Pasada la una de la mañana, Dean Robillard se acercó finalmente a Heath. A pesar de la escasa iluminación del club, el chico aún llevaba las Oakley, pero se había quitado la chaqueta deportiva y su camiseta blanca sin mangas destacaba el Santo Grial de los hombros de futbolista: grandes, fuertes y sin estropear por la cirugía artroscópica. Dean apoyó una cadera en el taburete vacío que había junto a Heath. Mientras extendía una pierna para no perder el equilibrio, dejó entrever una bota de cuero color habano de la que Heath había oído decir a una de las chicas que era de Dolce & Gabanna.
– De acuerdo, Champion, tu turno para hacerme la pelota.
Heath apoyó un codo en la barra.
– Mis condolencias por tu pérdida. McGruder era un buen agente.
– Te odiaba a muerte.
– Yo también, pero eso no quita que fuese un buen agente, y no quedamos muchos. -Escudriñó de cerca al quarterback-. Joder, Robillard, ¿has estado aclarándote el pelo? -
– Reflejos. ¿Te gustan?
– Si fueses un poco más guapa, intentaría ligar contigo.
Robillard sonrió para sí.
– Tendrías que ponerte en la cola.
Ambos sabían que no estaban hablando acerca de ligues.
– Me gustas, Champion -admitió Robillard-, así que no voy a andarme con rodeos. No estás en liza. Sería estúpido por mi parte firmar un contrato con el agente número uno en la lista negra de Phoebe Calebow.
– La única razón por la que estoy en esa lista es porque Phoebe es tacaña. -No era del todo cierto, pero no quería entrar en los complicados detalles de su relación con la propietaria de los Chicago Stars-. A Phoebe no le gusta que yo no corra a coger los huesos que lanza, como todos los demás. ¿Por qué no le preguntas a Kevin si tiene alguna queja?
– Ya, pero resulta que Kevin está casado con la hermana de Phoebe y yo no, así que la situación no es exactamente la misma. El hecho es que ya he cabreado a la señora Calebow sin proponérmelo, y no pienso empeorar las cosas contratándote.
Una vez más se interponía su relación escasamente funcional con Phoebe Calebow. Por mucho que intentara arreglar las cosas con ella, los errores que había cometido al principio lo perseguían una y otra vez para pasarle factura. No dejó que se notara la tensión; sencillamente, se encogió de hombros.
– Haz lo que tengas que hacer.
– Sois un atajo de sanguijuelas -dijo Dean con tono amargo-. Os lleváis el dos, el tres por ciento de los beneficios brutos, ¿por hacer qué? Por hacer un par de trámites. ¡Menuda hazaña! ¿Cuántos entrenamientos dobles has tenido que soportar?
– No tantos como tú, sin duda. Estaba demasiado ocupado obteniendo sobresalientes en derecho contractual.
Robillard sonrió.
Heath le respondió con una sonrisa.
– Sólo para dejar las cosas claras… Cuando se trata de esos importantes contratos de promoción que consigo a mis clientes, me llevo mucho más que un tres por ciento de los beneficios brutos.
Robillard no parpadeó.
– Los Zagorski me garantizan un contrato con Nike. ¿Puedes conseguir lo mismo?
– Nunca garantizo lo que no tengo asegurado. -Bebió un sorbo de su cerveza-. No me tiro faroles con mis clientes, al menos no sobre temas importantes. Tampoco les robo, ni les miento, ni les falto al respeto a sus espaldas. No hay ningún agente en este negocio que trabaje más duro que yo. Ni uno solo. Y eso es todo lo que tengo que ofrecer. -Se pudo en pie, sacó su cartera y plantó un billete de cien dólares sobre la barra-. Cuando quieras hablar del asunto, ya sabes dónde encontrarme.
Al llegar a casa esa misma noche, Heath cogió la invitación manchada de uno de los cajones de su cómoda. La conservaba como recordatorio del desgarrador dolor que sintió la primera vez que la había abierto a los veintitrés años.
