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– ¿Vas a venir con un novio? -El asombro de Kate por la mañana, cuando desayunaron con sus padres en su hotel, aún chirriaba pero Annabelle se había mordido la lengua. Aunque la relativa juventud de Dean pudiera pesar en contra de ella, los Granger eran fanáticos del fútbol americano. Toda la familia, a excepción de Candace, seguía a los Stars desde hacía años, y ella confiaba en que el estatus de Dean compensaría su juventud y sus pendientes de diamante.

Echó un último vistazo a su reflejo. Candace llevaría un vestido de Max Mara, pero ¿qué más daba? Su cuñada era una trepa insegura y antipática. Annabelle hubiera preferido que Doug trajera a Jamison, pero habían dejado a su sobrino en casa, en California, con una niñera. Annabelle echó una ojeada a su reloj de pulsera. Faltaban aún veinte minutos para que su acompañante de lujo pasara a recogerla. Para que Dean se prestara a aquello, había tenido que prometerle que quedaría permanentemente a su disposición durante el resto de su vida, pero valdría la pena.

De camino al piso de abajo, tomó conciencia, con cierto disgusto, de que había algo patético en que una mujer de treinta y dos años estuviera todavía tratando de ganarse la aprobación de su familia. Tal vez hubiera superado aquello para cuando cumpliera los cuarenta. O tal vez no. Pero debía afrontar la verdad: tenía buenas razones para inquietarse. La última vez que había estado con su familia, le habían escenificado una intervención en toda regla.

«Tienes un potencial tan grande, cariño…», había dicho Kate tomando el ponche de Nochebuena en la terraza de su casa de Naples. «Te queremos demasiado para mantenernos al margen mientras te vemos desperdiciarlo.»

«Está bien estar colgada con veintiún años -había añadido Doug-. Pero si no te has puesto en serio con una profesión a los treinta, empiezas a parecer una perdedora.»

«Doug tiene razón -dijo el doctor Adam-. Nosotros no podemos estar siempre pendientes de ti. Tienes que poner algo de tu parte.»

«Al menos, podías pensar en cómo afecta tu estilo de vida al resto de la familia.» Ése había sido el comentario de Candace, después de dar cuenta de su cuarto vaso de ponche.

Hasta su padre se había sumado al coro: «Da clases de golf. No hay lugar mejor para hacer los contactos adecuados.»

La «fiesta» de esa noche iba a celebrarse en el aburrido club Mayfair, donde Kate había reservado un salón privado. Annabelle había pretendido invitar al club de lectura en pleno para estar más protegida, pero Kate insistió en que fuera «sólo para la familia». La última novia de Adam y el misterioso acompañante de Annabelle eran las únicas excepciones.

Annabelle comprobó la temperatura exterior. Hacía fresco, Halloween estaba próximo, pero el frío no era tanto como para arruinar su atuendo con una de sus chaquetas gastadas. Volvió al interior de la casa y empezó a dar vueltas. Quince minutos aún para que Dean pasara a recogerla. Hoy su familia vería sin duda que no era una fracasada. Tenía buen aspecto, la acompañaría un novio de pega que era un bombón, y Perfecta para Ti empezaba a despegar. Si no fuera por Heath…

Había estado haciendo grandes esfuerzos por no darle vueltas a su infelicidad. No quiso hablar con él desde la fiesta del fin de semana anterior, y, hasta el momento, él acataba su petición de que la dejara en paz. Incluso resistió la tentación de llamarle para agradecerle las cajas de delicatessen y licores caros que le había hecho llegar para reabastecer su despensa. El motivo por el que había incluido una solitaria violeta africana seguía siendo un misterio.

Por doloroso que le resultara, sabía que Heath era una inversión emocional que no podía seguir permitiéndose. Durante meses trató de convencerse de que sus sentimientos hacia él tenían más que ver con la lujuria que con el amor, pero no era verdad. Le amaba de tantas maneras que había perdido la cuenta: porque básicamente era una buena persona; por su sentido del humor; por lo bien que la entendía… Pero sus desequilibrios emocionales tenían unas raíces kilométricas, hundidas en lo más profundo, y le habían causado daños irreparables. Era capaz de la lealtad más absoluta, de una dedicación completa, de ofrecer fuerza y consuelo, pero ella no creía ya que fuera capaz de amar. Tenía que erradicarle de su vida.

Sonó el teléfono. Como fuera Dean para decirle que no podía acudir, no se lo perdonaría nunca jamás. Fue corriendo al despacho y se apresuró a coger el auricular, antes de que el contestador saltara.

– ¿Hola?

– Escúchame: esto es por un asunto personal, no de negocios -dijo Heath-, así que no me cuelgues. Tenemos que hablar.

El simple sonido de su voz hizo que el corazón le diera un pequeño brinco.

– No sé de qué.

– Me despediste -dijo él con toda calma-. Te lo respeto. Ya no eres mi casamentera. Pero seguimos siendo amigos, y en interés de nuestra amistad tenemos que discutir la página trece.

– ¿La página trece?

– Me has acusado de ser arrogante. Yo siempre lo he visto más bien como confianza en mí mismo, pero estoy aquí para decirte que ya no. Después de examinar estas fotos… Cielo, si esto es lo que buscas en un hombre, creo que ninguno va a dar la talla.

Ella tenía la impresión creciente de que entendía exactamente lo que estaba diciéndole, y se sentó en la esquina del escritorio.

– No tengo ni idea de qué me estás contando.

– ¿Quién iba a decir que la silicona elástica viniera en tantos colores?

Su catálogo de juguetes sexuales. Se lo había llevado hacía meses. Esperaba que se hubiera olvidado de ello a esas alturas.

– La mayor parte de estos productos parecen ser hipoalergénicos -prosiguió Heath-. Eso está bien, supongo. Algunos van a pilas, otros no. Supongo que eso es cuestión de preferencias. Éste lleva un arnés. Bastante morboso. Y… ¡Qué hijos de puta! Aquí dice que éste puede meterse en el lavavajillas. Mira que me gusta… Pero lo siento mucho, hay algo en eso que le quita a uno las ganas.

Tendría que colgarle, pero le había echado tanto de menos…

– Sean Palmer, ¿eres tú? Si no dejas de decir guarradas voy a contárselo a tu madre.

No picó.

– En la página catorce, arriba del todo… Este modelo viene con una especie de bomba de mano. Has doblado la esquina, así que debes estar interesada.

Estaba casi segura de no haber doblado la esquina de ninguna página, pero a saber…

– ¿Y qué hay de éste de la ventosa? La cuestión es: ¿dónde hay que pegarlo, concretamente? Una pequeña advertencia, corazón, si pegas algo así en la ventana de tu habitación o, demonios, en el salpicadero de tu coche… conseguirás atraer la clase de atención que no te conviene.

Ella sonrió.

– Dime sólo una cosa, Annabelle, que tengo que irme ya. -Su voz bajó a un tono intimista y cálido que la hizo estremecerse-. ¿Por qué va a interesarle a una mujer uno artificial, cuando uno de verdad funciona mucho mejor?

Mientras ella buscaba la réplica justa, él colgó. Annabelle hizo unas cuantas inspiraciones profundas, pero no consiguió serenarse. Por más que intentara protegerse, él siempre le llegaba adentro, lo cual era la principal razón por la que no podía permitirse conversaciones como aquélla.

Sonó el timbre. Gracias a Dios, Dean llegaba antes de hora. Saltó del escritorio y se presionó las mejillas con las manos para enfriarlas un poco. Adoptando una sonrisa forzada, abrió la puerta de la calle.