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Heath estaba plantado al otro lado.

– Feliz cumpleaños. -Guardó su móvil en el bolsillo, bajó el catálogo y le rozó los labios con un beso rápido y leve, que a duras penas pudo ella refrenarse de devolver.

– ¿Qué estás haciendo aquí?

– Estás preciosa. Preciosa es poco. Desgraciadamente, tu regalo no lo traen hasta mañana, pero no quiero que pienses que se me ha olvidado.

– ¿Qué regalo? Da igual. -Se forzó a bloquear la entrada en vez de abrirle los brazos-. Dean va a pasar a recogerme en diez minutos. No puedo hablar contigo ahora.

Él la hizo a un lado para poder entrar.

– Me temo que Dean está indispuesto. He venido a sustituirle. Me gusta tu vestido.

– ¿De qué estás hablando? He hablado con él hace tres horas y se encontraba bien.

– Estos virus estomacales son fulminantes.

– Es una bola. ¿Qué le has hecho?

– No he sido yo. Ha sido Kevin. No sé por qué se empeñó anoche en repasar vídeos de partidos con él. No le cuentes que lo he dicho, pero tu amigo Kevin puede ser un verdadero gilipollas cuando quiere. -Le acarició el cuello con la nariz, justo detrás de un pendiente-. Diantre, qué bien hueles.

A Annabelle le costó unos instantes más de la cuenta apartarse.

– ¿Está Molly al tanto de esto?

– No exactamente. Por desgracia, Molly se ha pasado al lado oscuro junto a su hermana. Esas dos mujeres se pasan varios pueblos en su afán por protegerte. Es por mí por quien deberían preocuparse. No sé cómo no han entendido aún que puedes cuidar de ti misma.

A ella le complació saber que él sí lo comprendía, pero siguió resistiéndose a ceder a su encanto de representante adulador.

– No quiero ir a mi fiesta de cumpleaños contigo. Mi familia no sabe que ya no eres cliente mío, así que les parecería un poco raro. Además, quiero ir con Dean. Con alguien que les impresione.

– ¿Y crees que yo no lo haré?

Ella pasó revista a su traje gris oscuro -probablemente de Armani-, su corbata de marca, y el reloj que llevaba esa noche, un Patek Philippe increíble, de oro blanco. Su familia se tumbaría de espaldas y le pedirían que les rascase las barrigas.

Él sabía que se la iba a camelar. Annabelle lo vio en su sonrisa ladina.

– Bueno, vale -dijo, gruñona-. Pero te lo advierto desde ahora: mis hermanos son los tíos más ignorantes, repelentes y dogmáticos que te puedas echar a la cara. -Alzó los brazos al cielo-. ¿Por qué gasto saliva? Te van a encantar.

***

Y él les encantó a ellos. Sus expresiones atónitas al entrar ella en el comedor privado revestido de nogal del club Mayfair, con Heath a su vera, colmaron todas sus fantasías. Primero comprobaron que no llevaba alzas en los zapatos, luego tasaron mentalmente su atuendo. Antes incluso de proceder a las presentaciones, le habían admitido como a uno de los suyos, un miembro más del club de los grandes triunfadores.

– Mamá, papá, éste es Heath Champion, y ya sé lo que estáis pensando. A mí también me sonó a falso. Pero su apellido era originalmente Campione, y habréis de admitir que Champion es un buen nombre desde el punto de vista del márketing.

– Muy bueno, para el márketing -dijo Kate, en tono aprobatorio. Su pulsera favorita, una de oro con dibujos grabados, tintineo contra otra de Nana, antigua, con mucho encanto. Al mismo tiempo, dirigió a Annabelle una mirada inquisitiva, que ella fingió no ver, ya que no había pensado aún en cómo explicar que el hombre que conocían como su cliente más importante se presentase como su acompañante.