Está cordialmente invitado a asistir a la boda de
JULIE AMES SHELTON
y
HEATH D. CAMPIONE
La celebración de las bodas de plata de
VICTORIA Y DOUGLAS PIERCE SHELTON III
y
La celebración de las bodas de oro de
MILDRED Y DOUGLAS PIERCE SHELTON II
Día de San Valentín
18.00 horas
The Manor
East Hampton, Nueva York
El organizador de la boda le había enviado la invitación sin darse cuenta de que él era el novio, un error sumamente elocuente que le permitió descubrir que su boda con Julie no era sino un engranaje más en la bien aceitada maquinaria de producción familiar. Siempre había pensado que era demasiado bonito para ser verdad: Julie Shelton enamorada de un muchacho que se pagaba la carrera de Derecho limpiando fosas sépticas.
«No sé por qué te lo tomas así-había dicho Julie cuando le pidió explicaciones-. Las fechas sencillamente coincidieron. Debería alegrarte de que mantengamos las tradiciones. Casarse el día de San Valentín trae buena suerte en mi familia.»
«Este no es un día de San Valentín cualquiera -había respondido él-. Bodas de oro, bodas de plata… ¿Con quién te hubieses casado si yo no hubiese aparecido a tiempo?»
«Pero lo has hecho, así que no sé dónde está el problema.»
El le había suplicado que cambiase la fecha, pero ella se negó. «Si me amas, lo harás a mi manera», le dijo.
El la amaba. Pero después de una semana de noches en vela llegó a la conclusión de que ella sólo lo quería por interés.
La boda finalmente se celebró con uno de los amigos de infancia de Julie en calidad de novio de tercera generación del día de SanValentín. Heath tardó varios meses en recuperarse del todo. Dos años más tarde, la pareja se divorció, poniendo punto final a la tradición familiar de los Shelton, pero Heath no sintió consuelo.
Julie no era la primera persona a la que él entregaba su corazón. De niño se lo había entregado a todo el mundo, desde el borracho de su padre hasta la retahila de novias fugaces que el viejo llevaba a casa. Cada vez que una nueva mujer entraba en la destartalada caravana, Heath suspiraba porque fuera la que llenara el hueco dejado por su difunta madre.
Cuando la cosa no funcionaba -y nunca funcionaba-, entregaba su cariño a los perros callejeros que acababan aplastados en la vecina carretera, a la viejecita de la caravana contigua que le gritaba si su pelota caía cerca de su jardín de ruedas de tractor, a profesoras de la escuela que tenían sus propios hijos y no querían uno más. Pero tuvo que pasar por su experiencia con Julie para aprender la lección que no se permitía olvidar: su supervivencia emocional dependía de que no se enamorara.
Esperaba que eso cambiara algún día. Amaría a sus hijos, de eso estaba seguro. Nunca permitiría que crecieran como lo había hecho él. En cuanto a su esposa… eso tomaría su tiempo. Pero una vez estuviese convencido de su amor, lo intentaría. Por ahora tenía previsto tratar la búsqueda de una esposa como trataba cualquier otro aspecto de su negocio, razón por la que había contratado a la mejor agencia matrimonial de la ciudad. Y por la que debía deshacerse de Annabelle Granger…
Menos de veinticuatro horas más tarde, Heath entró en el Sienna's, su restaurante favorito, para cumplir con lo acordado. Annabelle llevaba un cartelito de fracasada pegado en la frente, y aquello suponía una gran pérdida de tiempo que no le sobraba. Mientras se dirigía hacia su mesa habitual, en el rincón del fondo del bien iluminado bar, saludó en italiano a Carlo, el propietario. Heath había aprendido el idioma en la universidad, y no de su padre, que sólo hablaba en borracho. El viejo había muerto de una mezcla de enfisema y cirrosis cuando Heath tenía veinte años. Aún no había derramado una sola lágrima por él.