más la cara en la almohada y se apartó.
– ¿Heath? -oyó al otro lado.
Él se frotó la boca con la mano.
– ¿Sí?
– ¿Heath?
– ¿Phoebe?
Oyó como una inspiración indignada y a continuación el chasquido de la comunicación cortada. Abrió los ojos de golpe. Pasaron unos segundos hasta que comprobó sus temores. No estaba en su habitación; el teléfono al que había respondido no era suyo, y aún no eran -echó un vistazo al reloj- las ocho de la mañana.
Fantástico. Ahora Phoebe sabía que había pasado la noche en casa de Annabelle. Estaba jodido. Jodido por partida doble, en cuanto Phoebe se enterara de que había roto con Delaney.
Ya completamente despierto, salió de la cama de Annabelle, en la que no se encontraba Annabelle, desafortunadamente. Pese a las implicaciones profesionales de lo que acababa de ocurrir, no dejaba de sentir el buen humor de la noche anterior. Bajó las escaleras del ático para darse una ducha, y luego se afeitó con la Daisy de Annabelle. No había traído una muda consigo, lo que le dejaba como opciones ponerse los boxers del día anterior o ir sin calzoncillos. Se decidió por esto último, y luego se vistió la camisa del día anterior, muy arrugada por los puños de Annabelle.
Al descender al piso de abajo, la encontró hecha un ovillo, aún encima del sofá, con la sábana arrebujada hasta la barbilla y un pie saliéndole por debajo. Nunca había sido un fetichista de los pies, pero había algo en ese arco encantador que le provocó deseos de hacer con él toda clase de cosas medio obscenas. Claro que casi todas las partes del cuerpo de Annabelle parecían producir ese efecto en él, cosa que debería haberle dado alguna pista. Apartó la vista de sus deditos y se encaminó a la cocina.
Dean y él no se habían lucido con la limpieza, y la luz de la mañana reveló restos de comida china pegada a las encimeras. Mientras hervía el agua del café, cogió unas cuantas servilletas de papel y quitó lo más gordo. Para cuando volvió a echar una ojeada al cuarto de al lado, Annabelle había conseguido sentarse. El pelo le ocultaba la mayor parte del rostro, salvo la punta de la nariz y un pómulo.
– ¿Dónde están mis vaqueros? -masculló ella-. Da igual. Hablaremos de eso después. -Se envolvió en la sábana y fue trastabilleando hacia las escaleras.
Heath volvió a la cocina y se sirvió café. Estaba a punto de darle un primer sorbo cuando reparó en que una maceta de violetas africanas había ido a parar debajo de la mesa. Él no sabía mucho de plantas, pero las hojas de aquélla parecían bastante ajadas. No podía probar en realidad que nadie se hubiera meado en ella, pero ¿por qué correr riesgos? La sacó al exterior y la escondió debajo de los escalones.