Kate lucía esta noche uno de sus trajes de punto de St. John de un color champán que entonaba a la perfección con su pelo rubio ceniza, que llevaba con un corte a lo paje como Gena Rowlands a la altura de la mandíbula, desde que Annabelle tenía memoria. Su padre vestía su blazier azul marino favorito, camisa blanca y una corbata del mismo gris que los vestigios de su pelo rizado. En tiempos había sido de color caoba, como el de su hija. Una insignia con la bandera americana adornaba su solapa, y, al abrazarle, Annabelle aspiró su familiar perfume a papá: espuma de afeitar brut, loción limpiadora seca y piel de cirujano, frotada a conciencia.

Heath empezó a estrechar manos.

– Kate, Chet, es un placer.

Aunque Annabelle había visto ya a sus padres en el desayuno, sus hermanos habían llegado en avión sólo unas horas antes, e intercambió abrazos con ellos. Doug y Adam habían heredado de Kate su agraciado aspecto -rubios, de ojos azules-, pero no así su tendencia a cargar con algún kilo de más en torno a la cintura. Estaban especialmente guapos esa noche, triunfadores con cuerpos endurecidos.

– Doug, tú eres el contable, ¿no es así? -Los ojos de Heath despedían un brillo de respeto-. Tengo entendido que te han hecho vicepresidente de Reynolds y Peate. Impresionante. Y Adam, el mejor cardiocirujano de San Luis. Es un honor.

Los hermanos Granger se sintieron igualmente honrados, y los tres se dieron amistosas palmaditas en los hombros.

– He leído sobre ti en los periódicos…

– Te has hecho toda una reputación…

– … tu nómina de clientes es asombrosa…

La cuñada de Annabelle se aplicaba el perfume como si fuera repelente para insectos, así que la abrazó en último lugar. Excesivarnente bronceada, con un maquillaje agresivo e infralimentada, Candace llevaba un vestido negro corto y sin tirantes para exhibir el color de sus brazos y sus impecables pantorrillas. Los diamantes de sus pendientes eran casi tan grandes como los de Sean Palmer, pero Annabelle seguía pensando que parecía un caballo.

Heath brindó a Candace su combinado especiaclass="underline" sonrisa sexy y mirada directa, rebosante de sinceridad.

– Vaya, Doug, ¿cómo es que un tío tan feo como tú ha conquistado a semejante belleza?

Doug, que sabía perfectamente lo guapo que era, se rió. Candace agitó coquetamente las extensiones caoba de su pelo.

– La pregunta es… ¿cómo es que una chica como Annabelle ha persuadido a alguien como tú de que se uniera a nuestra pequeña fiesta familiar?

Annabelle sonrió con dulzura.

– Le he prometido que después le dejaría atarme y azotarme.

El comentario divirtió a Heath, pero su madre soltó un bufido.

– Annabelle, no todos los presentes están familiarizados con tu sentido del humor.

Annabelle dirigió su atención a la única persona en la sala que no conocía, la última conquista de Adam. Al igual que las previas, incluida su ex mujer, era una chica bien trajeada, atractiva, de facciones cuadradas, llevaba una coleta castaña oscura cortada de un tajo, y carecía por completo de encanto. La simple visión de aquellos labios finos y serios anunciaba que su hermano había vuelto a elegir a una hembra emocionalmente robótica.

– Ésta es la doctora Lucille Menger. -Deslizó un brazo protector por sus hombros-. Nuestra muy talentosa nueva patóloga.

«Una elección profesional muy acertada, Lucy. Así no necesitas preocuparte por el trato con los pacientes.»

Heath le dirigió su sonrisa de mil vatios.

– Parece que tú y yo somos los únicos extraños a la familia esta noche, así que no deberíamos separarnos. Por lo que sabemos, esta gente podrían ser asesinos en serie.

Los padres y hermanos de Annabelle se rieron, pero Lucille pareció desconcertada. Finalmente, se disipó la niebla en su cerebro.

– Ah, es un chiste.

Annabelle lanzó una mirada rápida a Kate, pero aparte de un leve movimiento de ceja, su madre no dio señal alguna que deja entrever nada. La irritación de Annabelle aumentó mucho más. Su hermano tenía un historial insuperable eligiendo a aquellas cerebritos carentes de sentido del humor, pero ¿organizaba alguien una intromisión en la vida del doctor Adam? No, señor. Sólo en la de Annabelle.