Heath puso cara de pillo arrepentido.
– Un chiste muy malo, me temo.
Lucille pareció aliviada de saber que no era ella.
Kate siempre reservaba el comedor privado del segundo piso del club Mayfair para las reuniones familiares de los Granger en Chicago. Decorada como una casa solariega inglesa, llena de bronce pulido y de chinzs, la sala incluía una zona con asientos muy acogedora junto a una ventana abalconada, con parteluces, que daba a la plaza Delaware, y allí se sentaron a tomar el aperitivo y entregar los regalos. Doug y Candace la obsequiaron con un vale certificado para un salón de belleza de la ciudad. Estaba claro a quién se le había ocurrido esa idea. Adam le regaló un reproductor de DVD nuevo, junto con una colección de vídeos de musculación; muchas gracias. Cuando desenvolvió el regalo de sus padres, descubrió un traje azul marino carísimo que no se pondría ni muerta, pero que no podía devolver porque Kate lo había encargado en su boutique para mujeres trabajadoras favorita de San Luis, y el encargado se pondría a dar alaridos.
– Toda mujer necesita un traje sufrido cuando empieza a hacerse mayor -dijo su madre.
Heath torció la boca.
– Yo también tengo un regalo para Annabelle. Lamentablemente, no estará listo hasta el lunes.
Candace le presionó para que diera más detalles, pero se negó a decir ni una palabra. Kate no podía reprimir más tiempo su curiosidad acerca de por qué había venido.
– A nosotros no nos importa que Annabelle se presente sin nadie, aunque ella dice que le hace sentirse como una quinta rueda. En tanto que cliente suyo, no tenías ciertamente obligación de acompañarla, pero… En fin, debo decir que estamos todos muy contentos de que aceptaras unirte a nosotros…
Acabó la frase con un signo de interrogación implícito. Annabelle confió en que Heath conseguiría de una forma u otra acabar con la presunción por parte de su madre de que la acompañaba por compasión, pero él estaba más centrado en resultar encantador.
– Para mí es un placer. Estaba deseando conoceros a todos. Annabelle me ha contado unas historias asombrosas sobre tu carrera en la banca, Kate. Has sido una verdadera pionera para las mujeres.
Kate se derretía oyéndole.
– No sé si tanto, pero sí te diré que en aquel entonces las cosas resultaban mucho más difíciles para las mujeres que ahora. No paro de decirle a Annabelle la suerte que tiene. Hoy en día, los únicos obstáculos que se interponen en el camino del éxito para una mujer son los que ella misma se crea.
«Toma.»
– Está claro que la habéis educado bien -dijo Heath, adulador-. Es asombroso lo que ha conseguido crear en tan corto espacio de tiempo. Debéis de estar muy orgullosos de ella.
Kate miró fijamente a Heath para ver si estaba hablando en broma. Candace soltó una risita por lo bajo. No es que Annabelle odiara a su cuñada, pero no estaría la primera en la fila si algún día Candace llegaba a necesitar un donante de riñón.
Kate estiró el brazo para darle a Annabelle unas palmaditas en la rodilla.
– Te expresas con mucho tacto, Heath. Mi hija siempre ha sido un espíritu libre. Y esta noche estás preciosa, cariño, aunque es una lástima que no tuvieran ese vestido en negro.
Annabelle suspiró. Heath sonrió, y luego se volvió a Candace, que había maniobrado para situarse en el sofá de cuero entre Doug y él.
– Tengo entendido que Doug y tú tenéis un niño pequeño muy inteligente.
¿Inteligente? Lo más que había dicho Annabelle de Jamison era que había aprendido a atraer la atención de todo el mundo a base de hacerse pis en la alfombra del salón. Pero el clan de los Granger se lo tragó.
Kate estaba radiante de orgullo.
– Me recuerda tanto a Doug y Adam a su edad…
«¿Por lo pequeño que tenían el pene?»
– Vamos a hacerle pruebas -dijo Doug-. No queremos que se aburra en el colegio.
– Le encanta su clase de conocimiento de la naturaleza. -Una hebra de las extensiones capilares de Candace se le había pegado al brillo de labios, pero no parecía haberse dado cuenta-. Le estamos enseñando a reciclar.
– Es asombrosa la coordinación que demuestra para tener tres años -dijo Adam-. Va a ser todo un atleta.
Kate estaba henchida de orgullo maternal.
– Doug y Adam fueron nadadores.
Annabelle también había sido nadadora.
– Annabelle también nadaba. -Kate se sujetó un rizo rubio detrás de la oreja-. Desafortunadamente, no tenía tanta afición como sus hermanos.
Traducción: ella nunca ganó medallas.
– Yo lo hacía sólo para divertirme -murmuró, pero nadie le hizo caso, porque su padre acababa de decidir intervenir en la conversación.
– Voy a cortar mi viejo hierro del siete para Jamison. Nunca es demasiado pronto para que se aficionen al golf.
Candace se embarcó en una descripción de las proezas académicas de Jamison, y el Señor Encantador le dio todas las respuestas correctas. Kate miraba con orgullo a sus hijos.
– Tanto Doug como Adam habían aprendido a leer a los cuatro años. No palabras sueltas, sino párrafos enteros. Me temo que a Annabelle le costó un poquito más. No es que fuera lenta, no lo era en absoluto, pero le costaba estarse quieta.
Le seguía costando.
– Un pequeño desorden de déficit de atención no es necesariamente algo malo -dijo Annabelle, sintiéndose obligada a terciar-. Al menos, te proporciona un amplio abanico de intereses.
Todos se la quedaron mirando, incluso Heath. Cuadraba. En menos de media hora, había desertado de la mesa de los perdedores y se había hecho con una plaza fija entre los chicos modélicos.
La agonía se prolongó con la llegada de los aperitivos; se sentaron en torno a la mesa, dispuesta con un mantel de lino blanco, rosas rojas y candelabros de plata.
– Así que ¿cuándo vas a venir a ver el ala nueva de cardiología, Patatita? -Adam se había sentado a su lado, y enfrente de su novia-. Qué risa, Lucille. La última vez que Annabelle vino de visita, alguien se había dejado un cubo de fregar en la recepción. Annabelle iba hablando, como de costumbre, y no lo vio. ¡Pataplaf!
Se echaron todos a reír, como si no hubieran oído aquella historia una docena de veces por lo menos.
– ¿Os acordáis de aquella fiesta que hicimos antes de empezar nuestro último año de instituto? -Doug se tronchaba de risa-. Mezclamos los culos de todos los vasos y desafiamos a Patatita a que se bebiera aquel maldito brebaje. Dios, creí que no iba a acabar de vomitar nunca.
– Sí, oye, qué bonitos recuerdos, sí señor. -Annabelle apuró su copa de vino.
Por fortuna, estaban más interesados en acribillar a Heath a preguntas que en torturarla a ella. Doug quiso saber si había pensado en abrir una oficina en Los Ángeles. Adam le preguntó si había admitido a algún socio. Su padre le preguntó por su nivel al golf. Todos estuvieron de acuerdo en que el trabajo duro, unos objetivos bien definidos y un buen backswing eran las claves del éxito. Para cuando atacaron los entrantes, Annabelle pudo ver que Heath se había enamorado de su familia tanto como su familia de él.
Kate, no obstante, no había satisfecho aún su curiosidad sobre por qué se había presentado en calidad de acompañante.
– Cuéntanos cómo va tu búsqueda de esposa. Tengo entendido que estás trabajando con dos casamenteras.
Annabelle decidió destapar el asunto de una vez.
– Una casamentera. Yo le he despedido.
Sus hermanos se rieron, pero Kate le dirigió una mirada severa por encima de su panecillo.
– Annabelle, tienes un sentido del humor de lo más extraño.
– No estaba bromeando -dijo ella-. Era imposible trabajar con Heath.
Un silencio sepulcral cayó sobre la mesa. Heath se encogió de hombros y dejó su tenedor.
– Parece que me costaba bastante cumplir con la parte que me tocaba, y Annabelle no tolera muchas tonterías cuando de trabajo se trata.